Ángel Parra - Violeta se fue a los cielos
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- Libro:Violeta se fue a los cielos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2006
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Violeta se fue a los cielos: resumen, descripción y anotación
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Violeta se fue a los cielos — leer online gratis el libro completo
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Ángel Parra relata anécdotas y recuerdos inéditos sobre su madre. Memorias íntimas que sirvieron de base a Andrés Wood para llevar al cine la vida y obra de esta excepcional creadora chilena reconocida en el mundo entero.
Ángel Parra
ePub r1.0
Titivillus 30.09.16
Título original: Violeta se fue a los cielos
Ángel Parra, 2006
Ilustraciones: Violeta Parra
Diseño de cubierta: Guarulo & Aloms
Ilustración de portada: Carmen Luisa, la hija curiosa. Violeta Parra
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Ruth, mi mujer.
A mis hermanas Isabel
y Carmen Luisa.
A Marta, Ángel, Javiera,
sin pasado no hay futuro.
Si no hubiese sido por el volcán que bullía dentro del espíritu y la cabeza de mi madre, pronto a dar sus primeras erupciones, esta situación de hijo con su madre en la casa, esperando al marido, me convenía. Me imagino que a mi padre también.
Equivocados medio a medio, padre e hijo. Era no conocerla. Esta situación doméstica era solo un paréntesis. “Detesto la monotonía”, solía decir.
La relación con mi padre la ahoga, no quiere para nada lo que él le ofrece. Crear familia, una linda casa. Él ganaba un buen salario, estabilidad, hijos. La imagino huyendo despavorida de todo lo que se acercara a convertirla en una dueña de casa candidata a pequeñísima burguesa. Escoba y paño en la cabeza en lugar de guitarra y libertad. Jamás.
Mi padre demostraba su deseo de avanzar, de cambiar las cosas a través de su militancia política. El partido, sindicato y la federación eran para él, como la santísima trinidad para los católicos. Militaba en las tres divisiones. Informado de todo lo que ocurría y, por supuesto, de la llegada al país de los refugiados españoles. Más de dos mil.
El poeta Pablo Neruda, cónsul especialmente nombrado por el Presidente Pedro Aguirre Cerda, había logrado rescatar de los campos de concentración, creados por el gobierno francés, cientos de españoles que buscaban un lugar donde existir.
Mujeres, hombres, niños, se embarcaron en el viejo y recién restaurado Winnipeg, buscando una tierra de refugio para curar las heridas de la guerra civil de España, provocadas por el fascismo emergente. Rumbo al sur, al puerto de Valparaíso. República de Chile.
La presencia de esta savia nueva que traían asturianos, catalanes, andaluces, gallegos y vascos, comenzaba a notarse en los ambientes culturales nacionales y ya existían, en la radiotelefonía, algunos programas dedicados a la música española.
Mi madre seguía con gran interés estas emisiones, aprendiendo con mucha facilidad estas canciones. Imperio Argentina, Lola Flores, Angelillo, Lolita Torres, Los churumbeles de España, Carmen Amaya, fueron artistas que mi madre admiró con gran entusiasmo.
Mis recuerdos infantiles me dicen que llegó a interpretar esos cantes con una propiedad asombrosa.
Sospecho que a mi padre le parecería mil veces mejor tener a Violeta cantando, en la casa, coplas de España y no tonadas y cuecas en un boliche de barrio. Jilguerillo prisionero o con las alas cortadas, es igual.
En este momento veo a mi padre, dándole cuerda a la vitrola. Ahora le cambia la aguja; le grita a un amigo desde la ventana que compre agujas nuevas, puesto que va a San Diego, calle conocida por sus comercios y tiendas.
El perro blanco de la propaganda RCA tiende la oreja para escuchar mejor. Lo que podría ayudar a darle un tinte de veracidad a lo que cuento, es que oigo la voz del cantante. Carusso. Antes de iniciar el canto decía con la misma voz de tenor: “discos marca Columbia”. En casa teníamos muchos discos. Al Jonson, cantante blanco que se pintaba de negro; Paul Robeson, auténtico cantante negro, comunista, quien me dio la ocasión de enterarme de que Moscú era la capital de la Unión Soviética. En una edad en que aún no sabía limpiarme la nariz. A mi padre sí le importaba que yo supiera que Moscú era la capital de la patria socialista. Hasta los seis años creí a ojos cerrados que José Stalin era mi abuelito.
