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San Fabián de Alico, 1913
A fines de 1913 el maestro de escuela Nicanor Parra cabalgó dos días desde la ciudad de Chillán, ubicada en el valle central de Chile, hasta San Fabián de Alico, una localidad enclavada entre empinados cerros, en la ribera alta del río Ñuble. El profesor llevaba consigo su ropa, algunos libros y otros enseres personales. Y también una carta.
Se trataba de una carta importante. En esta se le comunicaba que el Ministerio de Educación, por decreto Nº 10.534 del 6 de octubre, lo había designado profesor de una escuela en ese pueblo serrano. Nicanor, que tenía veintiocho años y aún era soltero, entraba en aquel proyecto de llevar la educación pública hasta los últimos rincones de la nación.
Era la época del «Estado docente», cuando el país buscaba alfabetizar de manera gratuita a todas las clases sociales. Medio siglo antes, en 1860, se había promulgado la Ley General de Instrucción Primaria, donde se estableció al Estado como principal sostenedor de la educación. Hasta ese momento la educación de los niños estaba principalmente a cargo de la Iglesia Católica y de algunas escuelas privadas, accesibles sólo para los sectores más acomodados de la sociedad. Con los recursos provenientes del salitre, pero también del cobre y la plata, minerales altamente cotizados en los mercados mundiales, el país financió esta expansión educativa, apostando por convertirse en una nación desarrollada.
Pero cuando el joven maestro llegó a San Fabián, más del 60 por ciento de la población del sur todavía era analfabeta. Nicanor Parra era uno de los dos maestros que ejercían la docencia en la Escuela N° 10 de Niñas, el colegio que le habían asignado los funcionarios de la capital. El pueblo también contaba con un colegio para hombres, la Escuela de Varones Nº 13. La especialidad del nuevo maestro era la música, pero debido a la falta de profesores es probable que también instruyera otro tipo de materias, como lenguaje y geografía.
Hombre de tez blanca, pelo oscuro y frondoso bigote negro, Nicanor se vestía de manera pulcra, a la usanza del momento: traje de tres piezas, corbata ancha, camisa de cuello grueso y duro y un pañuelo de género en el bolsillo superior de la chaqueta. El futuro padre de Violeta Parra provenía de una familia que había logrado cierto bienestar económico en Chillán. Aunque los Parra no eran ricos, estaban muy lejos de ser una familia pobre. Nicanor era uno de los tres hijos del matrimonio de Rosario Parra, dueña de casa, y Calixto José Parra, un agente paralegal que se desempeñaba en los tribunales de esa ciudad situada unos cuatrocientos kilómetros al sur de Santiago.
Según Fernando Sáez, uno de los biógrafos de Violeta, su abuelo Calixto José había estudiado leyes, pero «trabajaba como tinterillo, denominación algo despectiva para quienes laboraban en juicios y litigios en tribunales sin ostentar el título de abogado». Esa labor, sin embargo, no sólo situaba al patriarca en la clase social más acomodada de esta ciudad de provincias, sino que le procuraba recursos suficientes para adquirir una serie de propiedades. A lo largo de los años, Calixto José fue acumulando sitios eriazos, casas de adobe con grandes patios y antiguos terrenos agrícolas en el barrio «ultra-estación». Este se situaba entre la estación central de trenes y el cementerio general. Si bien estaba algo alejado del centro comercial de la ciudad, se trataba de un sector que a comienzos de siglo crecía con fuerza, a medida que Chillán se iba expandiendo.
Calixto José se empeñó en que sus tres hijos, dos hombres y una mujer, fueran profesionales, y así Nicanor se convirtió en maestro, una actividad que pese a no ser muy bien remunerada, gozaba de un saludable estatus.
A poco de llegar a San Fabián, Nicanor Parra conoció a una madre que tenía a sus dos hijas en la Escuela N° 10. Su nombre era Clarisa Sandoval Navarrete. Tenía cinco años menos que él y había enviudado no hacía mucho. El de Nicanor y Clarisa debió ser un amor fulminante, ya que sólo once meses después de conocerse tuvieron un hijo. Le pusieron el mismo nombre del padre, de modo que el 5 de septiembre de 1914 nació en esa localidad andina Nicanor Parra Sandoval, quien sería uno de los poetas chilenos más importantes del siglo XX. Un año y medio más tarde, en julio de 1916, la pareja tuvo a su primera hija, a la que llamó Hilda.
Clarisa era costurera y, como muchos en San Fabián y en todo el Ñuble, apenas sabía leer y escribir. No provenía, sin embargo, de una estirpe pobre. Su madre, Audolia Navarrete, trabajaba como dueña de casa, pero su padre, Ricardo Sandoval, era un campesino semiacomodado que arrendaba paños de tierra para el cultivo de uvas y producción de vino. También poseía decenas de hectáreas de viñedos en un sector agrícola llamado Huape, a unos doce kilómetros al poniente de Chillán.
El hecho de que Clarisa proviniera de una familia con ciertos recursos se notaba en algunos detalles. Al igual que varias mujeres de San Fabián, la joven viuda tejía y cosía ropas para la gente del pueblo. Pero mientras la mayoría de sus comadres hacía la labor a mano y con aguja, Clarisa contaba con una máquina de coser marca Singer, todo un lujo por entonces.
En una entrevista de 1960, Violeta Parra tendría estos recuerdos de su familia: «Mi abuelo paterno era un hombre que vivía muy bien, era abogado y de mucho prestigio. Mi abuelo materno, en cambio, era un campesino de aquí de Chillán para adentro, un inquilino, un obligado, un explotado».
Ni el primero era tan importante, ni el segundo tan pobre.
La historia de los abuelos de Violeta resultaba más sabrosa y estaba cruzada por la historia del país. Cuenta la leyenda familiar que Clarisa Sandoval nació en plena guerra civil y que su alumbramiento se produjo debajo de un puente. Corría el año 1891 y Ricardo Sandoval, futuro padre de Clarisa y abuelo de Violeta, escapaba de los reclutadores del Ejército que recorrían la región en busca de hombres para pelear contra las fuerzas del Congreso, apoyadas a la sazón por la Marina.
Ricardo Sandoval, hombre de ojos azules y pelo casi rubio, que de joven había causado furor entre las muchachas, no estaba dispuesto a enrolarse en una cruenta guerra fratricida que en sólo seis meses les costó la vida a unos cuatro mil chilenos. ¿La razón de fondo? Su esposa Audolia estaba embarazada. Para evitar el alistamiento forzoso en las fuerzas leales al presidente José Manuel Balmaceda, Ricardo y Audolia huían constantemente. En una ocasión se escondieron bajo un puente en la zona de Huape, mientras las tropas pasaban marchando por encima de sus cabezas. Y ahí, en el lecho de un río, en medio del valle central que se extiende a los pies de los Andes, habría nacido de manera casi clandestina Clarisa Sandoval Navarrete.
No ha sido posible verificar si esta historia es real o no, pero lo cierto es que la madre de Violeta nació efectivamente entre las turbulencias políticas que llevaron a la guerra.
Calixto José, el abuelo paterno, logró escabullirse del reclutamiento por su condición de padre de familia, pero tal vez por ser también un personaje de cierta importancia en Chillán. Era además un veterano de la llamada Guerra del Pacífico, conflicto que entre 1879 y 1893 había enfrentado a Chile con Perú y Bolivia por las inmensas riquezas mineras del desierto de Atacama. Como soldado raso, Calixto José había batallado en el norte rocoso y polvoriento, donde un impacto de bala lo dejó ciego del ojo izquierdo por el resto de su vida.