Cuentan que el 1 de mayo de 1539, cuando murió la emperatriz Isabel, con apenas treinta y seis años, no había forma de separar de su cuerpo a su viudo Carlos V, y que este cayó en tal depresión que tuvo que retirarse al monasterio jerónimo de La Sisla. El emperador nunca volvió a casarse, ni superó su muerte. Pero Isabel no fue solo su amada esposa y madre del futuro rey Felipe II, fue también la gobernadora de España en las largas ausencias de su marido por los reinos de Europa. Gracias a su saber hacer y a su buen tino con las cortes de Castilla y Aragón, la dinastía de los Austrias se consolidó y España se convirtió en un estado moderno. Alfredo Alvar nos descubre (desde el silencio de los documentos originales de archivo, los más inéditos) la vida y las claves de gobierno de esta mujer fascinante, la que más poder ha tenido en España, la única emperatriz.
Alfredo Alvar Ezquerra
La emperatriz
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nalasss24.07.13
Este libro, que es sobre una esposa y su amor,
se lo dedico a Diana.
PRÓLOGO
ME han pedido, lector, que a mi manera te cuente quién fue esta famosa Isabel de Portugal, de Avis, la emperatriz que retrató Tiziano.
En verdad que no sé muy bien cómo hacerlo. Ser historiador forja una manera de ver la vida que es fabulosa. A los historiadores, que no somos todos los que escribimos sobre la historia, nos ha de mover ante todo la descripción de la verdad de los hechos. Por todos lados nos asaltan dudas, incertidumbres e inseguridades, porque —al menos los que nos dedicamos a los Siglos de Oro— nos podemos acercar solo por medio de vestigios silenciosos, más o menos vívidos, es verdad, espectaculares y sobrecogedores, si queremos, pero inánimes y siempre mudos. Es muy difícil, encorajina incluso, que no haya manera de sacarle ni un mal «sí» o un «no» —¡o un dubitativo «tal vez»!— a ninguno de los papeles que por miles manejamos en el archivo. Por miles y en el archivo. No al azar y por Internet, que es lo que nos van a imponer según no sé qué moda terrible.
Así que, aunque llevo varios días ordenando ideas y preparando el plan de investigación, al igual que trazando las primeras frases, me he puesto hoy, una soleada tarde de febrero de 2011, a ver cómo te podía contar quién fue esta mujer, empezando a escribir esta introducción. Me rodean en mi humilde cuartucho de la calle Cervantes algunas estalactitas y estalagmitas de libros y otros cachivaches de mi oficio que hacen que a veces llegar a este viejo butacón raído sea una aventura de saltos. El carrito de la cocina —la «camarera» que dice el léxico de lo cursi— sirve de portátil estantería de lo urgente. En otra parte de Madrid están presentando el VIII Programa Marco de la Unión Europea para el European Research Council y en varias bibliotecas y archivos de los alrededores de casa, de este azotado Barrio de las Letras, seguro que habrá colegas hallando entre algún papel la respuesta a no sé cuántas preguntas de sí mismos proyectadas en el pasado, como si estuvieran haciendo ciencia.
A lo largo del tiempo que he estado escribiendo directamente sobre Isabel he ido obteniendo certezas de esta mujer. La primera, que era persona de sólidos principios, adquiridos durante su infancia en la corte de Portugal, robustecidos a lo largo de su vida acaso por las indicaciones del confesor real, asentados sobre los sapientísimos consejos que le diera Carlos V (Carlos V daba consejos muy sabios; y hasta los dejó por escrito a su hijo) y consolidados al ver que lo que iba contra sus principios alteraba el buen orden de las cosas. Por ejemplo, los herejes o los turcos eran en esencia una plaga.
Esa era la estructura de su personalidad. En la vida hay que cumplir con las funciones asignadas a cada cual. Ella debía ser buena reina, mejor esposa y madre de cuantos hijos les mandara Dios, porque en función de ello iba la estabilidad de los reinos de Carlos V. Ni más ni menos.
Así que ella, como sabía para qué estaba aquí, iba haciendo sus deberes. Día a día. Sin embargo, paulatinamente fueron ocurriendo cosas que la distrajeron de ese camino. Efectivamente, si en un principio asumió con resignación las ausencias del marido (del que todo apunta que estaba dependientemente enamorada desde el primer momento), a lo largo del tiempo esas ausencias se fueron convirtiendo no ya en una carga, sino en su cruz particular. Unos meses, cuatro años, año y medio…, no parece que todo eso pueda ser soportado con entereza.
Así es como en ella se adivina una caída hacia la melancolía, cuando apenas ha superado los treinta años de su edad. Sus allegados la adivinan triste, llorosa, cansina. Porque se avecina otra separación del esposo. Y es que los sentimientos también juegan en la vida política. La emperatriz se entristece porque el emperador se marcha, de nuevo, hacia África, Italia o a donde sea.
La experiencia de la ausencia no le había gustado. Pero, además, es que en las ausencias ella daba a luz. Y sus hijos, recién paridos, se morían o, si no eran fuertes, morían a las semanas, ante ella sola, sin el necesario consuelo del esposo-emperador.
Así fue consumiéndose su luz, su alegría.
Hasta que llegó el terrible mes de abril de 1539 en que alumbró un niño muerto y el 1 de mayo entregó su alma. Moría cumpliendo con su deber. Y aquella muerte fue terrible. Fue terrible objetivamente, pero también por la escenificación que se hizo. Su último hálito de vida lo expulsó estando abrazada a ella aquel Carlos invictísimo que sujetaba su cuerpo acaso esperando que no saliera el alma de allí. De hecho, imploraba que así fuera. Pero su cadáver era ya inánime. Y tal era el abrazo, que lo hubieron de sacar de la estancia con fuerza porque se había agarrotado a Isabel. Cayó en una profunda depresión. Se retiró a la Sisla, un monasterio jerónimo en Toledo, a penar. Poco después encabezó la campaña contra Argel que tanto le pidió su esposa y que no pudo realizar en vida de ella y que —¿casualmente?— ejecutó dos años después de su muerte, como si del cumplimiento de un voto se tratara.
En vida, a Isabel le tocó lidiar con graves problemas políticos. Uno era estructural: ella, mujer, debía gobernar España (¡sí, España, Castilla, Aragón y Navarra!) mientras el esposo anduviera por aquellas tierras de Dios. Ella era gobernadora. No era solo la esposa del rey. El análisis de los poderes dados por Carlos a Isabel, el crescendo de las responsabilidades que le encarga, habla de muchas cosas: de la audacia de Carlos, que con su madre enajenada, loquísima, en Tordesillas, es capaz de dar el poder en España a una mujer. También de que aunque al principio le deje por supervisores a sus cardenales Fonseca y Tavera, poco a poco, la muy sabia de ella les va ganando las voluntades, y de la supervisión se pasa a la cooperación y, en último término, a la supeditación.
De todo esto nos quedan centenares de testimonios. Son las cartas de Isabel a Carlos V, de Carlos a Isabel. Por vez primera se ven y entrecruzan sistemáticamente el epistolario de ella y el Corpus documental de Carlos V (CD de CV), así como otras misivas de embajadores imperiales, españoles, polacos y otros. Centrándonos en las cartas de la emperatriz, son documentos no solo personales, sino una mezcolanza de textos políticos —portadores de las opiniones del Consejo Real—, cuanto expresión de deseos de la reina-esposa, así como también el proceso de la configuración de su mentalidad política, porque, a fin de cuentas, todas esas cartas-informes van firmadas por ella y las leería o se las explicarían antes de rubricárselas y mandárselas al césar.