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Fernando Pérez-Borbujo - Tres miradas sobre el Quijote: Unamuno - Ortega - Zambrano

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Fernando Pérez-Borbujo Tres miradas sobre el Quijote: Unamuno - Ortega - Zambrano
  • Libro:
    Tres miradas sobre el Quijote: Unamuno - Ortega - Zambrano
  • Autor:
  • Editor:
    Herder Editorial
  • Genre:
  • Año:
    2016
  • Índice:
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Tres miradas sobre el Quijote: Unamuno - Ortega - Zambrano: resumen, descripción y anotación

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FERNANDO PÉREZ-BORBUJO

TRES MIRADAS SOBRE
EL QUIJOTE

UNAMUNO – ORTEGA – ZAMBRANO

Herder

Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn

Imágenes de la cubierta y del interior: Nora Martos

Edición digital: José Toribio Barba

© 2009, Fernando Pérez-Borbujo

© 2010, Herder Editorial, S. L., Barcelona

1.ª edición digital, 2016

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3161-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

A la «dueña de mis pensamientos».
A Pepe, in memoriam.

ÍNDICE

P ROEMIO

El Quijote , a los pocos años del cuarto centenario de su publicación, goza de una actualidad, viveza y juventud encomiables. El Quijote es, y será, la figura más emblemática de un «clásico». «Clásico» no únicamente en el sentido de un modelo ejemplar, un individuo excelente dentro de un género; ni en el de obra imperecedera y eterna, con esa forma de eternidad que el hombre de aquí abajo puede alcanzar, la de pervivir, de generación en generación, en la memoria de los vivos; ni tampoco tan sólo por el hecho de que sea el perfecto reflejo de su época (la del siglo de oro español, período de profundo cambio social, religioso y mental). El Quijote es, y será, clásico en el sentido más inmediato del término: lo eternamente joven. El tiempo no ha hecho mella en él, ni en su atractivo, su fuerza, su vigor, su capacidad de conquistar corazones y embelesar los espíritus, su poder de fascinación sobre generaciones tan distantes en el tiempo, tan diversas en formación y costumbres, en gustos y hábitos.

Nada produce mayor perplejidad que ver al extraño Caballero de la Triste Figura, y su inseparable escudero, Sancho Panza, acompañando el alma encandilada de jóvenes con iPod, ordenadores portátiles de última generación y teléfonos móviles que utilizan para enviar mensajes en los que prima un lenguaje coloquial, privado de refinamiento y cultismos. Esta eterna vitalidad del Quijote constituye el misterio de una fuerza ancestral, profundamente incardinada en el espíritu y el ser del hombre español, con toda la complejidad que este término tenía ya para nuestros antepasados.

De ahí lo inexplicable de la fascinación que la esfinge de nuestro insigne don Quijote ejerció sobre los filósofos españoles de comienzos del siglo XX . Sigue siendo un profundo misterio por qué, tras siglos de ausencia de una verdadera tradición filosófica en suelo hispano (con raras y extrañas excepciones), de pronto irrumpe una tradición continuada de filosofía en castellano, que arranca con Unamuno y llega hasta Zambrano, lo más granado y florido de nuestro reciente acervo filosófico, que en su nacimiento y alumbramiento ex ovo , prácticamente desde la nada, dirige su mirada hacia la figura del Quijote, intentando descifrar en él la esencia y el destino de España y lo español. Si bien es cierto que Unamuno pertenece a la generación de los «regeneracionistas», con una profunda conciencia de la crisis de España tras la pérdida de las últimas colonias en Cuba y Filipinas, este hecho por sí solo no explica la preocupación constante, en tres generaciones diferentes (la del 98, la del 14 y la del 27), por la figura del Quijote.

La cuestión no atañe tanto a una mirada melancólica hacia un pasado de gloria y esplendor, literario al menos, ya que no político, como al hecho de que la recién renacida filosofía española encuentra en el Quijote la formulación literaria, más clara y precisa, de su verdadero problema filosófico. De este modo nos enfrentamos con el extraño hecho, enigmático y paradójico, de que estas tres miradas filosóficas sobre el Quijote (Unamuno, Ortega y Gasset y Zambrano) no buscan en el Quijote algo ajeno a su verdadera esencia, no diluyen su propia corriente interior en un campo extraño. El diálogo de los filósofos españoles con el Quijote no es, sin más, un caso paradigmático de la plática entre filosofía y literatura, pensamiento y poesía, sino un extraño monólogo, el soliloquio ancestral e inmemorial del alma, en el que la filosofía se contempla a sí misma reflejada en el espejo. La filosofía española ve su «problema» transformado en figura literaria, en personaje de novela, en novela misma, y esto, sin duda, no ocurre habitualmente. Quizá en este extraño parentesco entre figura literaria y filosofía se encuentre uno de los rasgos más sobresalientes del pensamiento español.

