Breve historia
de las Guerras
Púnicas
Breve historia
de las Guerras
Púnicas
Javier Martínez-Pinna López
Diego Peña Domínguez
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de las Guerras Púnicas
Autor: © Javier Martínez-Pinna López, © Diego Peña Domínguez
Copyright de la presente edición: © 2016 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio
Imagen de portada: Arista romano, battaglia di zama, 1570-1600 ca
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ISBN edición digital: 978-84-9967-846-7
Fecha de edición: Noviembre 2016
Depósito legal: M- 33110-2016
A mis hijas, Sofía y Elena, y a mi mujer, Ade,
nunca os dejaré de amar.
A mi hijo de ochos años, Héctor,
y a mi compañera y esposa Lucía con todo mi amor.
Desde las poderosas murallas de la ciudad de Sagunto, un joven vigía que acababa de comenzar su turno de guardia logró divisar en la distancia una enorme columna de polvo que informaba sobre la llegada de un descomunal ejército norteafricano. Por fin, las fatales previsiones que anunciaban un inminente ataque por parte de las huestes púnicas parecían cumplirse para condenar a la desaparición, y al exterminio, a una comunidad que tenía puestas sus esperanzas de supervivencia en una anhelada intervención romana.
Había llegado el momento de la verdad, pero los iberos eran un pueblo antiguo y noble, celoso guardián de su independencia y libertades, y por eso lucharían hasta el último suspiro para mostrar a todos, y especialmente a estos malditos cartagineses, hasta qué punto podía llegar el arrojo de unos cuantos valientes a la hora de defender la tierra de sus antepasados.
Superado el impacto inicial, y siendo ya consciente del peligro que se cernía sobre todos ellos, el joven saguntino dio el grito de alerta para ver cómo, poco a poco, las murallas de su ciudad se iban poblando de guerreros que observaban, apesadumbrados, el lento pero decidido avance del contingente púnico, al frente del cual cabalgaba el valeroso Aníbal, hijo del temido caudillo Amílcar Barca, largamente recordado en unas tierras que fueron testigo de su bravura.
Aprovechando la claridad y la intensa luz matinal de esa fresca mañana de primavera, los saguntinos trataron de forzar la vista para intentar calcular el número de tropas que los cartagineses habían desplazado para tomar un enclave cuya situación era fundamental en su intento de establecer su hegemonía en esta inhóspita y áspera tierra. Cuanto más se acercaban, más obvia se hacía su determinación, porque pocas horas después la enorme llanura situada frente a la ciudad fue ocupada por un ejército compuesto por varios miles de soldados de a pie apoyados por una numerosa caballería.
Las primeras acciones bélicas se iniciaron con un ataque repentino para arrasar los campos de cultivo situados alrededor del oppidum . Las intenciones de Aníbal eran claras, con esta acción pretendía destruir los recursos agrícolas de los saguntinos sometiéndolos a un duro asedio regido por el implacable suplicio del hambre. Además, el general cartaginés se sentía forzado por las prisas y por el temor de la llegada de un ejército romano que desbaratase sus planes de conquista, por lo que trató de forzar a los defensores de la plaza a actuar precipitadamente e incluso intentó imponer un tratado de paz cuando se vieron privados de su sustento.
Las primeras jornadas transcurrieron sin que los sitiados pudiesen hacer nada más que contemplar a sus enemigos mientras se apoderaban de toda la cosecha que ellos necesitaban para poder resistir al largo asedio que estaba a punto de iniciarse. Encaramados en lo alto de las torres defensivas que reforzaban la seguridad de sus murallas, los iberos asistían impotentes al movimiento de las tropas púnicas, que empezaron a maniobrar para cerrar definitivamente el cerco en torno al perímetro de la ciudad. Sus defensores, dispuestos a resistir hasta el final, rogaban desesperados a sus dioses, al mismo tiempo que miraban hacia el horizonte, hacia el extenso mar, tratando de atisbar en la lejanía la existencia de una flota romana que provocase la retirada del odiado enemigo y les salvase de su exterminio. Pero nada de eso sucedió.
