Para Ángel Martínez Álamo,
nuestro abuelo y profesor de Historia de España.
Para Pilar Castellanos Mayordomo,
nuestra abuela y traductora de la existencia.
ISBN de su edición en papel: 978-84-414- 3874-3
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© 2018. María Lara y Laura Lara.
© 2018. Editorial EDAF, S.L.U., Jorge Juan 68. 28009 Madrid (España) www.edaf.net
Primera edición en libro electrónico (epub): junio 2018
ISBN: 978-84-414- 3878-1 (epub)
Conversión a libro electrónico: Midac Digital
Todo está perdido cuando los malos
sirven de ejemplo y los buenos, de burla.
Demócrito
Todo tiene su estación y todo propósito un momento bajo el cielo:
un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para sembrar y un tiempo para recoger lo que se ha plantado.
Eclesiastés
Los hispanos tienen preparado el cuerpo para la abstinencia y la fatiga, y el ánimo para la muerte: dura y austera sobriedad en todo.
Pompeyo Trogo
EL DESPACHO DE LA HISTORIA
S I NOS PIDIERAN RESUMIR EN DOS ACTIVIDADES la compleja jornada del oficio del historiador o de la historiadora, destacaríamos: la investigación, a modo de detective, que realiza sobre las fuentes de la memoria, y la crónica que, como espectador, ofrece de las edades transcurridas. Todo ello manejando compás, telescopio, lupa y pluma desde el sillón del tiempo.
En tales procesos discursivos no resulta extraño que, de repente, surja en el escritor la empatía con ciertos personajes, aunque la distancia entre el sujeto que narra y aquel del que habla viene marcada, generalmente, por la alteridad de los contextos, o por el crecimiento de la historiografía, aportando nuevos enfoques económicos, sociales o culturales a unos fenómenos anteriormente solo cifrados como políticos.
Lo más llamativo es que, en tanto en cuanto cualquier materia —académica o profana— tiene un pasado por contar, en su día a día el historiador se mimetiza con un sinfín de profesiones: entre la comisaría de policía y el telón del teatro, pero también la Historia tiene mucho de salón de plenos, de laboratorio, de cuartel, de hospital, de gimnasio…
En ese despacho maravilloso, imaginario pero real, en el que trabaja el historiador —hombre o mujer—, se agolpan sobre mesas, sillas y alféizares los códices antiguos, también los legajos escaneados, las fotografías de los vestigios arqueológicos, las grabaciones de las canciones y los testimonios literarios. Al fondo, en sintonía con el palpitar, una ventana abierta a la naturaleza. Y, cerca del ordenador, la gramola para escuchar los sonidos enlatados.
Sin ocupar metros cuadrados de superficie habitable, en las paredes dialogan los entes que, por voluntad propia o del artista, coparon el centro de las pupilas y fueron retratados. El pintor anónimo de los bisontes desconocía que su creación iba a ser estudiada, sin embargo, sin pretenderlo, prolongó su estirpe cazadora a partir de un pigmento extendido con donaire sobre el abrigo cántabro. Otros, como Velázquez y Goya, pudieron intuir que no morirían del todo, que alguien se acordaría de ellos; fueron artistas de cámara, aunque la pugna por la cruz de Santiago o la desesperación sorda ante la etiqueta de afrancesado consumieran parte de sus estímulos.
Breviario de historia de España se convierte en una ópera donde cada cual ocupa su sitio: desde el patio de butacas, con antifaz o a cara descubierta, el sujeto asciende peldaños en función del mérito que nunca le reconocieron, o desciende escalas hacia el foso de las tramoyas si el análisis de los acontecimientos desvela que una cosa fue la realidad y otra cómo nos la presentaron.
Porque, aunque este «despacho» de la Historia no tiene que ver en absoluto con el «despecho» —pese a la casi total identidad gráfica entre los dos vocablos—, hemos de recalcar que 2+2 no son siempre 4 en la aritmética histórica que brota de la misma existencia. La vida es un eterno peregrinar a ciegas, pero sabido es que, en todo país y edad, el egoísmo resta, la envidia cercena, la salud iguala, la simpatía multiplica y el reconocimiento une.
Componen el reparto de este libro los pícaros que comen fruta de estío y la soberana que posa con manto a caballo, la linda maestra condenada por bruja y el maestro depurado por instruir en libertad. Ahí están: Argantonio de Tartessos y sus cuentas —de collar y financieras— con los griegos; Viriato y las emboscadas contra los romanos; Teodosio y los estertores del Imperio; los visigodos ante los mahometanos en el año 711; el Cid en su trato diplomático con las taifas; Boabdil y la reina Isabel mirando Granada entre suspiros de moro y joyas legendarias…
El elenco de personajes continúa en el friso cronológico: Las Casas denunciando la explotación de los indios; Hernán Cortés en Tenochtihlan; Cervantes, «el manco de Lepanto», celoso por el vendaval suscitado por Lope de Vega; Carlos II entre exorcismos y el déspota ilustrado Carlos III bajo la luz de la razón…
Y, por cierto umbral neoclásico, a ellos se acoplan como agentes, el Empecinado, defendiendo el honor ante los franceses con el desagradecimiento de Fernando VII; los liberales, trazando caricaturas o preparando maletas; el ejército, resistiendo en Cuba con el traje de rayadillo; los carlistas, pugnando por «Dios, la Patria y el Rey», el falangista mirando al sol cara a cara, los republicanos del Cuartel de la Montaña o nuevamente los niños, en este punto de 1936, en un año sin melón en Madrid, sin bicicletas y casi sin verano.
Dejando atrás el temor al inquisidor que controlaba todas las preguntas y formulaba a menudo la inmensidad de las respuestas, con estos buenos confidentes dejamos abierta la puerta a la sorpresa. Porque contradiciendo a Marx, quien sostenía que «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos», nosotras creemos a pies juntillas que la Historia es un apasionante relato capaz de estimular, con el recuerdo de los difuntos, la mente de los vivos.
Ahora que, en la segunda década del tercer milenio, moramos en una España plural, de opinión repartida, donde los pactos son precisos para formar Gobierno, se nos antoja comparar esta sociedad con la estructura segmentaria de los árabes y beréberes que entraron en la Península Ibérica y se afincaron hasta 1492, con ocho siglos de batallas y mestizaje de por medio.
Dar tiempo al Tiempo constituye una sabía lección: contar hasta 10 o hasta 1000, crear metafóricos bisiestos que sumen ecuanimidad al rastreo de los hechos. Lo que está constatado en la historia de España es que rara es la vez en que la unión no haga la fuerza: estaba cantado que sucumbieran los godos con una monarquía electiva; en contraste también podía predecirse, pese a la incertidumbre del riesgo vital, que la coalición de reyes cristianos triunfaría en Las Navas en 1212 frente a los almohades. Por poner dos ejemplos.
Vencedores y vencidos, todos los pueblos atraviesan estos dos roles. Hubo llanto en Numancia ante las legiones. Sin embargo, la romanización siguió su curso y, aunque celtas, celtíberos, iberos, etc., tocaron a su fin, en lo sucesivo los españoles rememoramos a aquellos locos y sabios romanos como los introductores de Iberia en la Historia de Occidente. Porque hasta entonces éramos Protohistoria, una etapa ágrafa en la que, como hasta el siglo XX, la carta a la novia durante la mili la tenía que escribir o leer, en vez del enamorado, el alférez, el terrateniente, el bachiller o el cartero.
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