Eagleton, Terry
La cultura y la muerte de Dios / Terry Eagleton. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Paidós, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
Traducción de: Fermín Chávez.
ISBN 978-950-12-9564-1
1. Religión . 2. Estudios Culturales. I. Chávez, Fermín, trad. II. Título.
CDD 306.6
Título original: Culture and the Death of God
Publicado originalmente en inglés por Yale University Press
Diseño de cubierta: Gustavo Macri
Todos los derechos reservados
© 2014, Terry Eagleton
© 2017, Fermín A. Rodríguez (por la traducción)
© 2017, de todas las ediciones:
Editorial Paidós SAICF
Publicado bajo su sello PAIDÓS ®
Independencia 1682/1686,
Buenos Aires – Argentina
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Primera edición en formato digital: mayo de 2017
Digitalización: Proyecto451
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ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-9564-1
Para Denys Turner
Prefacio
Todos aquellos que encuentran aburrida, irrelevante u ofensiva la religión no tienen que desalentarse por el título de este libro, que es menos sobre Dios que sobre la crisis ocasionada por su aparente desaparición. Para reconstruir esta cuestión, comienza con el Iluminismo y termina con el surgimiento del islamismo radical y la llamada “guerra contra el terror”. Empiezo mostrando cómo Dios sobrevivió al racionalismo del siglo XVIII y concluyo con su dramática reaparición en nuestra propia época, supuestamente atea. Entre otras cosas, la historia que voy a contar trata sobre el hecho de que el ateísmo no es tan simple como parece.
La religión ha sido una de las formas más potentes de justificación de la soberanía política. Sin duda sería absurdo reducirla a esa función. Si bien ha servido de dócil apología del poder, también ha sido una molestia. Así, Dios ha jugado un rol tan vital en el mantenimiento de la autoridad política que el ocaso de su influencia en un mundo secular no podría ser recibido con ecuanimidad ni siquiera por muchos de aquellos que no han creído en él en lo más mínimo. Desde la razón iluminista hasta el arte modernista, todo un amplio rango de fenómenos se hizo cargo de la tarea de proporcionar formas sustitutas de trascendencia que rellenaran el agujero en el que alguna vez supo estar Dios. Parte de mi argumento es que el más cualificado de todos estos vicarios ha sido la cultura, en el sentido más amplio del término.
Todos estos sustitutos de la religión traían otras cosas entre manos. No han sido meramente formas desplazadas de la divinidad. La religión no ha sobrevivido simplemente adoptando una serie de disfraces ingeniosos, como tampoco se ha secularizado por completo. Así, a pesar del hecho de que el arte, la razón, la cultura tienen una intensa vida propia, también suele recurrirse a ellos para sostener un peso ideológico que invariablemente los desborda. Parte de mi argumento es que ninguno de estos sustitutos de Dios ha sido demasiado plausible. Deshacerse del Todopoderoso ha dado muestras de ser una tarea extremadamente difícil. De hecho, tal vez sea este el aspecto más notable del relato que este libro tiene para contar. Una y otra vez, al menos hasta el advenimiento del posmodernismo, lo que parecía ser un auténtico ateísmo resultaba no serlo.
Otro rasgo que se repite en mi argumento es la capacidad de la religión para unir teoría y práctica, élite y pueblo, espíritu y sentidos, una aptitud que la cultura nunca fue capaz de emular. Este es uno de los varios motivos por los que la religión ha demostrado ser la forma más tenaz y universal de cultura popular, aunque uno no lo sospecharía al hojear tesis universitarias de estudios culturales. La palabra “religión” aparece en dicha literatura con tanta frecuencia como la frase “Debemos proteger los valores de la élite civilizada de las sucias garras del pueblo”. Casi todos los historiadores de la cultura actuales pasan por alto algunas de las creencias y prácticas más vitales de miles de millones de hombres y mujeres simplemente porque no corresponden a su gusto personal. Al mismo tiempo, la mayoría de ellos son fervorosos enemigos de los prejuicios.
Este libro comenzó a tomar vida durante las Firth Lectures de 2012 en la Universidad de Nottingham y quisiera agradecer al profesor Thomas O’Loughlin, que organizó el evento, por ser un anfitrión tan generoso y eficiente. También quiero agradecer a John y Alison Milbank por su amistad y hospitalidad durante mi estadía en Nottingham. Peter Dews y Paul Hamilton leyeron el manuscrito con su habitual agudeza y perspicacia y contribuyeron con algunas sugerencias muy útiles.
1. Los límites del Iluminismo
Las sociedades no se secularizan cuando prescinden de la religión por completo, sino cuando la religión deja de ser un factor de agitación. () En una encuesta británica de 2011, el 61% de los encuestados afirmó tener una religión, pero solo el 29% de ellos declaró ser religioso. Se supone que lo que querían decir era que pertenecían a un grupo religioso, pero que no estaban especialmente preocupados por eso. Jugando un poco con las palabras, podría decirse que, cuando la religión comienza a interferir en tu vida cotidiana, es hora de dejarla. En eso guarda cierta afinidad con el alcohol. Otro índice de secularización es cuando la fe religiosa deja de ser algo vital para la esfera política, no solo cuando disminuye drásticamente la asistencia a la iglesia o cuando los católicos romanos dejan misteriosamente de tener hijos. Esto no significa que la religión se vuelva formalmente algo privado, separado del Estado político; pero, incluso si ese no fuera el caso, la religión se retira del ámbito de lo público y queda reducida a una especie de pasatiempo personal, como criar hámsteres o coleccionar porcelana, con cada vez menos resonancia en la esfera pública. Con tono elegíaco, Max Weber observa que en la era moderna “los valores últimos y más excelsos se encuentran ausentes de la vida pública, ya sea en el reino ultraterreno de la vida mística, ya en la fraternidad de las relaciones humanas directas y personales” (Weber, 1946: 155). Es como si el reino de Dios le diera paso al Círculo de Bloomsbury.
En este sentido, la religión sigue la misma trayectoria que el arte y la sexualidad, los otros dos factores principales de lo que podría llamarse “la esfera simbólica”. Ambos también tienden a pasar del ámbito público a manos privadas a lo largo del desarrollo de la era moderna. El arte que alguna vez alabó a Dios, elogió a un mecenas, entretuvo a un monarca o celebró las hazañas militares es ahora principalmente una cuestión de autoexpresión individual. Aunque no esté confinado en una torre de marfil, no suele hacer negocios en medio del ajetreo de la corte, la iglesia, el palacio o la plaza pública. Al mismo tiempo, el protestantismo encuentra a Dios en lo más íntimo de la vida individual. Cuando es improbable que los artistas, al igual que los obispos, terminen en la horca, podemos estar seguros de que estamos en la modernidad. Ya no son lo suficientemente importantes como para eso. En Inglaterra, después de 1688, era tal el acuerdo entre Iglesia y Estado que las disputas religiosas podían producirse en su mayor parte sin temor a represalias políticas ni pérdida de libertad personal. Ideas que podían ser sediciosas en París circulaban libremente por Londres. El fervor religioso no representaba ninguna amenaza para los fundamentos del Estado. La consigna era pas de zèle . Tampoco los escépticos religiosos tendían a actuar de manera traicionera. De ahí el carácter marcadamente no militante del Iluminismo inglés, que en general se mantuvo cómodamente instalado dentro del establishment político y social.