PRÓLOGO
La primera edición de esta Breve historia del mundo tuvo una muy buena acogida, tanto por parte de los lectores como de la crítica especializada. Esto me alegró mucho. Considero que ha llegado el momento de realizar una segunda ampliación. Se trata, sobre todo, de resumir los acontecimientos más importantes del nuevo milenio, ya que esta historia universal pretende acercarse lo máximo posible al presente. Para ello, los capítulos nuevos y revisados describen los cambios en la relación de fuerzas que mantienen las viejas y las nuevas superpotencias de la política mundial, las crisis de la Unión Europea, la «Primavera Árabe» y muchas otras cosas que en los últimos años nos han tenido en vilo. Es posible que, dentro de otros diez años, algunas de ellas parezcan ya menos importantes desde un punto de vista histórico; en ese caso habrá que volver a contarlas.
Dado que a veces se echó en falta un índice de nombres propios, está incluido en esta ampliación.
Por lo demás, sigue vigente lo que escribí en el prólogo a la primera edición: Quien quiera entender el mundo debe conocer su historia. Eso es evidente para todo el que lee periódicos o ve las noticias en televisión. ¿Quién pretendería comprender el conflicto de Oriente Próximo sin conocer la historia de los pueblos judío y palestino? ¿O la situación del continente africano, sin la historia colonial?
El deseo de este libro es ofrecer una primera visión panorámica de la historia universal. Sólo habla de los acontecimientos, personas y procesos más importantes, y lo hace además con una brevedad que, a veces, me parece una osadía. Sin embargo, si considero necesaria una historia universal de esas características, es porque sé que los únicos que entienden realmente la historia en todas sus facetas y detalles son quienes poseen una perspectiva de conjunto. Además, siempre tendrán la posibilidad de ocuparse más en concreto de algo que les interese de manera especial. Uno de los problemas de la enseñanza de la historia en nuestras instituciones escolares es, quizá, que esa perspectiva de conjunto sólo aparece ante nuestra mirada al final de una larga vida de aprendizaje. Este libro podrá ser, tal vez, de ayuda y complementar la clase de historia. Aunque no puede ni quiere suplantarla.
Los 56 capítulos del libro narran, sobre todo, la historia política de pueblos y Estados. No obstante, me he esforzado por hablar también sobre la gente sencilla e informar sobre su vida, que a menudo no tiene nada de sencilla. Se suele olvidar que también esa gente ha hecho historia. Hay otra observación preliminar que me parece importante: esta es, como no podía ser de otra manera, una historia universal escrita desde una perspectiva alemana, pensando en lectores alemanes. Un autor francés o polaco, por mencionar simplemente a dos de nuestros vecinos más próximos, habría adoptado otro punto de vista, pensado en otros lectores y destacado otros aspectos. ¡Qué decir de un autor chino, brasileño o keniano! Sin embargo, espero haber hecho justicia a todos los pueblos y personas de los que habla mi libro. Lo he intentado con todas mis fuerzas.
Winterlingen, primavera de 2014
LOS PRIMEROS SERES HUMANOS
Nuestra Tierra tiene casi cinco mil millones de años. Desde hace tres mil millones hay vida sobre ella, y hace quince millones comenzó la evolución que llevó hasta la aparición del ser humano. Los pasos requeridos para que surgieran unos seres parecidos a nosotros fueron innumerables. Aunque en este terreno quedan por resolver aún muchas cuestiones, los científicos pueden esbozar a grandes rasgos esa evolución. Nada les ha ayudado tanto en esta tarea como ciertos hallazgos de huesos y utensilios.
Parece ser que los primeros seres «prehumanos» comenzaron a caminar de pie hace ya más de cinco millones de años. Al hacerlo, sus extremidades delanteras quedaron libres y pudieron evolucionar hasta convertirse en manos. El volumen del cerebro de esos seres vivos se triplicó durante los siguientes tres millones de años y los «prehumanos» se convirtieron en «protohumanos». Eran capaces de utilizar piedras y madera a modo de utensilios. Y como el material de esos instrumentos de los primeros humanos era la piedra, se denomina Edad de Piedra a los primeros 500.000 años de la historia de la humanidad.
Desde aquellos primeros seres humanos de la Edad de Piedra hasta el hombre moderno, llamado Homo sapiens, quedaba aún por recorrer un largo camino. Los primeros representantes de este nuevo ser humano y, por tanto, nuestros antepasados directos, fueron los llamados hombres del Cromañón. Se les puso este nombre por el lugar del suroeste francés donde fueron hallados; pero provenían de África. Unos 40.000 años antes se habían trasladado desde allí hasta Asia, Europa y —a través del paso terrestre existente aún entre Siberia y Alaska— América del Norte.
Los primeros seres humanos vivían en grupos —«hordas»— de 20 a 50 miembros como cazadores y recolectores. Se alojaban en cuevas, chozas sencillas de ramas o tiendas hechas de pieles de animales. Sin embargo, no las habitaban de forma permanente; al ser nómadas, seguían a los rebaños que les proporcionaban alimento y vestido y migraban coincidiendo con las estaciones. Eran más inteligentes que los «protohumanos» y cazaban con mayor habilidad: además de la lanza inventaron la flecha y el arco, excavaban trampas y apresaban animales salvajes con lazos. Sirviéndose de utensilios cada vez mejores, ahuecaban troncos de árboles y los utilizaban como botes. Pronto aprendieron a capturar también peces con lanzas y con las primeras redes. Como ya dominaban el arte de hacer fuego, podían asar carne y pescado y hacerlos así más comestibles. Al parecer, transmitían sus conocimientos y técnicas de trabajo de generación en generación. Así pues, podemos dar por supuesto que poseían un lenguaje bien caracterizado. La evolución precisa de ese lenguaje sigue siendo todavía un gran enigma científico. Lo que sí es cierto es que ese tipo de lenguaje fue la condición previa para regular la vida cotidiana en grandes grupos y mejorar aún más la colaboración entre sus miembros.
Hubo un momento en que los seres humanos no dedicaron ya todo su tiempo y fuerzas para cazar animales y recolectar frutos; en cualquier caso, desarrollaron cierto sentido para las cosas bellas. Elaboraron pulseras y collares con dientes, conchas y perlas, crearon figuras de piedra y hueso y ornamentaron sus armas y utensilios con relieves tallados. Así fue como aparecieron las primeras grandes obras de arte de la humanidad: las pinturas de un gran número de cuevas de Europa, por ejemplo las figuras de Lascaux, en Francia, y Altamira, en España, con sus 20.000 años de antigüedad. Nadie sabe con exactitud por qué crearon los seres humanos esas figuras tan sorprendentes. Es posible que, representando a los animales, quisieran conseguir alguna fuerza secreta para tener éxito en la caza; quizá ejecutaban danzas de conjuro ante aquellas imágenes a la luz de antorchas para granjearse la amistad de sus diosas o dioses —si es que creían en tales seres—. Así lo suponen los científicos que estudian los orígenes de la religión. Lo deducen de la manera de enterrar a los muertos, sobre todo de los objetos hallados en las tumbas y que no pudieron haber tenido otra finalidad que proteger y acompañar a los difuntos. También lo deducen de ciertas obras artísticas que fueron creadas, muy probablemente, por motivos religiosos. Tal es el caso de la famosa Venus de Willendorf, interpretada —con mucho fundamento— como una diosa de la fertilidad. Y aunque esas interpretaciones vayan, quizá, demasiado lejos, no hay duda de que los creadores de la Venus de Willendorf y de las pinturas rupestres estuvieron estrechamente emparentados con nosotros.