Akal / Pensamiento crítico / 25
Slavoj Žižek y Boris Gunjević
El dolor de Dios
Inversiones del Apocalipsis
Diseño de portada
RAG
Traducción
Francisco López Martín
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Título original
God in Pain. Inversions of Apocalypse
Publicado originalmente por Seven Stories Press, Nueva York (EEUU), 2012
© Slavoj Žižek y Boris Gunjević, 2013
© Ediciones Akal, S. A., 2013
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-3867-2
Introducción
La mistagogía de la revolución
Boris Gunjević
El camino del hombre honrado está por todas partes rodeado por las iniquidades de los egoístas y la tiranía de los malvados. Bendito aquel que, en nombre de la caridad y la buena voluntad, guía a los débiles por el valle de las sombras, porque en verdad es el guardián de su hermano y el que encuentra a los niños perdidos. Con terrible venganza y furiosa ira caeré sobre aquellos que intenten envenenar y destruir a mis hermanos. Y sabrán que yo soy el Señor cuando ejecute en ellos mi venganza.
Ezequiel 25, 17
En su primera versión, este libro consistía en una recopilación de materiales inéditos procedentes de un debate sobre 'La monstruosidad de Jesucristo' mantenido entre Slavoj Žižek y John Milbank. Después de que Bog na mukama ('El dolor de Dios') apareciera en croata en 2008, algunos amigos nos animaron a publicarlo en los Estados Unidos. Con ese fin, Žižek ofreció varios ensayos nuevos, y esos cambios alteraron hasta cierto punto el concepto del libro, aunque no su sustancia. El proyecto se concibió no como una polémica, sino como una reflexión, una conversación entre un filósofo y un teólogo, un psicoanalista y un sacerdote, que, a primera vista, nada tienen en común.
Vivo y escribo en una frontera. Esta frontera –entre el Este y el Oeste, los Balcanes y el Mediterráneo, Europa occidental y Europa oriental– ofrece una perspectiva específica sobre la teología, acerca de la que he escrito en otra parte . Desde el constructo ideológico conocido como transición (nada más que una ocasión para una violencia y un pillaje de proporciones bíblicas, so capa de la salvaguarda de los intereses nacionales y los valores tradicionales) y desde un lugar en el que católicos, ortodoxos, musulmanes y judíos han vivido durante siglos en un conflicto soterrado, me gustaría hablar junto a esos individuos y movimientos violentamente arrojados a los márgenes del discurso, apartados de la historia a su periferia, allí donde la historia se mofa de toda geografía. En esta parte del mundo no han faltado esa clase de movimientos e individuos heterogéneos: corrientes heréticas como los bogomilos, los patarenos, los cristianos bosnios, los apostólicos, los seguidores de John Wycliffe, las sectas anabaptistas radicales o movimientos heteróclitos como los sacerdotes glagolíticos, los husitas, los calvinistas y los luteranos, entre los que me cuento. Su teología, si es que existe, está escrita con sangre. La frontera en la que vivo, en un terreno 'intermedio', ha acogido y protegido en un periodo de tiempo relativamente breve (y digo esto con no poco orgullo) a dos auténticos aspirantes a Mesías, que se sintieron como en casa en este rincón psicogeográfico del mundo. El primero fue fray Dulcino, un mesías y progenitor de los franciscanos radicales conocidos como los Hermanos Apostólicos, que vivió en Split y Ulcinj, dos ciudades situadas en la costa adriática. El segundo, más conocido, fue Sabbatai Zevi, un converso al islam, un mesías judío que practicó la fe judía en secreto hasta su repentina muerte entre los legendarios piratas de Ulcinj.
Esta zona fronteriza, este ámbito 'intermedio', es una manifestación del sistema de coordenadas que estoy estableciendo entre dos historias. La primera tiene relación con el discurso de Lenin en el Congreso de Trabajadores del Transporte de Todas las Rusias de 1921; la segunda, con el comentario de Boccaccio de un sueño sobre Dante. Este libro surgió en un hueco dentro del sistema de coordenadas, hueco que puede perfilarse por medio de estas historias sin relación aparente.
