Collage sobre la crónica latinoamericana del siglo veintiuno
Darío Jaramillo Agudelo
Una advertencia
La crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica. Sin negar que se escriben buenas novelas, sin hacer el réquiem de la ficción, un lector que busque materiales que lo entretengan, lo asombren, le hablen de mundos extraños que están enfrente de sus narices, un lector que busque textos escritos por gente que le da importancia a que ese lector no se aburra, ese lector va sobre seguro si lee la crónica latinoamericana actual.
A Mario Jursich, el director de El Malpensante, le oí decir que, después del boom de la narrativa latinoamericana de los años sesenta y setenta del siglo pasado, se dieron intentos de fabricar un fenómeno parecido a ese boom de Onetti y Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, etcétera y etcétera. Para ese reencauche, se utilizaron las clonaciones («el nuevo Julio Cortázar»), se utilizaron los números (los 39 menores de 39), se apeló a las parodias (mac-ondo). Y, a pesar de que existen materiales interesantes y autores valiosos que figuran en esos momentos, el intento de reciclar el boom no pasó de la etapa de plan de mercadeo a la de auténtico boom .
Acaso para que ese nuevo auge se produjera de nuevo, lo que se necesitaba era que no se pareciera en nada al fenómeno de hace cincuenta años: que cambiara el modelo de lector, que cambiara el arquetipo de la escritura y, por lo tanto, que las técnicas de los escritores fueran diferentes. Tal cosa parece estar ocurriendo con la crónica en nuestro continente. Los cronistas latinoamericanos de hoy encontraron la manera de hacer arte sin necesidad de inventar nada, simplemente contando en primera persona las realidades en las que se sumergen sin la urgencia de producir noticias.
Entrados en el siglo veintiuno, la crónica latinoamericana ha creado su propio universo, una extensa red de revistas que circulan masivamente y que se editan en diferentes ciudades del continente. Hay una abundante producción de crónicas en forma de libros que pasan rápidamente a figurar en las listas de los más vendidos. Hay autores reconocidos en el mundo de la crónica, hay encuentros de cronistas, hay premios de crónica.
Este libro reúne a los autores más notables y algunos de sus trabajos más atractivos, más asombrosos. Si el lector busca entretenerse, informarse o contagiarse de ritmos narrativos diversos, de hechos y personajes extraños, bien puede saltarse este prólogo de presentación del tema, de su historia y de sus características.
Un género con historia
Carlos Monsiváis define la crónica como la «reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas». Me gusta comenzar con el nombre de Monsiváis. Es empezar con la invocación de uno de los padres fundadores del periodismo narrativo latinoamericano del siglo veintiuno. De encima, es él uno de los historiadores de un cuento que comienza con las crónicas de los conquistadores españoles, un cuento que tiene sus alzas y sus caídas.
Después de las crónicas de los conquistadores, la siguiente cima de esta historia se encuentra en los cuadros de costumbres que pueblan buena parte del siglo diecinueve. Y enseguida están las crónicas de los modernistas. Anota Daniel Samper Pizano que «la crónica modernista es muy, pero muy distinta a la crónica narrativa. Aquélla está representada por notas de corte poético-filosófico-humorístico-literario, rara vez más extensas que una cuartilla o una cuartilla y media, y ésta corresponde al relato tipo reportaje. La diferencia es la misma que separa a Luis Tejada y Alberto Salcedo, o a Amado Nervo y Villoro» .
Después del auge modernista, la crónica permanece casi a escondidas durante una época en que la noticia escueta y la prisa informativa se convierten en dogma excluyente del periodismo. Ni siquiera en los tiempos en que los modernistas escribían, la crónica alcanzó a ocupar el centro de la escena. Y llegaron a ser cuestionados: «El periodismo y las letras parece que van de acuerdo como el diablo y el agua bendita», decía un comentarista de La Nación en 1889. Es necesario precisar que este comentario iba contra las crónicas anteriores al modernismo, pues el auge de la crónica modernista, que sí logró mezclar periodismo y letras, fue posterior. Hasta decenios después cuando, eso sí, forzada a encontrar su propio territorio, la crónica, que permanecía larvada, renace a través de libros y de la publicación fragmentada en varias entregas en periódicos y revistas que no consideran posible la publicación de un texto largo de una sola vez.
Es en ese momento cuando aparecen los clásicos modernos de la narrativa periodística latinoamericana de hoy. García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis forman parte de ese parnaso de padres (¡y madres!) fundadores reconocidos en todo el continente, para no hablar de pequeños dioses locales que escribieron excelsas crónicas durante la segunda mitad del siglo veinte, como Homero Alsina Thevenet y Enrique Raab en el Río de la Plata o Germán Castro Caycedo, Daniel Samper Pizano y Alfredo Molano Bravo en Colombia o los simpares Ana Lydia Vega y Luis Rafael Sánchez en Puerto Rico. Esos dioses locales han sido importantes siempre: cada país tiene sus propios autores de cuadros de costumbres durante el siglo diecinueve y sus celebridades locales durante el modernismo.
En algunos países, como Argentina, la crónica es la columna vertebral de toda su historia literaria: así lo plantea Tomás Eloy Martínez en su nota introductoria a Larga distancia, un libro de narraciones periodísticas de Martín Caparrós: «La crónica es, tal vez, el género central de la literatura argentina. La tradición literaria parte de una crónica magistral, el Facundo. Otros libros capitales como Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla; Martín Fierro, de Hernández; En viaje, de Cané; La Australia argentina, de Payró; los Aguafuertes de Arlt; Historia universal de la infamia y Otras inquisiciones de Borges; los dos volúmenes misceláneos de Cortázar ( La vuelta al día... y Último round ); y los documentos de Rodolfo Walsh son variaciones de un género que, como el país, es híbrido y fronterizo».
La fundación también ocurre desde fuera del idioma, con los nombres santos del nuevo periodismo norteamericano, como Capote, Mailer, Talese, Thomas Wolfe, desde antes, el padre reconocido de la crónica narrativa en Estados Unidos, John Hersey, con su Hiroshima, que aparece en agosto de 1946 en The New Yorker; con algunos ejemplares cronistas europeos, como Oriana Fallaci, Günther Walraff y Ryszard Kapuchinski; con una latinoamericana que escribe en inglés, Alma Guillermoprieto. Y, desde siglos antes, la presencia del Daniel Defoe de Diario del año de la peste.
No cabe duda que con semejantes antecedentes, de García Márquez a Truman Capote, de Monsiváis a Wolfe, de Elena Poniatowska a Oriana Fallaci, estaba dado el caldo de cultivo para que el periodismo narrativo latinoamericano creara sus territorios para desarrollarse y para adquirir sus propias características. Esos territorios son las revistas. Perogrullo: hoy en día hay muy excelentes cronistas en nuestro continente porque hay muy buenas revistas de crónicas que recogen sus trabajos: Etiqueta negra (Perú), Gatopardo (que comenzó en Colombia y ahora existe en Argentina y México), El Malpensante y Soho (Colombia), lamujerdemivida y Orsái (Argentina), Pie izquierdo (Bolivia), Marcapasos (Venezuela), Letras Libres (México), The Clinic y Paula (Chile). Y, como sucedió durante el auge editorial de México y Argentina con la notoriedad de los escritores, aquí la localización de las revistas determina la mayor concentración de temas y de autores.