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Al Álvarez - El dios salvaje

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Al Álvarez El dios salvaje

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Ensayo sobre el suicidio Después del suicidio de su admirada amiga, la poeta Sylvia Plath, y como una forma de entender su propia experiencia de suicida frustrado, el ensayista, crítico y poeta Al Alvarez recorre la historia de la autoaniquilación desde Roma hasta el psicoanálisis. Observa el castigo social hacia el suicida y muestra, a través de la literatura, que puede significar muchas cosas: un grito de ayuda desesperado, un rechazo radical del mundo, el mayor acto de libertad, una confesión de fracaso. Alvarez construye un estudio incomparable sobre un tema todavía poco pensado, y sigue el hilo negro para proponer una nueva teoría del arte y sobre todo reflexionar vitalmente sobre las fuerzas oscuras que nos acechan.

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Al Álvarez El Dios salvaje ensayo sobre el suicidio Santiago de Chile - photo 1

Al Álvarez / El Dios salvaje: ensayo sobre el suicidio

Santiago de Chile: Editorial Hueders, 2014,

Dewey: 824
Cutter: A473
Notas bibliográficas
Materias:
Escritores ingleses. Siglo 20.
Suicidio en literatura.
Suicidio, aspectos sociales.
Cohen, Marcelo, tr. 1951
Plath, Sylvia 1932-1963

ISBN 978-956-8935-36-8

The Savage God. A Study of Suicide
Al Alvarez
Traducción de Marcelo Cohen


© Editorial Hueders

© Al Alvarez, 1971.

Primera edición: agosto de 2014

ISBN 978-956-8935-36-8

Registro de Propiedad Intelectual nº 243.556

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

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santiago de chile

Al Alvarez

El Dios Salvaje

- Ensayo sobre el suicidio -

Traducción de Marcelo Cohen

ÍNDICE


Para Anne.


Después de nosotros el Dios Salvaje.

W. B. YEATS


El dios Tezcatlipoca era tenido por verdadero dios, e invisible, el cual andaba en todo lugar, en el cielo, en la tierra y en el infierno; y tenían que cuando andaba en la tierra movía guerras, enemistades y discordias, en donde resultaban muchas fatigas y desasosiegos. Decían que incitaba a unos contra otros para que tuviesen guerras, y por esto le llamaban Nécoc Yáotl , que quiere decir sembrador de discordias en ambas partes.

Y decían él sólo ser el que entendía en el regimiento del mundo, y que él sólo daba las prosperidades y riquezas, y que él solo las quitaba cuando se le antojaba; daba riquezas, prosperidades y fama, y fortaleza y señoríos, y dignidades y honras, y las quitaba cuando se le antojaba; por esto le temían y reverenciaban, porque temían que en su mano estaba el levantar y abatir, de la honra que se le hacía.


SAHAGÚN

Historia general de las cosas de Nueva España

PREFACIO

Cuando yo iba al colegio había un profesor de física, inusualmente apacible y bastante desorganizado, que se pasaba el día hablando en broma del suicidio. Era un hombre bajito, de ancha cara rojiza, gran cabeza cubierta de rizos grises y una sonrisa permanentemente atribulada. Se decía que en Cambridge, contrario a la mayoría de sus colegas, había obtenido en su asignatura la nota más alta. Un día, hacia el final de una clase, señaló tenuemente que quien quisiera cortarse la garganta debía cuidarse de meter primero la cabeza en una bolsa, pues de lo contrario dejaría todo hecho un desastre. Todo el mundo se rió. Luego sonó el timbre de la una y los muchachos salimos en tropel a almorzar. El profesor de física se fue en bicicleta a su casa, metió la cabeza en una bolsa y se cortó la garganta. No dejó un gran desastre. Yo quedé realmente impresionado.

Echamos mucho de menos al profesor, ya que en aquella comunidad sombría y cerrada no abundaban buenas personas. Pero durante la racha de rumores escandalizados que le siguieron, a mi nunca se me ocurrió que el hombre hubiese hecho algo malo. Más tarde tuve mi propio roce con la depresión y empecé a entender, supuse, por qué el profesor había optado por una salida tan desesperada. Poco después de eso conocí a Sylvia Plath en el extraordinario período creativo que precedió a su muerte. A veces hablábamos del suicidio; pero con frialdad, como si fuese un tema cualquiera. Sólo después de que ella se quitara la vida me di cuenta de que, por más que yo estuviera convencido de comprender el suicidio, no sabía nada de ese acto. Este libro es un intento de descubrir por qué suceden este tipo de cosas.

