Introducción
Hace década y media, dos niños de diez años de edad torturaron y mataron a otro de menos de tres en el norte de Inglaterra. Aquello despertó un clamor de horrorizada indignación popular, aunque el porqué de que la gente considerara tan especialmente horrendo ese crimen en particular no está del todo claro. A fin de cuentas, los niños son sólo unas criaturas a medio socializar de las que, de vez en cuando, se puede esperar conductas bastante salvajes. Si hacemos caso a Freud, exhiben un superego o una conciencia moral más débil que la de sus mayores. En ese sentido, resulta sorprendente que tan truculentos acontecimientos no se repitan más a menudo. Tal vez los niños estén asesinándose unos a otros todo el tiempo y lo que ocurre es que, simplemente, se lo tienen muy callado. William Golding, autor sobre cuya obra reflexionaremos en breve, parecía estar convencido, a juzgar por su novela El señor de las moscas , de que un puñado de colegiales solos en una isla desierta, sin supervisión alguna, no tardarían ni una semana en masacrarse unos a otros.
Esto quizás se deba a que estamos dispuestos a creer toda clase de noticias siniestras referidas a los niños porque nos resultan como una especie de raza medio alienígena incrustada en nuestro seno. Como no trabajan, no está claro para qué sirven. No practican el sexo, aunque no es descartable que también eso se lo estén callando. Tienen la rareza de aquellas cosas que se parecen a nosotros en ciertos aspectos, pero no en otros. No es difícil, entonces, fantasear incluso con la idea de que estén conspirando colectivamente contra nosotros, como los protagonistas de la fábula Los cuclillos de Midwich , de John Wyndham. Como los niños no forman del todo parte del juego social, pueden ser vistos como seres inocentes; pero justamente por esa misma razón, también pueden ser considerados engendros de Satanás. Los victorianos oscilaban constantemente entre una visión angélica y otra demoníaca de su propia prole.
Uno de los agentes de policía que se ocuparon del caso del pequeño asesinado declaró que, desde el mismo momento en que vio por primera vez a uno de los culpables, supo que estaba en presencia de alguien malvado. Pero ésa es la clase de comentario que da al mal su conocida reputación negativa. Lo que se pretendía demonizando literalmente al muchacho de aquella manera era coger desprevenidos a los «progres» de corazón blando. Se trataba de un ataque preventivo contra quienes pudieran apelar a las condiciones sociales a la hora de intentar comprender por qué aquellos dos niños habían hecho algo así. Y semejante comprensión siempre puede desembocar en el perdón o en una excusa. Calificando la acción de malvada, se venía a decir que estaba fuera del alcance de todo entendimiento. El mal es ininteligible. Es algo único en sí mismo: como subir a un tren de cercanías abarrotado ataviado únicamente con una boa constrictor gigante. No hay contexto alguno que lo haga explicable.
El gran antagonista de Sherlock Holmes, el diabólicamente malvado profesor Moriarty, es presentado por su autor como alguien carente casi por completo de tal contexto. Pero resulta significativo que Moriarty sea un apellido originario de Irlanda y que Conan Doyle escribiera en una época en la que existía gran inquietud en torno al fenianismo revolucionario irlandés en Gran Bretaña. Tal vez los fenianos le recordaran a Doyle a su propio padre, nacido en Irlanda, borracho y violento, que acabó recluido en un manicomio. De este modo, convertir a alguien apellidado Moriarty en una imagen del mal puro es probablemente más explicable de lo que parecería a simple vista. Aun así, sigue siendo habitual que el mal sea algo a lo que no se le suponen pies ni cabeza. Un obispo evangélico inglés escribió en 1991 que entre los síntomas evidentes de que una persona era objeto de una posesión satánica estaban reírse de forma inapropiada, hacer gala de algún tipo de conocimiento inexplicable, esgrimir una sonrisa falsa, ser de ascendencia escocesa, tener parientes que hubieran sido mineros del carbón y elegir habitualmente el negro como color de ropa o de coche. Nada de eso tiene sentido, pero eso mismo es lo que podemos decir del mal en general. Cuanto menos sentido tiene, más malvado es. El mal no guarda relación con nada que esté más allá de sí mismo, ni siquiera (por ejemplo) con una causa.
