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Miguel de Unamuno - Soliloquios y Conversaciones

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Miguel de Unamuno Soliloquios y Conversaciones
  • Libro:
    Soliloquios y Conversaciones
  • Autor:
  • Editor:
    SAGA Egmont
  • Genre:
  • Año:
    2021
  • Índice:
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Soliloquios y Conversaciones: resumen, descripción y anotación

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Soliloquios y conversaciones Copyright 1911 2021 SAGA Egmont All rights - photo 1

Soliloquios y conversaciones

Copyright © 1911, 2021 SAGA Egmont

All rights reserved

ISBN: 9788726598636

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CONVERSACIÓN I

Pero hombre, eso ya nos lo ha dicho usted otras veces! ¡Cómo le gusta repetirse!

— Oiga, oiga lo que dice al respecto el gran humorista yanqui (ó yanqués, si usted quiere), Oliver Wendell Holmes en su libro «El autócrata de la mesa redonda».

Fuí, cojí el libro de un estante, lo abrí por uno de los pasajes que tengo en él señalados, y lo traduje.

«No ha de suponer usted que las observaciones que hago en esta mesa son como los sellos de correo, que no cabe usarlos sino una sola vez. Si cree usted eso, se equivoca. Tiene que ser un pobre hombre el que no se repita amenudo. Imagínese al autor de aquel excelente consejo «conócete á tí mismo», no volviendo á aludir á él durante el curso todo de una larga existencia. Las verdades que un hombre lleva consigo son como sus instrumentos, ¿y cree usted acaso que un carpintero está obligado á no usar del mismo cepillo sino una sola vez para alisar una tabla nudosa, ó á colgar el martillo luego que metió con él un clavo? Jamás repetiré una conversación, pero una idea amenudo. Usaré de los mismos tipos cuantas veces guste, pero no de las mismas estereotipias. Un pensamiento es amenudo original, aunque lo haya usted expresado cien veces. Le ha llegado á usted de nuevo por un nuevo camino, por una nueva asociación de ideas».

Cerré el libro, lo dejé en el sitio que en mi librería le tengo asignado, y volviéndome á mi interlocutor, le dije:

— ¿Qué tal?

— No está mal la cita — me contestó — y sobre todo ingeniosa. Y por lo que hace á eso de la originalidad de los pensamientos...

— Ah, en cuanto á eso — le interrumpí — me acude á la memoria otra preciosa cita.

— ¿De quién?

— Mía.

— ¿Pero se dedica usted á las autocitas? — me dijo no sin cierta maligna ironía.

— ¡Qué le vamos á hacer, amigo, hay que defenderse! Pero yo lo hago noblemente y sin engaño. Y como le decía respecto á eso de la originalidad, tengo dicho en alguna parte...

—¿Dónde? — me interrumpió.

— Por esta vez no hago el reclamo de mis libros — le dije, y proseguí: — tengo dicho en alguna parte que así como uno no es propiamente hijo de quien lo engendró — cosa muy fácil y sin mérito alguno — sino de quien lo crió, formó y educó, poniéndole en el puesto que le corresponde, así una idea no es hija de aquel que primero la concibió, sino de quien la crió, formó y educó, es decir, de quien le dió su expresión más adecuada y la colocó entre las demás ideas, sus compañeras, en el complejo y contexto donde adquiere su valor todo. ¿No está bien?

— Muy bien, como...

— ¡Cómo mío! — me anticipé á declarar.

— ¡Pero es defender la piratería literaria! — exclamó el pobre hombre.

Estuve á punto de decirle que era un incomprensivo, pero como este mi amigo es una buena persona y suele hablar muy bien de mí y hasta me hace el artículo, me abstuve, por cariño y por cálculo, de darle un disgusto así, limitándome á contestarle:

— No, hombre, no, es defender la originalidad. La originalidad es eso. No acuñar moneda, sino saber usarla. ¿Y quién le ha dicho á usted que no pueda uno entender y usar una idea mejor que aquel á quien primero se le ocurrió? ¿Es que cree usted que Máuser, el inventor del fusil que lleva su nombre, sea quien mejor lo maneje? Además no es preciso entender una idea como la entiende su progenitor. Hasta el entender mal una cosa suele ser fuente de grandes pensamientos.

