Melancolía y creación
en Vincent Van Gogh
© Título original en italiano:
Melancolia e creazione in Vincent Van Gogh
© 2009 and 2014 Bollati Boringieri editore, Torino
© De la imagen de cubierta: Vincent van Gogh, Autoritratto , settembre 1888.
Cubierta: Juan Pablo Venditti
© De la traducción: Juan Carlos Gentile Vitale
Corrección: Marta Beltrán Bahón
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Nuevos Emprendimientos Editoriales, S. L., 2019
Preimpresión: Moelmo SCP
www.moelmo.com
eISBN: 978-84-16737-57-4
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Ned Ediciones
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Índice
Prefacio a la nueva edición
1. La vida y la excedencia de la obra
El psicoanálisis aplicado al arte se ha caracterizado tradicionalmente por la violencia arbitraria de sus interpretaciones, dirigida a domesticar la fuerza productiva de la obra y a promover una lectura tristemente patográfica que acaba por elevar la biografía del artista a causa eficiente de la obra misma. La lección estructuralista —contra esta orientación— ha puesto en valor, en cambio, la autonomía del texto artístico de las vicisitudes biográfico-existenciales de su autor. Aun teniendo en cuenta esta lección, una aproximación psicoanalítica renovada y declaradamente antipatográfica de la obra de arte no puede ignorar la vida del artista. Esta elección estaría en clara contradicción con el método mismo del psicoanálisis, que se funda en la importancia asignada a la singularidad insustituible de la biografía. No se trata, pues, de negar que exista un nexo profundo entre la biografía y la obra, sino de rechazar concebir la obra como el resultado determinista de la biografía o como su representación fantasmática. La relación entre la biografía del artista y su obra debe ser modulada de nuevo, del mismo modo en que necesita ser reformulada, en términos psicoanalíticos, la relación entre el inconsciente y el texto artístico. Se trata de hacer una revolución copernicana respecto de los estudios más clásicos que el psicoanálisis ha dedicado a la experiencia artística. Después de la lección estructuralista, el texto artístico ya no puede ser considerado como el efecto de la vida y la enfermedad de su autor, según un nexo determinista que anula la autonomía de la obra, sino el lugar donde se manifiesta el inconsciente como un corte en curso, como lo que resiste a la significación, como barra que separa el significante del significado produciendo un efecto de enigma, realizando una presencia irreductible al sentido ya visto y ya conocido. Esta presencia no está desvinculada de la vida del artista —surge indudablemente de esa vida particular—, pero también la sobrepasa. En este sentido, la obra realiza siempre una desproporción, un desfase, una excedencia entre el yo del autor y su misma existencia que, como tal, escapa al yo, sobrepasa sus intenciones, se revela como extranjero de quien la ha generado. Esta excedencia de la obra respecto de la vida significa que la biografía del artista no explica la obra, pero encuentra en la obra su última escritura. Lo cual invierte la relación ingenua establecida por la patografía psicoanalítica entre vida y obra: la obra no es un efecto determinista de la vida, sino lo que reescribe la vida retroactivamente.
Esta revolución copernicana en los estudios psicoanalíticos aplicados al arte, más ampliamente teorizada en mi Il miracolo de la forma: per un’estetica psicoanalítica , , hasta el encuentro parisino con el impresionismo y su superación original— persigue el objetivo de liberarse de la pesada sombra de la melancolía, del sentimiento profundo de no tener raíces, de ser arrojado a la incerteza, estar marcado por un destino de infelicidad, destinado a las tinieblas. El movimiento del Norte hacia el Sur —de una pintura sin color a la invención del color-luz, al colorismo arbitrario— es atravesado por una sola cuestión: ¿cómo encontrar la vida en la muerte? ¿Cómo transformar la herida del ser en una poesía? ¿Cómo extraer la fuerza expansiva del color de las cenizas de una existencia sin sentido? ¿Cómo ser un pintor radical del color proviniendo de una tradición que no le había asignado ninguna ciudadanía?
