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Pieter Coll - Esto ya existió en la Antigüedad

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Pieter Coll Esto ya existió en la Antigüedad
  • Libro:
    Esto ya existió en la Antigüedad
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1986
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Los historiadores más atentos siempre tienden a narrar batallas geniales y - photo 1

Los historiadores, más atentos siempre tienden a narrar batallas geniales y trapisondas palaciegas, de ahí que nos pille un poco de sorpresa un catálogo como el que Pieter Coll presenta en la presente obra. Pero la verdad es que, en principio, no debería sorprendernos demasiado… Al fin y al cabo, los «inventos» en cuestión responden a necesidades básicas de la vida diaria, que se le plantean al hombre a partir de un nivel determinado de su desarrollo social. Evitar el rigor del frío en el propio domicilio, dejar de subir escaleras o comunicarse rápidamente con un corresponsal alejado fueron, sin duda, aspiraciones tan lógicas en un ciudadano del Imperio Romano como hoy lo puedan ser en un vecino de Nueva York, de Londres o de Moscú. ¿Por qué no suponer que aquel antepasado nuestro de hace dos mil años supo encontrar una solución para las suyas?

Pieter Coll Esto ya existió en la Antigüedad ePub r12 casc 120316 Título - photo 2

Pieter Coll

Esto ya existió en la Antigüedad

ePub r1.2

casc 12.03.16

Título original: Das gab es schon im Altertum

Pieter Coll, 1986

Traducción: Miguel Ciganda

Retoque de cubierta: watsodeleche

Editor digital: casc

ePub base r1.2

Notas Se llama sauna vocablo finlandés a los baños de vapor muy - photo 3

Notas

[*] Se llama sauna, vocablo finlandés, a los baños de vapor muy utilizados en los pueblos nórdicos. (N. del T.).

[*] Entre otros, existe en España la localidad de Vadocondes, en la provincia de Burgos. (N del T.).

[*] Asimismo en España se conservan muchos puentes de construcción romana. Uno de ellos, el de Martorell, en las cercanías de Barcelona, seguía abierto a la circulación hasta su destrucción, en 1939, por razones militares de la contienda. (N. del T.).

PRÓLOGO

«Esto», todo esto, ciertamente, ya existió en la Antigüedad: calefacción central y taquigrafía, cañones y telescopios, correo aéreo y cuartos de baño, incubadoras y taxímetros, coches-cama y autómatas, ascensores y segadoras mecánicas… La lista podría alargarse bastante, desde luego. Una curiosa cantidad de artefactos y de operaciones que parecen «conquistas» de nuestro tiempo —y que, en efecto, lo son— cuentan con precedentes remotos, y a veces, remotísimos. Los historiadores, más atentos siempre tienden a narrar batallas geniales y trapisondas palaciegas, han descuidado subrayar debidamente estas cosas, y a menudo las olvidamos o las ignoramos. De ahí que nos pille un poco de sorpresa un catálogo como el que Pieter Coll presenta en su libro. Pero la verdad es que, en principio, no debería sorprendernos demasiado… Al fin y al cabo, los «inventos» en cuestión responden a necesidades básicas de la vida diaria, que se le plantean al hombre a partir de un nivel determinado de su desarrollo social. Evitar el rigor del frío en el propio domicilio, dejar de subir escaleras o comunicarse rápidamente con un corresponsal alejado fueron, sin duda, aspiraciones tan lógicas en un ciudadano del Imperio Romano como hoy lo puedan ser en un vecino de Nueva York, de Londres o de Moscú. ¿Por qué no suponer que aquel antepasado nuestro de hace dos mil años supo encontrar una solución para las suyas?

Es lo menos que podríamos hacer: suponerlo. La obra de Pieter Coll nos obsequia con un amplio repertorio de ejemplos que lo atestiguan y pone a contribución las referencias más dispares: de Sumeria, de Egipto, de Babilonia, de Creta, de Asiría, de la India y la China legendarias, toda una toponimia impresionante por su ancianidad, que nos remite a fechas casi inimaginables. En ocasiones, la «solución» antigua descansa sobre fundamentos teóricos o experimentales que nada tienen que envidiar a los utilizados por la técnica moderna: nos admira tanto la justeza del cálculo como el tino de la previsión. Otras veces, las «soluciones» apenas tienen ningún punto de contacto, y la antigua no es sino un expediente primario, de un empirismo infantil. Pero no importa. Las palomas mensajeras de hace siglos y los servicios postales en avión de nuestros días, pongamos por caso, no son comparables: su función, sin embargo, es idéntica, y bien merecen ser reunidos bajo el nombre común de «correo aéreo». Porque en última instancia, esto es lo que vale: que la «necesidad» haya sido sentida, y que se haya procurado satisfacerla de algún modo eficaz. E incluso, en vez de la «necesidad» directa y más o menos urgente, la misma fantasía sirvió de estímulo y de proyecto: el extraño e inagotable Leonardo da Vinci ¿no fabuló una «máquina de volar» que traducía a su manera el mito de Ícaro y la imitación de los pájaros?