I
Antes de comenzar uno de sus habituales discursos enardecedores, Lenin se dirigió a los trabajadores del transporte con un comentario digno de mención. Mientras cruzaba la sala, en la que se habían reunido más de mil asistentes al congreso, había visto un cartel con el eslogan 'El reino de los trabajadores y los campesinos durará eternamente'. No era de extrañar –dijo Lenin– que el cartel estuviera 'apartado en un rincón': los trabajadores que lo habían redactado seguían –en general– sin tener claros los fundamentos del socialismo incluso tres años y medio después de la Revolución de Octubre. Tras la batalla final y decisiva –explicó–, no habría una división entre los trabajadores y los campesinos, pues todas las clases sociales quedarían abolidas. Mientras hubiera clases, habría revolución. Aunque se hubiera relegado el cartel a un rincón, los eslóganes más difundidos manifestaban una evidente falta de comprensión. Pocos trabajadores entendían contra qué o contra quién libraban una de las últimas batallas decisivas de la revolución. Lenin había ido al congreso para hablar precisamente sobre esa cuestión.
¿Qué tiene de destacable esta digresión introductoria? En primer lugar, Lenin no reparó en que el mensaje del cartel podía entenderse en un sentido más atrevido. Podemos interpretarlo como una forma de subversión teológica. La idea de que el reino de los trabajadores y los campesinos no tendrá fin y será eterno no procede de la ontología del materialismo, para la que la materia es eterna. No, es una fórmula claramente teológica, enunciada e invocada por la existencia del credo niceno-constantinopolitano, uno de los documentos cristianos más importantes que se han escrito. El credo es una regla de la fe y la práctica cristianas con la que los trabajadores parecían familiarizados, probablemente como parte de la herencia de la Rusia prerrevolucionaria. Desde luego, el cartel deja claro que no habían comprendido el sentido de la revolución. En eso, Lenin tenía razón. Sin embargo, Lenin no entendió completamente en qué radicaba el error de aquellos hombres.
Lenin estaba convencido de que, para convertir a los trabajadores del transporte en un proletariado auténtico al servicio de la revolución, había que decirles lo que tenían que pensar y hacer. Había que poner la filosofía de la revolución al servicio de un proletariado que no la comprendía. Para demostrarlo, basta con pensar en el momento más trágico de la Revolución rusa: la rebelión de Kronstadt, que Lenin deplora un poco después en su discurso. El aplastamiento de la rebelión no fue sino una ofensiva del partido contra aquellos a los que había que eliminar a toda costa, es decir, los que no estaban de acuerdo con Lenin. Sin duda, Georg Lukács tiene razón cuando afirma que cualquiera que sea la conclusión a la que lleguen los teóricos del discurso revolucionario mediante sus poderes intelectuales y su trabajo espiritual, el proletario estará ya ahí lisa y llanamente porque es miembro del proletariado (por supuesto, siempre y cuando recuerde cuál es su verdadera clase social y asuma las consecuencias que de ello se derivan). Dicho de otro modo, Lukács nos advierte de la superioridad ontológica del proletariado sobre los intelectuales, que ocupan el plano óntico de la revolución, aunque se pueda tener la impresión opuesta. Los trabajadores que participan directamente, desde el principio hasta el final, en el proceso de producción –con ayuda de una camaradería genuina y en una vida de 'comunidad espiritual', como dice Lukács– son los únicos capaces de cumplir la misión de movilizar las fuerzas revolucionarias en un proceso ajeno a las intrigas, al afán de ascenso social o a la burocracia. Dichos trabajadores reconocen y apartan a los oportunistas y los bribones, y alientan a los indecisos . Al explicar en su discurso a los trabajadores del transporte lo que deben pensar y cómo deben obrar, Lenin hace todo lo contrario.
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