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Eduardo González Calleja - La España del siglo XX

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La España del siglo XX: resumen, descripción y anotación

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Esta obra, básicamente un acercamiento a la historia de la España del siglo XX, intenta solucionar numerosos problemas que se les plantean a estudiantes y docentes universitarios cuando abordan esta asignatura u otras relacionadas con nuestra historia contemporánea. Nace de la experiencia docente directa de los autores y las cuestiones y retos que les han planteado sus alumnos, en muchos casos poco o nada familiarizados con la historia de España del siglo pasado.

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Eduardo González Calleja Carlos María Rodríguez López-Brea Rosario Ruiz Franco - photo 1

Eduardo González Calleja

Carlos María Rodríguez López-Brea

Rosario Ruiz Franco

Francisco Sánchez Pérez (coord.)

La España del siglo XX

Síntesis y materiales para su estudio

Índice Primera parte El reinado de Alfonso XIII y la crisis de la monarquía - photo 2

Índice
Primera parte
El reinado de Alfonso XIII y la crisis de la monarquía
1. Del Desastre a la Primera Guerra Mundial, 1898-1914
1. Luces y sombras del sistema de la Restauración

El cuarto de centuria anterior al inicio del siglo XX contempló la creación, consolidación y primeras dificultades del régimen político de la Restauración, que hasta la fecha ha sido el más longevo de la historia contemporánea de España. La Restauración no supuso solamente el retorno de la dinastía borbónica destronada en septiembre de 1868, sino también y sobre todo la consolidación de un duradero pacto entre las élites liberales que se habían disputado el poder a lo largo de la era isabelina y el Sexenio Democrático. El político malagueño Antonio Cánovas del Castillo, artífice del nuevo régimen, procedía del ala puritana o templada del partido moderado, había redactado el manifiesto revolucionario de Manzanares el 7 de julio de 1854 y poco más tarde ingresó en la Unión Liberal. Después de tres décadas de experiencia en las luchas políticas, rechazaba el monopolio del poder por un partido y las situaciones de fuerza que habían sido impuestas frecuentemente por medio de pronunciamientos militares. Su diseño político aspiraba a «continuar la historia de España» salvando las instituciones liberales frente al carlismo, el republicanismo o el caudillismo militar, y para ello observaba que era necesario encontrar soluciones de compromiso que facilitaran la gobernabilidad del país mediante la imposición de un turno regulado de dos partidos oriundos del común tronco liberal. Su propia formación política, el partido liberal-conservador (nutrido por antiguos moderados y unionistas), transigiría en compartir el poder con el partido liberal-fusionista creado en 1878. El origen de esta formación política era el partido constitucional liderado por el general Serrano y Práxedes Mateo Sagasta, que había sido organizado con elementos del ala derecha del progresismo y buena parte de la Unión Liberal, y que había gobernado durante la etapa autoritaria de la Primera República en 1874. El partido liberal defendía el mantenimiento de la Constitución de 1869, pero acabó por aceptar la de 1876 siempre que pudiera ser reformada con propuestas democráticas como la incorporación del sufragio masculino (llamado por entonces «universal»), el juicio por jurado o las libertades de asociación, prensa o cátedra.

1.1 La Constitución de 1876 y la práctica política del turno

Frente a las pretensiones de los moderados históricos de restablecer la Constitución de 1845, Cánovas impuso una nueva Constitución: la de 1876, que era una síntesis entre la moderada de 1845 y la democrática de 1869. De la primera tomaba el principio de la soberanía compartida, según el cual «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey» (artículo 18). Cánovas argumentaba que la «Constitución interna o histórica» de la nación española estaba basada en la monarquía y las Cortes, pero que ante la falta de representatividad del Parlamento y la debilidad y falta de autonomía del cuerpo electoral, la Corona se convertía en la representación máxima de la soberanía y en la pieza clave de su ejercicio. Ello suponía otorgar una amplia capacidad de decisión al rey, en especial en el encargo de formar gobierno, vetar las leyes, disolver las Cortes y asumir funciones ejecutivas en áreas como la política exterior o la militar. Según los artículos 52 y 53 del Texto Fundamental, la Ley Constitutiva del Ejército de 29 de noviembre de 1878 y la Ley Adicional a la Constitutiva de 19 de julio de 1889, el monarca asumía el mando ejecutivo de las Fuerzas Armadas y la potestad de nombramiento de los altos jefes militares, hasta erigirse en un «rey soldado» que podía actuar en competencia apenas encubierta con el poder civil.

El nuevo ordenamiento legal otorgó una amplia libertad a los militares para organizarse de forma autónoma: de 1874 a 1923 accedieron al cargo de ministro de la Guerra 34 generales, por solo cuatro civiles. Además, el entramado legal restauracionista otorgó la primacía de su defensa física al Ejército, que era considerado por Cánovas como:

[…] un instrumento del Estado; el primero, el más alto y el más noble, a mi juicio, para mantener la independencia nacional y la integridad del territorio, para defender el orden público y los intereses sociales.

Discurso en el Congreso de 7 de marzo de 1888.