Pasaron los días, y el general cartaginés ordenó un primer ataque masivo para intimidar a los defensores de la plaza. No sin motivos, Aníbal planteó una ofensiva por tres puntos distintos de la muralla, con la intención de dividir el potencial defensivo de los saguntinos y evitar que su fuerza se concentrase en el punto débil del entramado ibero, un ángulo de la muralla que se abría hacía el valle y en donde el terreno era, sin duda, más favorable para el empleo de las máquinas de guerra con las que pretendía destrozar las defensas del oppidum .
Fue en este punto en donde el caudillo centró su atención, y hacia donde dirigió su ofensiva más letal, haciendo avanzar varias cohortes de cartagineses apoyadas por todo tipo de armas arrojadizas que pusieron en serio compromiso la resistencia de unos defensores afanados en tratar de mantener la seguridad de sus posiciones. Afortunadamente para los sitiados, estos habían reforzado en los días previos la seguridad y la altura de la muralla, y no sólo eso; en esta zona fueron ubicados los efectivos más potentes del reducido contingente saguntino. Pero todas estas precauciones no parecían ser suficientes para compensar la fuerte acometida de los mercenarios norteafricanos, que protegidos por sus escudos fueron progresando poco a poco hasta acercarse peligrosamente a la ciudad. Animados por la fulgurante ofensiva de la infantería púnica, los oficiales de Aníbal decidieron enviar nuevos refuerzos para terminar, lo más rápidamente posible, con la resistencia ibera, pero en ese momento los saguntinos empezaron a utilizar toda su fuerza para entorpecer las maniobras de sus enemigos, que vieron cómo una lluvia de dardos y jabalinas se abatía sobre sus cabezas.
Las bajas cartaginesas se contaban por cientos. Los hombres de Aníbal, que apenas daban crédito a lo que empezaba a ocurrir a su alrededor, se concentraron instintivamente para reforzar su seguridad y avanzar nuevamente, protegidos por sus escudos, hasta rozar con sus dedos los lienzos de una muralla que contra todo pronóstico seguía resistiendo. En ese momento, los defensores arrojaron pez ardiendo y enormes piedras sobre los atacantes, provocando el pánico y la desesperación entre las filas cartaginesas, conscientes de que nada se podía hacer para evitar esta primera derrota.
Durante las siguientes semanas los saguntinos pudieron descansar tranquilos, confiados en la férrea determinación de los intrépidos defensores de su comunidad, unos guerreros que habían hecho retroceder al todopoderoso ejército de Aníbal. Lo que no sabían es que este momentáneo sosiego estaba a punto de llegar a su final.
Desde el mismo momento en el que llegaron a Sagunto, los cartagineses habían esperado con impaciencia la llegada de nuevas armas y máquinas de guerra. Estas arribaron desde el sur, desde la lejana Cartago Nova, desplazándose poco a poco, con una lentitud exasperante que hizo desesperar al mismísimo Aníbal. Cuando al fin llegaron a su destino, el caudillo púnico ordenó concentrar una enorme cantidad de catapultas frente a la muralla oeste y empezar un bombardeo, obligando a los saguntinos a redoblar su trabajo para reconstruir las secciones del muro destrozadas como consecuencia del impacto de los cientos de proyectiles que cayeron sobre el lienzo y sus torres defensivas. Poco a poco, los defensores vieron cómo sus fortificaciones iban perdiendo altura, de nada parecía servir el denodado esfuerzo con en el que participaron todos los miembros de la comunidad. Nuevamente cundió el desánimo entre los iberos, especialmente porque no tenían ningún tipo de arma capaz de alcanzar las posiciones de unos cartagineses que disparaban a discreción sin que nada pudiese importunarlos. Por miedo a que alguno de estos proyectiles cayese sobre sus viviendas, los habitantes de la ciudad sitiada decidieron abandonar sus hogares para buscar cobijo en algún lugar cercano de la muralla, pero la situación era desesperada y por eso los saguntinos adoptaron una decisión suicida: había llegado el momento de abrir las puertas de la ciudad, pero no para someterse a un paz deshonrosa, sino para cargar heroicamente contra unas tropas infinitamente más numerosas que las suyas.
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