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A.J. Liebling - La dulce ciencia

Aquí puedes leer online A.J. Liebling - La dulce ciencia texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2019, Editor: Capitán Swing, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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A.J. Liebling La dulce ciencia
  • Libro:
    La dulce ciencia
  • Autor:
  • Editor:
    Capitán Swing
  • Genre:
  • Año:
    2019
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La dulce ciencia: resumen, descripción y anotación

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Nombrado MEJOR LIBRO DE DEPORTES DE TODOS LOS TIEMPOS por la revista Sports Illustrated en 2002, La Dulce Ciencia recopila en un único e inolvidable volumen las clásicas piezas del periodista del New Yorker A.J. Liebling sobre boxeo, esa Dulce Ciencia de los Moratones.

A través de sus páginas, Liebling nos ofrece un retrato animado e idiosincrásico del universo pugilístico de principios de la década de 1950 —la época dorada del boxeo estadounidense—, un mundillo que incluye a personajes de todo tipo: desde representantes jactanciosos hasta entrenadores veteranos y segundos astutos y, cómo no, a los luchadores mismos: figuras de la talla de Joe Louis, Rocky Marciano, Sugar Ray Robinson o Archie Moore, al que definió como un virtuoso de anacrónica perfección.

Sin embargo, sus geniales escritos van mucho más allá de la mera crónica deportiva. Con su inconfundible estilo, Liebling siempre busca la historia humana detrás de la pelea y evoca la tensión y la atmósfera en el estadio tan nítidamente como lo que sucede en el ring, capturando así este feroz arte como nadie lo había hecho antes. Considerado el autor que mejor supo retratar el ambiente pugilístico, en una ocasión afirmó: El boxeador, como el escritor, debe estar solo.

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La Dulce Ciencia de los Moratones Boxiana 1824 Había oído que las - photo 3

«¡La Dulce Ciencia de los Moratones!».

Boxiana (1824)

«Había oído que las arremetidas de Ketchel eran tan rápidas que no eran fáciles de encajar; aun así, supuse que podría reventarle los morros a base de rectos. […] Tendría que haberlo tumbado pronto, pero llegué una fracción de una pizca tarde» .

Philadelphia Jack O’Brien,

comentando en 1938 algo que había

sucedido mucho antes.

E s con Jack O’Brien, el Arbiter Elegantiarum Philadelphiae , con quien se inicia mi relación con el pasado histórico a través de la imposición de manos. Me sacudió, a modo de ejemplo pedagógico, y a él le había sacudido el gran Bob Fitzsimmons, a quien derrotó en 1906 por el título de los semipesados (Jack tenía una cicatriz que lo demostraba). A Fitzsimmons le había sacudido Corbett; La Dulce Ciencia está unida al pasado como el brazo al hombro.

Me parece inconcebible que tal encadenamiento de golpes pudiera llegar a extinguirse, pero tengo que reconocer que estamos entrando en un periodo de talentos menores. La Dulce Ciencia ha sufrido este tipo de abatimiento con antelación, como sucedió en el largo periodo —señalado por Pierce Egan, el gran historiador de Boxiana — entre la derrota de John Broughton en 1750 y la aparición de Daniel Mendoza en 1789, o los más recientes Años Oscuros entre la retirada de Tunney en 1928 y el ascenso de Joe Louis a mediados de la década de 1930. En ambos periodos se sucedieron uno tras otro campeones de poco valor con la rapidez de los emperadores que siguieron a Nerón, sin que el público tuviera apenas tiempo para memorizar sus nombres. Cuando Louis apareció, noqueó a cinco de estos campeones mundiales: Schmeling, Sharkey, Carnera, Baer y Braddock. Este último ostentaba precisamente el título cuando Louis le sacudió. Transcurrida una década, dejó fuera de combate a Jersey Joe Walcott, quien, sin embargo, ganó el título cuatro años más tarde. La luz de Louis se extiende en ambas direcciones históricas y expone la insignificancia de lo que lo precedió y de cuanto lo siguió.

Cierto es que existen determinadas circunstancias generalizadas en la actualidad, como el pleno empleo y la permanencia en el sistema escolar hasta una edad avanzada, que militan contra el desarrollo de boxeadores profesionales de primer nivel (también militan contra el desarrollo de acróbatas, violinistas y chefs de cuisine de primera categoría). «Los tamborileros y los púgiles, para conseguir la excelencia, deben empezar jóvenes —escribió el gran Egan en 1820—. Es necesaria una peculiar destreza en las muñecas y tener los hombros ejercitados, algo que únicamente se consigue en paralelo al crecimiento y con la práctica». La exposición prolongada a la educación reglada entra en conflicto con la adquisición de estas destrezas, pero si un chico tiene verdadera vocación, puede hacer mucho en su tiempo libre. Tony Canzoneri, un muy buen peso pluma y ligero de la década de 1930, me contó una vez, por ejemplo, que no se puso un guante de boxeo hasta que cumplió los ocho años. «Pero, por supuesto, había peleado en las calles», señaló para explicar cómo había superado lo tardío de su inicio. Por otra parte, existen muchas zonas aún no arrasadas, como Cuba, el norte de África y Siam, que están empezando a producir muchos boxeadores.

