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La Biblioteca del Congreso ha catalogado la edición en inglés.
Ebook ISBN 9780735215191
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Quiero dedicar este libro a toda mi familia y al pueblo panameño. Lo son todo para mí.
CONTENIDO
PRÓLOGO
M ORÍ EN UNA MESA DE OPERACIONES en un hospital de Buenos Aires. Estuve muerto durante treinta segundos o, al menos, eso es lo que me han dicho.
El 4 de octubre de 2001 sufrí un grave accidente de tráfico con mi hijo, Chavo. Habíamos dejado Panamá el día anterior rumbo a Argentina para una promoción musical en la que estaba involucrado mi hijo. Quería ayudarle, aunque no estaba muy entusiasmado con el viaje —había planeado ir a Vancouver a ver a mi amigo José Sulaimán, el presidente del Consejo Mundial de Boxeo, e iba a llevar a una de mis hijas, Irichelle, con quien no había pasado mucho tiempo en los últimos años—. Pero Chavo era persistente.
—¡Por favor, papi! —rogaba insistentemente.
—No quiero ir —recuerdo haberle dicho—. Tengo un mal presentimiento. —El vuelo estuvo un poco accidentado. Sacudí mi cabeza—. ¿Que te dije? —le pregunté.
En Buenos Aires, fuimos directamente a un buen restaurante y pasamos la tarde haciendo las cosas que más me gustan: comer, beber, pasar un buen rato. Mi hijo estaba viendo un partido de fútbol en televisión y, ya bastante avanzado, resolvió repentinamente ir a ver el segundo tiempo en vivo; averiguó dónde estaban jugando.
—A la vuelta de la esquina —le dijeron.
—¡Vamos! —exclamó Chavo.
—Olvídalo —le respondí—. Quiero quedarme aquí con mi vino, mi champán y mi churrasco.
—¡Vamos, vamos, vamos!
Lo que entusiasmaba tanto a Chavo era que estaba jugando una estrella del fútbol llamado Ariel Ortega —un centrocampista al que apodaban «El Burrito»—. Yo no sabía mucho sobre él, pero tenía claro que quería quedarme en ese bar y continuar bebiendo champán.
—¡Por favor, papi, por favor! ¡No será lo mismo si no vienes! ¡Quiero que conozcas a El Burrito!
—Tengo a tu burrito acá mismo —dije, agarrándome la entrepierna—. Ve tú solo.
—Sería mucho mejor contigo —aseguró Chavo—. Entraremos más rápidamente.
Así que salimos. Para entonces no sólo había oscurecido, también llovía muy duro. No puedo recordar mucho de lo que pasó pero, antes de llegar al estadio, un coche se estrelló contra nosotros por detrás y ambos coches impactaron contra un muro. ¡Bang! Si nuestro conductor hubiese desacelerado creo que nos habría ido bien, pero mantuvo el pie en el acelerador y el coche comenzó a girar a lo largo de esas anchas calles que tienen en Buenos Aires. Si no hubiéramos chocado con esa barrera, nos habríamos estrellado contra un montón de coches y habríamos muerto allí mismo.
Apoyé mi mano contra el asiento delantero y vi que sangraba abundantemente. Me sentí aturdido. Mi otra mano parecía estar partida. Pero lo peor fue que el hombre que estaba sentado junto a mí voló a lo largo del asiento y me golpeó muy duro. Terminé con un pulmón colapsado y ocho costillas rotas. También sangraba por la boca, lo cual hacía difícil respirar. Por fortuna todo el vino y el champán que había bebido ayudaban a que no me doliera tanto.
Me pusieron un collarín y me llevaron volando al hospital. Cuando llegamos estaba muy aturdido y escuché a uno de los médicos en el corredor gritar:
—¡Tengo el reloj de Durán! ¡Tengo el reloj de Manos de Piedra!
A mí lo que más me preocupaba era mi hijo.
—¿Dónde está Chavo? —gritaba una y otra vez—. ¿Dónde está Chavo?
«Por favor —oré a Dios—, llévame a mí, pero a él no; por favor, a él no». Entonces lo vi, con un tubo intravenoso colgando de su brazo. También estaba herido, pero no tanto como yo, aunque orinó sangre durante tres días.
Sin embargo, en Panamá me mataron. La noticia de que había sufrido un accidente se difundió y, antes de que pudiera decir nada, estaban informando que había fallecido en el accidente. Los rumores sumieron al país en un frenesí. Convencidos de que había muerto, comenzaron a vender suéteres, llaveros, dijes, recuerdos, todo tipo de chucherías con mi nombre o foto en ellas. En el hospital, me cagué de la risa.
Pero para la familia en casa no fue tan gracioso. Al día siguiente del accidente, mi hermano Pototo le abrió la puerta a un vecino que le dijo:
—¿Estás viendo las noticias acerca de tu hermano? Está en condición crítica. —Y desde ese momento habían estado desesperados por recibir noticias. Pototo no supo qué hacer, así que llamó a mi esposa, Fula. Al menos Fula pudo volar a Buenos Aires y calmar a todo el mundo.
Resultó que una de las costillas había perforado mi pulmón, lo cual hizo que tuviera agua en el pulmón, así que los médicos me mantuvieron internado dos días para operarme una vez la contusión y la hinchazón disminuyeran. Y luego me dio una infección.
Más tarde me dijeron que fue entonces cuando tuve un paro cardíaco durante dos o tres minutos.
—Si hubiera sido cualquier otra persona —afirmó el doctor—, habría muerto.
Pero, gracias a Dios, mi buena salud y fuerza física impidieron que muriera.
Cuando recuperé la conciencia, todo era blanco. ¡Chuleta! Pensé que había muerto.
—¿Estoy en el cielo? —exclamé.
—Aún no, Cholo —respondió un anciano a mi lado—. ¡Aún no!
Fue entonces cuando el médico finalmente me dijo la verdad: mi pulmón había sufrido mucho daño y yo debía considerarme afortunado de estar vivo.
—Durán, no más peleas. Tienes que retirarte. —Yo no tenía intención de discutir con los médicos.
El 16 de noviembre por fin pude regresar a casa —casi seis semanas después del accidente— y los médicos me dijeron que necesitaría cuatro meses más para recuperarme completamente. La experiencia fue realmente dura: había llorado del dolor.
Así que, en enero de 2002, me retiré. Supongo que no me molestaba dejar el deporte de esa manera, aunque antes del accidente nunca se me había ocurrido pensar en retirarme, ni siquiera unos meses antes cuando perdí frente a Héctor «Macho» Camacho. Si no hubiera resultado tan malherido en el accidente, no sé si habría seguido peleando. De hecho, lo que probablemente me haya salvado la vida sea haber estado en muy buena forma a raíz de esa pelea con Camacho.
Pero, aunque tenía cincuenta años cuando me retiré, con gusto habría molido a palos a todos los oportunistas del deporte. Lo mismo pasa con los boxeadores hoy en día: Pacquiao, Mayweather, son patéticos. Podría haberles ganado a todos ellos.