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Luis Herrero - Los que le llamábamos Adolfo

Aquí puedes leer online Luis Herrero - Los que le llamábamos Adolfo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2007, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Luis Herrero Los que le llamábamos Adolfo
  • Libro:
    Los que le llamábamos Adolfo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2007
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Los que le llamábamos Adolfo: resumen, descripción y anotación

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Capítulo I

LOS AÑOS DE PRECALENTAMIENTO

N ada tiene de extraño que sus primeras palabras delante de mí fueran tan encendidas: «¡Qué guapo es! Tiene cara de ministro de la Presidencia…». No tiene nada de extraño porque en aquel otoño frío de 1955 yo ya era —gordito y calvo— el hijo recién nacido del gobernador civil para quien él trabajaba como secretario. Dadas las circunstancias, ¿qué otra cosa podía decir?

Adolfo siempre ha sabido la tecla que debía apretar en cada conversación para que su interlocutor se sintiera, durante unos instantes, el ser más importante del mundo. A mi madre le colmó de gozo la referencia a mi belleza neonata —¿qué madre no encuentra a su bebé recién nacido, por feo que éste sea, el ser más guapo del universo?— y a mi padre, supongo, le parecería atinada la referencia yuxtapuesta al Ministerio de la Presidencia, porque puestos a encontrar algún lugar clave en el Gobierno, ahí es donde se cuece casi todo lo que pasa por el puchero del poder. El propio Adolfo, muchos años después, acarició la idea de que su hijo primogénito recalara en ese puesto, al menos durante algún tramo de la segunda legislatura de José María Aznar. Quiso para mí, por lo tanto, lo mismo que más tarde iba a querer para su propio hijo. En un pispás, como quien no quiere la cosa, había halagado a mi madre, impresionado a mi padre y, de rondón, dejado un rastro que, pasado el tiempo, si yo era capaz de seguirlo, me devolvería de él un recuerdo infinitamente agradecido. ¡Así era Adolfo!

He querido empezar de este modo para que el lector sepa desde el principio qué clase de libro tiene entre las manos. No pretendo ser justo y de sobra sé que, aunque lo intente, tampoco seré objetivo. Que no me juzguen, por lo tanto, ni los historiadores ni los eruditos. Este libro no va con ellos. Conozco a Adolfo o, mejor dicho, él me conoce a mí, desde el instante mismo en que vine a este mundo, lo que gracias a Dios sucedió en Castellón y no en Ávila. Como los dos ginecólogos más reputados de la provincia se disputaban el presunto honor de atender en el parto a la mujer del gobernador civil, éste, es decir, mi padre, decidió que para evitar monsergas lo mejor sería que yo naciera, como él, como su mujer, como sus dos hijos mayores y como la mayor parte de los ancestros familiares, en Castellón. Aun así, cuando mis hermanos mayores me querían hacer rabiar me llamaban «chino abulense». Chino porque me costaba pronunciar el sonido fuerte de la letra erre, y abulense porque, aunque no nací allí, allí debería haber nacido.

Cuando Adolfo se enteró de que me sentía ofendido cuando me llamaban abulense me dijo que ése era el adjetivo más «fardón» —ésa es la palabra que utilizó— que nadie podía dedicarme: «Los de Ávila —me dijo— somos buena gente: recia, luchadora, sencilla, sincera y honrada». Desde entonces le tengo una profunda simpatía a Ávila, de la que, sin embargo, no guardo ningún recuerdo de infancia. Me fui de allí cuando aún no había cumplido mi primer año de vida. El único rastro indeleble de aquella etapa pregateante de mi existencia es una perforación de tímpano causada por el frío helador que debí de pasar durante el invierno.

Quise a Adolfo con la naturalidad con la que se quiere a las personas que están ahí, donde a uno le toca estar durante la infancia y la adolescencia. Nunca se me ocurrió investigar la calidad de los materiales de su manera de ser. Jamás me pregunté cómo era con los demás, si bueno o malo, generoso o tacaño, amable o descortés, divertido o cenizo. Para mí era un hombre fascinador y con eso era más que suficiente. Además, mis padres le querían mucho —eso era patente, aunque nunca se hubiera hecho explícito en una declaración formal de la que yo haya sido testigo— y mis hermanos, sobre todo Fernando, el mayor de los seis, sentían por él la misma fascinación que yo. Con el tiempo, cuando me fue concedida una cierta capacidad de discernimiento, seguí queriéndole a pesar de sus defectos. Adolfo era un tipo de primera. He conocido a muy pocos como él, y eso que he tenido el privilegio de conocer más o menos de cerca a casi todos los protagonistas de la vida política de esta época.