De hecho, la palabra ha pasado a significar, entre otras cosas, «sin causa». Si los asesinos infantiles hicieron lo que hicieron por aburrimiento o por vivir en viviendas inapropiadas o por la negligencia de sus padres, entonces (quizás temiera aquel agente de policía) sus actos fueron consecuencia necesaria de sus circunstancias, de lo que se deduciría que, en ese caso, no podrían ser castigados por ello con tanta severidad (como él habría deseado). Esto implica de forma errónea que una acción que tenga una causa no puede realizarse libremente. Así vistas, las causas constituyen formas de coerción. Si nuestras acciones no tienen causas, no somos responsables de ellas. Yo no puedo responsabilizarme de partirle a alguien un candelabro en la cabeza, porque fue su golpecito recriminatorio en mi mejilla el que provocó mi reacción. El mal, sin embargo, se concibe como algo carente de causa o como algo que es su propia causa. Éste, como veremos, es uno de sus diversos puntos de similitud con el bien. Aparte del mal, sólo de algo como Dios se dice que sea la causa de sí mismo.
En la opinión del policía hay cierta tautología o cierto argumento circular implícito. Las personas hacen maldades porque son malas. Algunas personas son malas del mismo modo que algunas cosas son de color añil. Cometen sus maldades no para alcanzar un objetivo, sino simple y únicamente por la clase de personas que son. Pero ¿acaso no podría significar eso que no pueden evitar hacer lo que hacen? Para el policía, la idea del mal supone una alternativa a semejante determinismo. Pero, de ese modo, parece que no hacemos más que descartar un determinismo ambiental y lo sustituimos por un determinismo del carácter: ahora es nuestro carácter y no nuestras condiciones sociales lo que nos empuja a cometer actos incalificables. Y, aunque es fácil imaginarse un cambio en el ambiente o en el entorno (erradicación de viviendas insalubres, construcción de locales y clubes para jóvenes, expulsión de los traficantes de drogas del barrio), cuesta bastante más imaginar una transformación tan absoluta en el ámbito del carácter humano. ¿Cómo podría yo transformarme por completo y seguir siendo yo mismo? Pero, si diera la casualidad de que yo fuera alguien malvado, mi único remedio no pasaría más que por tan profundo e improbable cambio.
Así pues, las personas que piensan como el policía son, en realidad, pesimistas, aun cuando, con toda probabilidad, se irritarían bastante al oír una acusación así. Si nos enfrentamos a Satán y no a unas condiciones sociales adversas, el mal parecerá imposible de derrotar. Y éstas son noticias ciertamente deprimentes para (entre otras personas) la policía. Calificar a esos dos niños de malvados dramatiza la gravedad de su crimen y busca frenar en seco cualquier apelación bondadosa al papel de las condiciones sociales. Dificulta el perdón para los culpables, sí, pero a costa de sugerir que esa clase de conducta maligna jamás desaparecerá.
Ahora bien, si los asesinos infantiles del pequeñín no pudieron evitar su maldad, lo cierto, entonces, es que eran inocentes. En general, la mayoría de nosotros reconocemos que los niños pequeños tienen la misma capacidad de ser malvados que de divorciarse o suscribir acuerdos de compraventa, es decir, ninguna. Pero siempre hay quienes creen en la malignidad de una estirpe o en la malevolencia de los genes. Pero si de verdad hay personas que son malas de nacimiento, no son más responsables de semejante condición que de haber nacido aquejadas de fibrosis quística. La condición que supuestamente los condena es también la que los redime. Lo mismo sucede cuando se considera a los terroristas como unos psicóticos, término que el principal asesor de seguridad del gobierno británico ha empleado para referirse a ellos, lo que nos lleva a preguntarnos si este hombre es el adecuado para el puesto que ocupa. Si los terroristas están realmente locos, entonces ignoran lo que están haciendo y, por lo tanto, son moralmente inocentes. Se les debería dispensar atención psiquiátrica en centros adecuados, y no mutilar sus genitales en prisiones secretas de Marruecos.