Por ello, las Fuerzas Armadas, fortalecidas en su papel semipolicial, debían ser:

[…] por largo plazo, quizá por siempre, robusto sostén del presente orden social e inevitable dique a las tentativas ilegales del proletariado, que no logrará por la violencia otra cosa sino derramar inútilmente su sangre en desiguales batallas.

Discurso en el Ateneo de Madrid de 10 de noviembre de 1890.

Desde el Gobierno se emitieron unas completas directrices sobre orden público, donde las Fuerzas Armadas siempre tuvieron un papel estelar acorde con su «vocación interior», el de garante último del sistema político, a través de dos importantes resortes de poder: la capacidad para constituir y dirigir jurisdicciones especiales de marcado carácter represivo y el absoluto predominio de la jurisdicción castrense en los estados de guerra. Durante la Restauración, el conjunto de los ciudadanos de la monarquía tuvo sus derechos básicos en entredicho durante un total de más de 14 años, y la suspensión parcial de garantías a escala local, provincial o regional afectó a importantes masas de población por 11 años más.

La Constitución también ratificó, en la estela de la tradición borbónica, un modelo unitarista y centralista de Estado que resultó aún más extremado con la Ley de Abolición Foral de 21 de julio de 1876. Tanto los ayuntamientos como las diputaciones provinciales quedaron sometidos a un estricto control gubernamental. La confesionalidad católica de ese Estado (artículo 11) fue, a pesar de la tolerancia dispensada al ejercicio privado del resto de los cultos, un salto atrás con respecto a la libertad religiosa proclamada en la Constitución de 1869, y sentó una de las bases fundamentales del régimen de la Restauración: la adhesión de la Iglesia católica a cambio de esta oficialidad y del control de buena parte de la educación.

El predominio del poder ejecutivo sobre el legislativo se reflejaba en la incapacidad de este último para otorgar la confianza a un gabinete al margen de la decisión previa del monarca. La representatividad del Parlamento bicameral era muy limitada: el Congreso constaba de un número no determinado de diputados electos por sufragio censitario a razón de uno por cada 50.000 habitantes, mientras que el Senado contaba con 180 representantes a título vitalicio y 180 electos por las corporaciones civiles, políticas y religiosas a través del método indirecto de un colegio formado por las diputaciones provinciales y los compromisarios nombrados por los ayuntamientos y los mayores contribuyentes.

La alternancia de las dos élites políticas descansaba en un procedimiento de obtención del poder que iba de la cúspide del régimen hasta el nivel comarcal o local. Una vez agotada una situación política, el nuevo gobierno que surgía de la aplicación del «turno pacífico» no salía del voto del Parlamento, sino de la confianza regia: el monarca retiraba el apoyo al presidente del Consejo y se lo otorgaba al líder de la oposición junto con el decreto de disolución del Parlamento. Una vez sustituidos los gobernadores civiles, desde el Ministerio de la Gobernación se planificaba el resultado de las futuras elecciones mediante un complejo proceso de negociación («encasillado») con los partidos en la oposición —especialmente el partenaire del turno— y con las grandes redes clientelares manejadas por las élites adictas, utilizando los más variados mecanismos de la influencia con el objeto de consolidar una nueva mayoría parlamentaria. Luego, los nuevos gobernadores protagonizaban una segunda fase de negociación a nivel local. La clave estaba en el sistema de dominio que se denominó con la nefanda palabra de caciquismo: un entramado de relaciones más clientelar que abiertamente coactivo, que en la España rural se fue consolidando a raíz del proceso desamortizador de la época isabelina, cuando se reforzó el poder económico de los grandes propietarios a la par que su influencia social y política, basada en el control de los mecanismos administrativos a través de su capacidad de intermediación con los alcaldes y los gobernadores civiles en calidad de autoridad local del partido. Estos notables y sus testaferros se mostraban especialmente activos durante los procesos electorales, cuando se encargaban de controlar los sufragios de las personas con capacidad de voto de una localidad o comarca por medio de promesas, amenazas o el puro y simple fraude —el paradigmático «pucherazo»—, facilitado por el control de los ayuntamientos y los juzgados que manejaban teóricamente el desarrollo de los comicios. Esta violación del derecho de sufragio podía perpetrarse antes de la elección mediante la extorsión o la compra de votos, en el momento de los comicios mediante la violencia, la coacción y/o el engaño (al fin y al cabo, la elaboración de las listas de electores competía a los ayuntamientos), o a posteriori, durante el escrutinio y la redacción del acta que era enviada a la junta electoral, ya que la mesa de votación estaba constituida por los alcaldes y los concejales, sin ninguna instancia externa de control o fiscalización. Como correas de transmisión de las órdenes emanadas del poder central y como canalizadoras de las reclamaciones del poder local, las redes caciquiles nunca fueron estáticas ni cerradas, sino que se comportaron como un conglomerado dinámico de intereses cada vez más complejos e interconectados; de ahí su exitosa imbricación en el tejido sociopolítico de la España rural más atrasada, lo que hizo imposible su erradicación.

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