No hay que extrañarse acerca de ello: si este mundo es un valle de lágrimas, como aseguran las teologías y certifica la biografía de cada hijo de vecino, también resulta indiscutible que la humanidad se ha pasado la vida —se ha pasado la historia— esforzándose por escapar a ese destino inclemente. Toda la retórica proferida en torno de la «dignidad humana» se reduce a este punto, bien mirado. Por de pronto, la criatura que hoy se autodenomina «hombre» inaugura su situación «a parte» dentro de la escala zoológica en el preciso momento en que empieza a producir sus propios medios materiales de existencia —o de subsistencia—. Y luego, ya todo ha consistido en ir aumentando la ventaja: ventaja respecto de la naturaleza, que, hostil o pasiva, ha de ser dominada y explotada. Llámese «civilización» o «progreso», tal es el móvil específico de la aventura de nuestra especie: lograr un dispositivo cada vez mayor de comodidades. Escribo esta última palabra a conciencia de su mediocre cotización moral. Pero sería una bobada, o una hipocresía, rehuirla cuando es exacta e insustituible. Digamos, pues, «comodidad» en sus más elásticas acepciones. Todos los «inventos» humanos, desde la rueda y el nudo hasta la aspirina, el televisor y los chismes de la cibernética —sin descartar, y no es paradoja, la misma bomba atómica— tienden a esa genérica finalidad: ahorrar molestias, ayudarnos a pasarlo bien.

De hecho, la historia —la historia del hombre: no hay otra— no es más que un grandioso intento de corregir, en la medida de lo posible, el carácter «lacrimógeno» de este «valle» en que vivimos. De las cavernas al rascacielos, la trayectoria cursada implica una densa suma de victorias memorables. Hagamos las reservas que sean precisas —y que son obvias—. De un lado, consta que los beneficios obtenidos nunca tuvieron una difusión universal: se limitaron a zonas geográfico-culturales concretas, y dentro de ellas, siempre hubo castas o clases privilegiadas que los gozaron a costa de las demás. Por otra parte, no existió una continuidad firme, acumulativa, en línea recta, desde el paleolítico hasta hoy. Precisamente la primera lección del libro de Pieter Coll es esta: las «comodidades» conseguidas se pueden perder, o, si más no, pueden caer en el olvido. La mayoría de los exploits de la técnica actual que tienen antecedentes reseñados en este libro, no proceden de ellos. La tradición quedó rota, o no hubo realmente una verdadera tradición: entre el Egipto de los faraones y el de hoy se da una interrupción radical: entre el mundo grecorromano y el nuestro se interpone una Edad Media deprimida y paralítica. ¿Y qué ocurrirá mañana con nuestra herencia? La pregunta no es baladí, porque el riesgo salta a la vista. Una catástrofe nuclear bastaría para retrotraernos a los hábitos rupestres, y quizá dentro de dos mil años hablen de nosotros como nosotros lo hacemos de los sumerios o los hititas…

Pero el hombre, como el mar de Valéry, siempre recomienza. Quizá los astrónomos de la Mesopotamia extinguida conocieron el telescopio: los telescopios de hoy día tienen otro origen, han surgido de un proceso científico independiente. La sabiduría exquisita que dejan entrever determinadas realizaciones antiguas se desvaneció antes de que el Occidente pudiese lucrarse con ella. Estos cortes suponen enormes disipaciones de tiempo y de energía creadora: es innegable. Pero ya digo, el hombre no ceja, y vuelve a las andadas. El espíritu —el estado de espíritu— de los primeros «inventores» reaparece a cada instante, fértil y optimista. No nos acordamos de aquellos, y hacemos mal. Nos dieron las cosas elementales: cité la rueda y el nudo; añadamos la palanca y la producción artificial del fuego, el tejido y el azadón, el cántaro y la escalera, y el tambor, y el adorno, y la sintaxis. Estos «genios», anónimos y estupendos construían los cimientos de toda «civilización». Habían aceptado el reto de la «necesidad» en su faceta más insolente, y contestaron con destreza y tozudez. El mismo ánimo lo vemos reiterarse, a lo largo de los siglos, en el oscuro trabajo de artesanos, practicones y aficionados que han ido fabricando modestas y provechosas novedades para nuestro solaz o nuestra rutina. ¿Quién inventó la cama, o el sacacorchos, o el paraguas? Probablemente, ningún doctor ilustre.

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