modelos de paternal generosidad.
«Tenemos, desde hace milenios, un modelo del que somos réplica, un esquema de conducta que, entre otras cosas, nunca ha desechado, sino todo lo contrario, la posibilidad de interrumpir “el orden”, de poner fin a la vida para preservarse del malestar y de aquello que los latinos denominaron taedium vitae , una zozobra sentida desde las melladuras del primer conocimiento.»
«Hay en la historia de la palabra “melancolía” una línea de desarrollo en la que ha pasado a ser sinónimo de “tristeza sin causa”. Ha venido a significar un estado mental temporal, un sentimiento de depresión independiente de cualesquiera circunstancias patológicas o fisiológicas.»
R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl, Saturno y la melancolía
nota preliminar
Si, como dijo en un libro de entrevistas aquel pensador que basó su obra en lo melancólico y suicida, E. M. Cioran, «escribir sobre el suicidio es vencer el suicidio», he aquí, a lo largo de estas páginas, una forma de ver materializado o no tal aserto. Pues la investigación que ahora se abre busca encontrar las puertas que comunican la reflexión y creación literaria, filosófica y artística sobre el hecho de darse muerte con las decisiones finales de los autores que llevaron su idea a término, y la manera en que, en sus propias vidas, eso se convirtió en negro sobre blanco, por un lado, y, por el otro, en una experiencia real. Todo desde la óptica de la melancolía, esa enfermedad del alma, esa dolencia psicológica, ese estado de ánimo, esa mera pose... tales son las calificaciones y tratamientos que ha tenido lo melancólico, concepto de larga historia desde Aristóteles y su celebrado escrito.
Lev Tolstói anotó en su diario, el 13 de julio de 1852: «El suicidio es la expresión y la prueba más evidente de la existencia del alma; y su existencia es la prueba de su inmortalidad». Lo críptico, lo personal de semejantes palabras, en un hombre además que sublimó sus dudas religiosas y preocupaciones sociales gracias a su arte narrativo, nos encaminan hacia un territorio fronterizo entre la mortalidad y el infinito donde la ambigüedad es la norma y la indefinición, la primera de sus reglas: el poeta, el filósofo, el psiquiatra tienen diferentes y muy argumentadas formas de describir la melancolía, así como de acercarse a las razones o sinrazones que dan pie al autohomicidio. Lo que sigue, pues, constituye un pequeño intento de unir esas diferentes perspectivas para darles un sentido histórico, literario y clínico. Se trata de un camino sin objetivo definitivo, pues las conclusiones serán tan numerosas como distintas las perspectivas al considerar los suicidios melancólicos que nos proporcionen los ejemplos –literarios y reales– extraídos de escritores, estudiosos y médicos.
De hecho, se podría escribir una historia de las letras universales en función de cómo éstas han abordado lo suicida-melancólico, tal es la frecuencia de esa relación, que ha dado pie a un inabarcable número de poemas, novelas y cuentos, ensayos, biografías, obras teatrales. Esa enciclopedia de los muertos , por decirlo con el título de una obra de Danilo Kiš –un no suicida del que con frecuencia se ha dicho, erróneamente, que se suicidó–, nos contaría de forma harto completa la historia del mundo y de la psicología humana: es un campo delicado, intangible y misterioso éste de cómo los humores de las personas devienen inspiración para una pieza literaria, y un asunto extraordinariamente interesante observar el proceso de cómo la idea de suicidarse se hace efectiva. Sentimiento y acción se combinan en lo pacífico y lo violento, y la poesía se nutre de sangre, y la muerte adquiere la fisonomía de un perfil artístico. No en vano, «de todas las aventuras es el suicidio la más literaria, mucho más que el asesinato», como dice J. M. Coetzee en su novela En medio de ninguna parte .
Según los estudios estadísticos, el suicida estándar responde a las siguientes características: por un lado, un varón de cincuenta y cinco años de edad, divorciado o separado, socialmente aislado y con un trastorno mental grave; por el otro, ese mismo varón, pero cuerdo, probablemente atormentado por una situación económica insostenible, como se ha visto de forma contundente, por ejemplo, en el Japón de lo que llevamos de siglo xxi , un país en el que hay más de 30.000 muertes voluntarias por año; tantas que en la última década se puso en funcionamiento un consultorio telefónico para prevenir suicidios (la primera semana se recibieron 3.037 llamadas, la mitad por parte de desempleados de cuarenta años aproximadamente) y una compañía de ferrocarriles instaló espejos en los andenes, además de unas lámparas de iluminación azul con propiedades sedativas, para disuadir a quienes pretendieran tirarse a las vías.
Así las cosas, queremos ver, detrás de ese estereotipo y de sus ramificaciones –las infinitas variantes que se hallarán a lo largo de los siglos–, y de modo específico en el área restringida de los escritores, cuántos de esos casos nacieron por un exceso de bilis negra (el significado literal de melancolía ), por tristeza, tedio y aburrimiento, por el mal melancólico, en definitiva. En las presentes páginas, la pareja Suicidio y Melancolía llegará a las puertas del siglo xx tras un largo noviazgo de siglos y siglos; su unión completa coincidirá con el inicio de la sociología y la psicología modernas, cuando empiezan muy diferentes maneras de acercarse tanto a él como a ella . Ambas manifestaciones adquieren una presencia literario-biográfica realmente desorbitada en esa centuria en la que el suicidio ha proliferado de manera apabullante, y la melancolía, avergonzada, se ha ocultado tras ver cómo se le cambiaba su hermoso nombre por otros más simples o técnicos, viendo proyectada encima la sombra de la incomprensión.
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Otras razones de índole más personal, diríamos públicamente secretas, si se me permite la paradoja, hay en el origen de este interés por lo melancólico y suicida –en lo literario y vivencial, en lo artístico y biográfico–, pues las propias armas literarias despejan el inconsciente, revelando lo que no se ha dicho, diciéndolo al fin. La cita inicial de Cioran transmite la idea que subyace en este párrafo con respecto al suicidio: tal vez escribir sobre él representa en última y decisiva instancia no caer en sus redes. A lo que no pudo corresponder, pese a su monumental intento mediante su Anatom ía de la melancolía (1621), el suicida melancólico por antonomasia, Robert Burton, que apuntó en el prólogo a su famoso tratado: «Escribo sobre la melancolía para estar ocupado en la manera de evitar la melancolía. No hay mayor causa de melancolía que la ociosidad, y “no hay mejor cura que la actividad”, como sostiene Rhazes». De la misma manera que, acaso por acrecentar su imagen interesante y rara –se verá cuánto hay de teatralización, de tragedia y banalidad conjugadas en ciertos comportamientos, puesto que el verdadero suicida casi nunca avanza sus intenciones–, Enrique Vila-Matas, al publicar Suicidios ejemplare s, confesó que tal cosa le había servido para salvarse de darse muerte; de esa misma manera, decía, el que esto escribe ha tenido un contacto libresco con tantos muertos suicidas que ha acabado, si no comprendiendo el suicidio en general, dado que, al decir del sociólogo Émile Durkheim, «no hay suicidio, sino suicidios», sí captando mejor, o tal vez sólo intuyendo o suponiendo o imaginando, la esencia de cada uno de ellos, evitando, anulando o posponiendo el propio. Pues en esa potencialidad del autohomicidio, de que la tristeza se melancolice, estamos todos congregados, y cada suicidio es, pudo ser o será el suicidio elegido o descartado, el suicidio que hasta la fecha se limita a convertirse en pacífico tema de análisis cultural, en mero asunto de entretenimiento investigativo, de escritura literaria.