Comienza con un recuerdo de Sylvia Plath, no simplemente como homenaje —pues la considero una de las escritoras más dotadas de nuestro tiempo—, sino también por cuestiones de énfasis. Quiero que el libro empiece, como acaba, con la exposición detallada de un caso, de modo que las teorías o abstracciones que sigan estén hasta cierto punto arraigadas en lo humano particular. Por sí sola, ninguna teoría desentrañará un acto tan ambiguo y de motivaciones tan complejas como el suicidio. El prólogo y el epílogo están para recordar cuán parcial será, necesariamente, toda explicación. Así pues, he procurado trazar el mapa de los cambios y confusiones sentimentales que llevaron a la muerte de Sylvia, tal como yo los entiendo, con toda la objetividad de la que soy capaz. A partir de ese ejemplo singular he rastreado el tema por las regiones menos personales adonde me condujo.

El trayecto ha resultado largo. Cuando empecé, creía inocentemente que sobre el suicidio no se había escrito mucho: un hermoso ensayo filosófico de Camus, El mito de Sísifo ; un gran volumen autorizado de Émile Durkheim; el invaluable manual de Erwin Stengel publicado por Penguin, y un excelente pero agotado informe histórico de Giles Romilly Fedden. Pronto descubrí que estaba equivocado. Existe una enorme cantidad de material, y crece año tras año. Sin embargo, la mayoría de la bibliografía es para especialistas; escasamente habla en un lenguaje inteligible para un público lego en el tema del suicidio. Los sociólogos y los psiquiatras, sobre todo, han sido peculiarmente incontenibles. Pero es posible —de hecho es fácil— hurgar en sus innumerables libros y artículos sin advertir la menor alusión a esa crisis sórdida, confusa y torturada que se constituye como realidad común del suicidio. Hasta los psicoanalistas parecen evitar la cuestión. La mayoría de las veces este aspecto entra en su trabajo, como de paso, mientras debaten otras cosas. Hay algunas excepciones notables —a quienes agradeceré más adelante—, pero en gran medida he tenido que armar la teoría psicoanalítica del suicidio por mi cuenta, lo mejor posible, desde el punto de vista de un interesado que no está en el oficio. Todo eso entra en la tercera parte del libro. Pero quien quiera un informe completo de los hechos y estadísticas del suicidio y un resumen del estado actual del asunto en la teoría y en la investigación debería leer Suicidio e intento de suicidio , el lúcido y comprensivo estudio del profesor Stengel.

Cuantas más investigaciones técnicas iba leyendo, más me convencía de que lo mejor en mi caso era abordar el suicidio desde la perspectiva de la literatura, para ver cómo y por qué tiñe el mundo imaginativo de los creadores. La literatura no es sólo un tema sobre el cual sé algo; es una disciplina que, por encima de todo, se ocupa de lo que Pavese llamó «el oficio de vivir». Como los artistas son vocacionalmente más conscientes de sus motivos y más capaces de expresarse que la mayoría de la gente, era probable que ofrecieran iluminaciones que se hurtaban a sociólogos, psiquiatras y estadísticos. Siguiendo ese hilo negro he llegado a una teoría que, para mí, en cierto modo, explica en qué andan las artes hoy en día. Pero a fin de entender por qué el suicidio parece tan central en la literatura contemporánea he vuelto muy atrás, para ver de qué manera se ha desarrollado el tema en la ficción los últimos cinco o seis siglos. Para esto he tenido que incurrir en cierta minuciosidad, acaso lóbrega. Pero no escribo para el especialista, y si finalmente el libro da esa impresión es que he fracasado.

No ofrezco soluciones. De hecho no creo que existan soluciones, puesto que el suicidio significa cosas diferentes para diferentes personas de distintas épocas. Para Cayo Petronio Árbitro fue un elegante toque final de gracia a una vida dedicada al alto estilo. Para Thomas Chatterton fue una alternativa a la muerte lenta por inanición. Para Sylvia Plath fue un intento por salirse del rincón aflictivo en donde la había encajonado su poesía. Para Cesare Pavese fue tan inevitable como el siguiente amanecer, un acontecimiento que ni todo el éxito ni los elogios lograron postergar. La única solución concebible que cabe aportar al suicida es cierta clase de ayuda: comprensión afectuosa de lo que le está ocurriendo por parte de los samaritanos, el cura o los pocos médicos que tienen tiempo e inclinación a escuchar; asistencia experta del psicoanalista o de lo que, esperanzadamente, el profesor Stengel llama una «comunidad terapéutica» organizada para tratar con esas emergencias en especial. Claro que el interesado puede no querer esa ayuda.

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