En el patio al fondo del jardín, de otra de las múltiples casas que nos tocó habitar, en calle Paula Jaraquemada 115, bajo el parrón, mi padre instaló un relieve de yeso con la imagen de Stalin, de la misma manera como otros instalaban una de la virgen de Lourdes.
Mi padre y mi madre amaban la música, no cabe duda. Desde dos puntos de vista totalmente opuestos. Qué manera de ser opuestos. Para mi padre el placer consistía en escucharla, sentirla, incluso bailarla, tango, bolero o corridos. Cierro los ojos y oigo que tararea “Barrilito de cerveza”, especie de polka de origen bávaro, se la sabía completa.
El punto de vista de mi madre es ancestral, cultural, libertario, intuitivo, para ella necesario como el pan de cada día. A utilizar como arma de los pobres, para defenderse de los poderosos. El punto de vista de mi padre, ingenuo, candoroso y festivo; en definitiva, sin contenido.
Puedo dar testimonio de haber escuchado cantar a mi padre este modesto repertorio, en el mismo orden: “Barrilito de cerveza”, silbado y tarareado; “Canción nacional de Chile”. “La internacional”. “La joven guardia”.
Sin mayores motivos, desarmando una dinamo, arreglando los tapones de la electricidad, limpiándose las manos con “aguarrás” y con su eterno compañero: el “huaipe”, suerte de trapo para limpiarse las manos, desecho de géneros e hilos. Jamás le faltará en el bolsillo trasero del pantalón de mezclilla, antecesor del blue jeans.
Su cultura musical no va más allá del goce existencial. En el momento, en una borrachera entre amigos, da lo mismo qué tipo de música se escuche, lo importante es que haya. Gracias a su precaria sensibilidad musical descubrió a mi madre. Ya es un mérito. La casa de máquinas de la estación Yungay quedaba a pocas cuadras de la avenida Matucana. Entre las calles Santo Domingo y Mapocho, florecían los restaurantes y quintas de recreo. “Por una escuela, cien bares”, decía mi madre. Cerca de la panadería San Camilo y la farmacia Andrade. Ahí se situaba el “Tordo Azul”, nombre del restaurante en donde ocasionalmente cantaban Roberto y Lalo, y las hermanas Parra, Hilda y Violeta.
Al momento del encuentro, Luis Alfonso Cereceda Arenas tiene dieciocho años; Violeta del Carmen Parra Sandoval, diecinueve. Ya se habían observado. Miradas van y vienen. Sin presentarse. Violeta lo ve aparecer y da un codazo cómplice a su hermana quien era testigo de estos “ires y venires” diciéndole: “ahí llegó Sombrero verde”. “Sombrero verde” era él, mi futuro padre.
Luis Alfonso Cereceda Arenas, alias “Pepe almeja” para sus compañeros de trabajo por su desmesurado gusto por esos mariscos. Al “Tordo azul” no llegaba solo, siempre lo acompañaba su compadre Vallejos, quien aparte de ser un compañero de trabajo, tocaba el acordeón.
Conservo una fotografía en buen estado, en la cual mi padre luce el famoso sombrero verde. Están de paseo con mi madre por el centro de Santiago, puede ser a un costado de la catedral. Da la impresión de que está embarazada. Su sonrisa me hace pensar que pasan momentos de alegría y tranquilidad, mi padre la lleva del brazo firmemente, como reafirmando “esta mujer es mía”: equivocada idea. La foto podría llamarse esperando a Isabel.
Ustedes comprenderán, no conozco detalles de la relación que se inicia entre Violeta y “Sombrero verde”. Ni yo, ni nadie. Lo que sí sé, es que estas presentaciones de las hermanas Parra en el “Tordo Azul” eran esporádicas. Como dije antes, mi madre detestaba la rutina.
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