«Cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.»
Este ensayo propone un recorrido por la evolución de la novela en Latinoamérica, desde el descubrimiento del continente hasta nuestros días. Quienes emprendan esta ruta hallarán en ella a las grandes figuras de la novela latinoamericana y sus temas constantes: la naturaleza salvaje, los conflictos sociales, el dictador y la barbarie, la épica del desencanto, el mundo mágico de mito y lenguaje, pero sobre todo su vocación de canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas entrometidas unas en las otras, como lo son las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros. Literatura de textos prestados, permutados, mímicos, payasos. Textos en blanco, asombrados entre el desafío del espacio de una página, lenguaje que habla del lenguaje, de Sor Juana y de Sandoval y Zapata, a José Gorostiza y a José Lezama Lima.
Obra de referencia y materia de estudio, este ensayo es una lección magistral de literatura y prueba de que, en efecto, «el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir».
Carlos Fuentes
La gran novela latinoamericana
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Carlos Fuentes, 2011
Diseño de portada: Leonel Sagahón
Editor digital: ultrarregistro
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A Silvia, mi mujer.
A Cecilia, Natasha
y Carlos, mis hijos
CARLOS FUENTES (1928-2012), hijo de diplomático, pasó su infancia en diversos países, y ya en México, se licenció en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, estudiando después Economía en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra. Fue delegado de México en numerosos organismos internacionales y desde 1972 a 1976 embajador de su país en Francia. Destacó como profesor en las universidades de Princeton y Columbia, y catedrático en las de Harvard y Cambridge. Gran aficionado al cine, escribió varios guiones cinematográficos. Durante toda su vida colaboró en periódicos y revistas de ambos lados del Atlántico. Entre otros honores, fue Doctor Honoris Causa por numerosas universidades, miembro de la Legión de Honor, Medalla de Isabel la Católica, y recibió importantes premios como el Miguel de Cervantes en 1987 y el Príncipe de Asturias de las Letras en 1994.
Carlos Fuentes falleció el 15 de mayo de 2012 a los 83 años de edad en la Ciudad de México.
1. Advertencia pre-ibérica
Un notable moralista mexicano, Mario Moreno «Cantinflas», le dijo en cierta ocasión a un señor con el que discutía: «Pero oiga, mire nomás, ¡qué falta de ignorancia!».
Cantinflas era un maestro de la paradoja, pero su broma contenía una gran verdad. Existe una cultura no escrita que se manifiesta en la memoria, la transmisión oral y el cultivo de la tradición. En el habla de todos los días. Para conocerla —Cantinflas tiene razón— hace falta un poco de ignorancia.
El filósofo español José Ortega y Gasset, a principios del siglo XX , llevó a cabo una encuesta entre campesinos andaluces, que no sabían leer ni escribir, llegando a una conclusión: «¡Qué cultos son estos analfabetas!». Lo mismo podría decirse, hoy, de muchos grupos indígenas y campesinos de indo-afro-hispano América: ¡Qué cultos son estos analfabetas!
La «ignorancia» alabada por Cantinflas acaso sea sinónimo de «sabiduría» no escrita —ancestral-tradicional—. «Ignorante» para nosotros, es «sabia» en tanto cultura dicha, no registrada, memoriosa, que somos nosotros quienes la ignoramos.
Digo lo anterior para dejar sentado, de arranque, que la aproximación a la palabra no puede ser excluyente o restrictiva. La lengua es como un río caudaloso a veces, apenas un arroyo otras, pero siempre dueño de un cauce —la oralidad, el «¿Te acuerdas?», «Buenos días», «Te quiero mucho», «¿Qué hay para cenar?», «Nos vemos mañana»—. Toda esta profusa corriente de la oralidad corre entre dos riberas: una es la memoria, la otra es la imaginación. El que recuerda, imagina. El que imagina, recuerda. El puente entre las dos riberas se llama lengua oral o escrita.
Quisiera darle la mayor amplitud posible a la literatura porque con demasiada frecuencia la limitan y empobrecen las restricciones ideológicas, cuando no la persiguen y excluyen las tiranías políticas.
Las literaturas del continente americano se inician (y se perpetúan) en la memoria épica, ancestral y mítica de los pueblos del origen. América —el hemisferio occidental— fue una vez un continente deshabitado. De origen asiático o polinesio, la población indígena del hemisferio dijo nuestra primera palabra. Rememoró la creación del mundo en el Popol Vuh y la destrucción del mundo en el Chilam Balam. En medio se escucharon hermosos cantos de amor y enseñanza y acentos bélicos de combate y sangre.
Estas palabras se han prolongado en la literatura oral, de los indios pueblos del norte a los mapuches del sur. Su ritmo, su recuerdo, acaso su melancolía, subyacen en la literatura en castellano de América, cuyo signo es la escritura, en contraste con la oralidad prevalente en los mundos previos a Colón y Vespucio.
José Luis Martínez exploró la multiplicidad de sus culturas y lenguas, así como sus temas centrales, anteriores a la llegada de los europeos, empezando por Alaska: esquimales cercanos a la creación de la Tierra y los astros, y a las interrogantes, ya, sobre el origen y la muerte. Los kutenais de Canadá y sus cantos al Sol y a la Luna. Los nez-percé de Oregón y los pawnees de Nebraska y Kansas, religiones de matrimonios espectrales y de hijos pródigos. Los natchez de Luisiana y la creación del mundo. Los navajos de Arizona y la tensión entre caminar o permanecer.
Y ya en lo que hoy es México, los coras de Nayarit, donde la Semana Santa y la figura de Cristo se han transformado en celebraciones de la creación del mundo y el Dios creador anterior al mundo. Los tarascos de Michoacán y la muerte de los pueblos. Los mixtecos de Oaxaca y el origen del mundo (preocupación constante de los pueblos cercanos aun al principio de las cosas). Los cunas en Panamá, aprendiendo a llorar, y en América del Sur, los chocos colombianos y la memoria del Diluvio Universal, los chasis y las leyendas del sueño, los záparos brasileños y la reacción de los animales de la selva. También en Brasil, los ñangatú —la danza y el amor—, los mapuches chilenos y la rebeldía de los hijos de Dios. Los guaraníes del Paraguay y el recuerdo del primer padre.
Todos ellos al lado de las grandes culturas protagonistas. Los toltecas y los nahuas en el México central y en la costa del Golfo los primeros, los olmecas, provisionalmente desplazados al museo de antropología de Xalapa (Veracruz). Los mayas en Yucatán y los quechuas en Perú y el altiplano.
Oralidad y corporeidad, arquitectura y música: tales fueron, nos indica Enrique Florescano, los instrumentos de su cultura y de la transmisión de la misma. Y si llegaron hasta nosotros, es porque intuyeron el poder hereditario y de supervivencia de lengua, cuerpo y mirada.