La apremiante crisis en Estados Unidos, adelantándose a la que la mejora de las condiciones de vida puede conllevar, tiene su origen, no obstante, en la popularización de ese aparato ridículo llamado televisor. Este cachivache se utiliza para vender cerveza y cuchillas de afeitar. Los financiadores de las cadenas de televisión, al retransmitir un combate gratis casi cada noche de la semana, han arruinado de un derechazo los centenares de clubes de boxeo de ciudades pequeñas y barrios en los que los jóvenes tenían la oportunidad de aprender la profesión y los obreros de los guantes podían perfeccionar sus habilidades. De este modo, el número de buenos talentos en perspectiva se reduce año a año, mientras que al público estos comerciantes le piden ya que piense que un chaval con quizá diez o quince peleas a sus espaldas es un boxeador de primerísima categoría. Ni a las agencias de publicidad ni a las cerveceras —y mucho menos a las cadenas— les importa un comino si devuelven la Dulce Ciencia a un periodo de pintura costumbrista. Cuando esté en coma, encontrarán alguna otra vía para vender sus fruslerías.

Lo cierto es que las personas que dirigen las agencias de publicidad y las fábricas de cuchillas de afeitar tienen poca afinidad con los héroes de Boxiana . Un púgil, al igual que un escritor, tiene que defenderse por sí mismo. Si pierde, no puede convocar una reunión ejecutiva y descargarse con un vicepresidente o con el asistente del director de el probable futuro nobel francés, también se ejercitó entre las cuerdas.

Estaba yo en el Neutral Corner, un bar de Nueva York, hace aproximadamente un año, cuando un anciano caballero de voz grave, nervudo, estirado y con el pelo cano, entró e invitó a los propietarios a la fiesta de su nonagésimo cumpleaños en otro local. El casi nonagenario no llevaba gafas, tenía las manos bien formadas, los antebrazos duros y parecía que cada uno de sus pelos, como en la vieja expresión portuaria, se lo hubieran clavado con un martillo. La tarjeta de invitación que dejó sobre la barra decía:

Billy Ray

Último Boxeador a

Puños Descubiertos Vivo

El último combate sin guantes en el que cambió de manos el campeonato mundial de los pesos pesados fue en 1882. El señor Ray no dejó que nadie más pagara una copa en el Neutral.

Mientras compartía su generosidad, pensé en todos los jugadores de tenis de su edad derribados por las trombosis y en los golfistas a los que tuvieron que sacar de los bancales de arena tras sufrir una oclusión coronaria. Si se hubieran dedicado en su momento a un deporte más saludable —reflexionaba yo—, quizá todavía estarían ejerciendo de presidentes de juntas directivas y editores veteranos, en lugar de tener sus nombres inscritos en placas conmemorativas. Pregunté al señor Ray en cuántos combates había participado y me respondió: «Ciento cuarenta. El último fue con guantes. Pensé que el deporte se estaba reblandeciendo, así que me retiré».

La última vez que estuve en Hanover (Nuevo Hampshire), el profesorado de la universidad caía a tal velocidad en las pistas de tenis que quienes organizaban un partido de dobles siempre llevaban a algún profesor asistente de reserva.

Esta discusión sobre la relativa salubridad de la Dulce Ciencia y sus sucedáneos afeminados es, no obstante, lo que mi amigo el coronel John R. Stingo llamaría una digresión laberíntica.

Es ante la previsión de un difícil periodo estético inducido por la televisión por lo que he decidido publicar este libro ahora. Las memorias que en él se narran comprenden lo que pudiera ser el último ciclo heroico en mucho tiempo. La Segunda Guerra Mundial, que comenzó a afectar al boxeo estadounidense en 1940, con la llamada a filas, detuvo el desarrollo de nuevos talentos. Esto permitió a boxeadores previos a la guerra y ya entrados en años, como Joe Louis y Joe Walcott, mantener un dominio más largo del que cabría esperar en circunstancias normales. Alcanzados los últimos años de la década de 1940, cuando los primeros púgiles posteriores al conflicto bélico empezaban a brillar, la televisión clavó su zarpa en la tráquea de nuestra Amada Ciencia y ahora no hay clubes en los que pelear. Pero entre estas catástrofes aparecieron Rocky Marciano desde la ciudad zapatera de Brockton (Massachusetts) y Sandy Saddler, el peso pluma con brazos como picas, desde Harlem. Randy Turpin pareció, brevemente, poder ser el primer héroe pugilístico británico desde Jimmy Wilde. Marcel Cerdan dejó una impresión imborrable antes de su prematura muerte en un accidente de avión (no aparece en este libro, murió demasiado pronto). Archie Moore, un artista de maduración tardía, como Laurence Sterne y Stendhal, iluminó los cielos con la luz de su ocaso, y Sugar Ray Robinson demostró ser tan longevo como precoz, en un tributo a los esfuerzos de sol a sol.

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