2. El inconsciente en la obra
Uno de los presupuestos que orienta mi lectura del arte es que el inconsciente es, en primer lugar, de la obra antes que del artista. Por eso Freud reconocía el genio de los poetas en saber anticipar las verdades del psicoanálisis. El inconsciente que es preciso captar en el trabajo no es aquel del autor, sino aquel que habita la obra misma, su acontecimiento, su fuerza, su potencia generativa. El inconsciente no es sólo aquel del artista que se pone a prueba en su trabajo —fatalmente siempre a partir de su biografía y de sus fantasmas—, sino que es también aquel que se condensa en la obra, aquel que está en la obra, aquel que sucede en la obra. ¿Cuál es la lección de Van Gogh sobre este punto? La forma de la obra resiste siempre a la tentación melancólica del silencio y de la destrucción, resiste siempre a la pulsión de muerte, resiste siempre a la sirena de lo informe. La lección de Van Gogh es que la fuerza productiva del inconsciente no puede prescindir de la posibilidad de encontrar una forma también cuando —como ocurre en particular en las últimas inflexiones de su obra— la fuerza se manifiesta como incendiaria, brutal, caótica y desbordante. La noción freudiana de sublimación se vuelve aquí decisiva para captar cómo la obra es llamada a efectuar el anudamiento singular entre lo real de la pulsión (fuerza) y su plasticidad (forma). En Van Gogh podemos ver cómo la energía de la pulsión —su fuerza acéfala— no devasta nunca el cuadro, no lo hace imposible, no lo destruye, sino que lo genera, lo produce y lo vitaliza porque encuentra cada vez, precisamente en el movimiento sublimatorio del trabajo artístico, su forma. En todos los grandes artistas encontramos siempre en curso este conflicto áspero, irreductible, permanente e ineludible entre la fuerza (real) de la pulsión y la plasticidad (simbólico-imaginaria) de la forma. Y, en este contraste agónico, la forma nunca se convierte en la mera captura disciplinaria de la fuerza. Ésta es otra manifestación de la excedencia del inconsciente en la obra: la forma nunca es una respuesta fóbica a la energía anárquica de la fuerza. En Van Gogh, por ejemplo, se puede captar perfectamente cómo su equilibrio —el equilibrio de la forma— está siempre al borde de la ruptura, recompuesto cada vez sobre el filo de la navaja, expuesto a la catástrofe de la destrucción y sacudido por choques continuos, pero siempre, en el último toque, recompuesto en una organización precaria y sublime. Es el milagro del cuadro, como diría Lacan: la obra bordea lo real incandescente de la Cosa evitando sumergirse en ella, pero evitando igualmente un excesivo alejamiento protector que rebajaría su tensión y fuerza. La grandeza de Van Gogh, en la historia del arte, ha consistido probablemente en llevar esta tensión más allá de todas las formas pictóricas hasta entonces practicadas. Él, como hará Jackson Pollock aún más radicalmente, introduce la fuerza de la pulsión en el cuerpo de la obra, pero sin ceder nunca a la destrucción nihilista de la forma. Si bien el impresionismo le proporciona la clave esencial del color, es en verdad sólo suyo el paso que lo aventura hacia una teoría y una práctica del color que trastorna el universo tradicional —impresionismo incluido— de la representación. En su obra irrumpe sobre la escena la potencia productiva del inconsciente, que no tiene nada que ver con la animalidad o lo salvaje, con lo instintivo o lo esquizofrénico, como consideraba, en cambio, Jaspers. La obra, más bien, debe ser comprendida como impulso para ofrecer visibilidad a lo que es invisible. Para Van Gogh la pintura es pintura de lo absoluto, de la fuerza desbordante de la naturaleza, del misterio del mundo y del milagro de lo visible, de aquello que, como diría Merleau-Ponty, impacta, choca, toca los ojos del pintor.