Mis relaciones con él han estado sujetas a los altibajos habituales de cualquier relación humana. A veces he estado a cinco minutos de mandarle a hacer puñetas. Me ha hecho daño. Ha torcido el gesto al verme. Me ha puesto a caer de un burro ante terceras personas. Y yo a él. Aun así, la balanza se inclina del otro lado. Lo bueno sobrepuja a lo que no lo es.

Por lo que tengo oído, Adolfo, de niño, no sobresalía en nada, salvo en simpatía y encanto personal, que es lo mismo, me parece a mí, que decir que si sobresalía o no a casi nadie le importaba mucho. Nadie se paraba a juzgar si su compañía era buena o mala. Sencillamente se limitaban a desearla. Si por su madre profesaba Adolfo una tierna devoción, de su padre —un abogado simpático, aficionado al póquer y a las señoras— decidió heredar el carisma y el desparpajo. Era hijo de padres divorciados, aventurero y sociable. Un buen día se fue a Cuba en busca de fortuna, pero regresó pronto —sin haberla encontrado— al lugar donde su padre, gallego y republicano, se encontraba destinado como secretario del juzgado: Ávila. Se llamaba Hipólito, aunque «Polo» le llamaban casi todos, y cuando Ávila se le quedó pequeña, después de algún desbarajuste económico que nunca he tenido ganas de investigar, puso tierra de por medio y se fue a Madrid sin mirar la inhóspita intemperie que dejaba atrás, donde se quedaban, su mujer Herminia y sus hijos Adolfo, Hipólito, Carmen, Ricardo y José María. Creo que fue entonces, en esa circunstancia, cuando Adolfo balanceó por primera vez la tentación más cómoda de quitarse de en medio y afrontó la exigencia ingrata de encarar la adversidad cubriendo el hueco que la marcha de su padre había dejado. Se aplicó a sí mismo el consejo que, más adelante, me dio muchas veces: «La vida siempre te da dos opciones: la cómoda y la difícil. Cuando dudes, elige siempre la difícil, porque así siempre estarás seguro de que no ha sido la comodidad la que ha elegido por ti».

Ésa fue la vara de medir que utilizó para colgar los hábitos religiosos que su imaginación le había hecho tomar por influjo de un curita persuasivo, don Baldomero Jiménez Duque, rector del seminario, que fue la persona que más influyó en su vida espiritual de la infancia. Años después también recibió la benéfica influencia de Jesús Jiménez Pérez, consiliario de Acción Católica en Ávila. Sus padres eran católicos de intensidades distintas. Hipólito tenía un vago sentido de la trascendencia, el justo para creer que la vida no se extingue con la muerte, pero no era demasiado proclive a las manifestaciones de piedad. Herminia, sí. Recitaba el rosario todos los días. Era una mujer recia, de mucho aguante, cumplidora y rezadora sin alharacas. En lugar de la vida religiosa, más contemplativa y plácida —una vida que a mi juicio no iba con él y que no le habría hecho feliz— Adolfo eligió finalmente la vida civil, más combativa y agitada. En ella se movió como pez en el agua. Pero no abandonó sus inquietudes religiosas. Fue presidente del Consejo Diocesano de Acción Católica y fundó la asociación De jóvenes a jóvenes.

No hay en su carrera académica ni galardones ni matrículas. Abundan, en cambio, las papeletas de «no presentado» y los aprobados ramplones, apenas contrarrestados por un solo sobresaliente en Derecho Romano. Sin embargo, su capacidad para las grandes panzadas de estudio el día anterior a cada examen, y el don de saber lo que le convenía, vencieron a su falta de entusiasmo. Adolfo, alumno por libre de la Universidad de Salamanca, terminó la carrera de Derecho con la ayuda de Mariano Gómez de Liaño, magistrado de la Audiencia Provincial, que accedió a darle clases particulares. Tenía Adolfo entonces veintitrés años.

Antes de abogado, además de cura, había querido ser actor, torero, boxeador y futbolista, lo que demuestra que era un niño perfectamente normal con las inquietudes típicas de casi todos los niños normales de la España de su tiempo. Su demarcación en el campo de fútbol cambió un par de veces. Era un jugador polivalente. De extremo derecha en el Dinamita de Ávila pasó a jugar de defensa en el Deportivo de La Coruña. No lo hizo mal en ninguna de las dos posiciones, y estuvo a punto de convertirse en jugador de la cantera coruñesa, pues como su padre era de allí, Adolfo y sus hermanos iban todos los veranos para estar con sus abuelos.

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