Pero ¿cuál es este problema que encarna el Quijote ?, ¿qué filosofía de vida, cuya juventud y cuya eternidad parecen no estar afectadas por el tiempo, se oculta en sus páginas? En términos filosóficos el problema del Quijote es el problema del dualismo. Pero no del dualismo tradicional, no del dualismo moderno, cartesiano, entre cuerpo y espíritu, razón y corazón, inteligencia y voluntad. El dualismo que desgarra el alma y preocupa a estos filósofos, encarnado en la figura indisoluble de don Quijote y Sancho, es el dualismo entre lo ideal y lo real, entre idealismo y realismo. Dos son los componentes de esa alma española: un inveterado idealismo del corazón, una ética cortesana del amor, que acoge en su seno una visión del mundo, de la muerte, de la resurrección, de las virtudes, del mundo como prueba; y un pragmatismo redivivo, hijo de la picaresca, del trato con una realidad indomable y despiadada, que a golpes ha ido forjando el ánimo de ese ser español. Ambas tendencias conviven y se disputan la soberanía de esa alma, sin que ninguna de ellas pueda vencer a la otra. Esta lucha profundamente pareja y equilibrada tiene un resultado inesperado: la transformación de la una en la otra.

Filosóficamente se tiende a pensar que la resolución del dualismo debe abocar a alguna forma de panteísmo de la unidad indiferenciada. Nada más lejos de la propuesta de la filosofía española, la cual afirma que la superación del dualismo es alguna forma de unidad viviente en la que la dualidad ha cambiado su signo, su valencia o su valor. Tal es la extraordinaria transformación a la que asistimos a lo largo del Quijote , novela en la que Cervantes, con mano maestra, ha sabido presentarnos esa extraña metamorfosis, dejándonos ante un final tan abierto como ambiguo, por la misma naturaleza de esta unidad viviente que la filosofía española aspira a alcanzar.

Ni la razón agónica unamuniana, ni la razón vital orteguiana ni tampoco la razón poética zambraniana ven en el Quijote una superación del dualismo por la vía de su supresión, sino un extraño híbrido, una síntesis compleja y de difícil análisis que constituye el objeto de todos los esfuerzos y anhelos dirigidos a su lectura del Quijote: descifrar el enigma de esa vida eterna a la que aspira de forma vehemente el alma española en su clara y profunda conciencia de la muerte, de la finitud y de la temporalidad de todo lo que se ama, y precisamente en la medida en que se ama.

La radicalidad de un pensamiento que renace, en su alborada, con esa capacidad de ir al origen, a la fuente de su propio dinamismo, caracteriza las tres miradas filosóficas al Quijote que pretendemos estudiar en el presente libro. La contundencia con la que se va a las «raíces» del propio pensar nos enfrenta con un problema de gran calado que sobrevuela las siguientes páginas. ¿No es la filosofía un saber universal, válido para todo tiempo y lugar? ¿No es lo específico y propio de la filosofía esta universalidad que la sitúa por encima de pueblos, nacionalidades, fronteras? ¿No fue, quizá, la inteligencia el mayor don que los dioses pudieron otorgar al hombre para hacerlo apátrida, ciudadano del mundo, como querían los estoicos; o, al menos, ciudadanos de la Jerusalén celeste, como querían los cristianos? ¿Hablar de una filosofía española no supone una vuelta a un posmodernismo decadente, amante de lo local y patrio, y la renuncia a la universalidad de la razón? Sabido es que estos sofismas eran propios del pensamiento ilustrado, con su concepción abstracta del espacio y del lugar, y a la par con una noción aún más abstracta de la universalidad de la razón. No hay en principio, ni debe haberla, una contradicción entre pensamiento enraizado y pensamiento universal. Que la filosofía naciera en una cuna concreta, Grecia, arraigada en una tierra, en una lengua, en un ethos , no parece haber sido ninguna rémora para su universalidad, al menos en su destino. El permanecer fiel a las raíces, a los orígenes, al carácter y al destino, no parece haber condenado a la filosofía griega a un localismo cerrado y asfixiante, sino que ha sido la base real de su apertura al mundo.

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