— ¿Cómo? ¿cómo? eso si que no lo entiendo.

— Pues sí, amigo, hasta las erratas son fecundas. ¡Cuántas ideas nuevas no han sido sugeridas por una errata! ¿No ha oído usted eso de que el ave fénix renace de sus cenizas? Pues no hay tal ave fénix. Fénix, phoenix en griego, significaba la palmera y un ave, y el proverbio era que la palmera renace de sus cenizas, que se encendía un bosque de palmeras y éstas vuelven á brotar. Y los que luego ignoraron que se trataba de la palmera achacaron al ave el milagro.

— Es curioso...

— ¿Y no ha visto usted á la Santísima Virgen María pisando la cabeza de una serpiente? Pues las sagradas letras no dicen eso; no dicen que la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente, sino su linaje, su hijo. En la traducción se cambió «ella» por «él» y de ahí ha venido todo. Hay hasta teorías, hasta sistemas enteros, fundados en malas traducciones, en erratas, en no haber entendido el texto. Espere usted.

Volví á acercarme á mi libreríay tomé de ella el libro de Renán sobre Averroes y el averroísmo.

— Vea usted lo que dice Renán al exponernos cómo el averroísmo es la historia de un contrasentido. Dice: «Para el filólogo un texto no tiene más que un sentido; pero, para el espíritu que ha puesto en ese texto su vida y sus complacencias todas, para el espíritu humano que á cada hora experimenta nuevos anhelos, la interpretación escrupulosa del filólogo no puede bastarle. Es menester que el texto que ha adoptado resuelva todas sus dudas, satisfaga todos sus deseos. De aquí una especie de necesidad del contrasentido en el desarrollo filosófico y religioso de la humanidad. El contrasentido, en las épocas de autoridad es como el desquite que toma el espíritu humano contra la infalibilidad del texto oficial... ¿Qué sería de la humanidad si desde hace diez y ocho siglos hubiera entendido la Biblia con los léxicos de Gesenius ó de Bretschneider? No se crea nada con un texto que se comprende demasiado exactamente. La interpretación verdaderamente fecunda, que en la autoridad aceptada de una vez para siempre sabe hallar respuesta á las exigencias sin cesar renacientes de la naturaleza humana, es obra de la conciencia más que de la filología.» Estas son las últimas palabras de este libro de Renán — añadí, cerrándolo — y yo, filólogo como él, las suscribo y hago mías.

Cuando volví de haber dejado el libro en su sitio, mi amigo, mirándome con malignidad, me dijo:

— Ahora espero que me haga usted mención de sus propios comentarios al «Quijote», inspirados en ese criterio.

— Como usted, amigo, se me ha anticipado á citármelos, renuncio yo á ello — le dije.

— Y de todo esto, ¿qué sacamos en limpio? — me preguntó en seguida.

— ¡Bah! — le contesté — la cosa es matar el tiempo y excitar la imaginación.

— ¿Para qué?

— Para darle carrera y que corra.

— ¿No será mejor aquietarla y darle reposo?

— ¡Ay, amigo! he ahí mis dos grandes anhelos, el anhelo de acción y el anhelo de reposo. Llevo dentro de mí, y supongo que á usted le ocurrirá lo mismo, dos hombres, uno activo y otro contemplativo, uno guerrero y otro pacífico, uno enamorado de la agitación y otro del sosiego. ¿Ha oído usted hablar de Roberto Burns? ¿ha leído usted alguna de sus admirables poesías?

— He leído — me contestó — lo que de él dice Carlyle en su libro sobre los héroes y el heroísmo y algunas referencias sueltas. Pero en cuanto á poesías suyas no conozco ninguna.

— Pues es lástima y es lástima que no sepa usted inglés para poder leerlas en su original, en su dialecto escocés del inglés. Pero ya que no una poesía, voy á traducirle un pasaje de uno de sus escritos en prosa. Dice:— y tomando otro libro, leí: «Mi peor enemigo soy yo mismo. Hay dos criaturas á que yo envidiaría —á un caballo salvaje que atraviesa las selvas de Asia y á una ostra en alguna de las costas desiertas de Europa. El uno no tiene deseo ni satisfacción, y la otra no tiene ni deseo ni miedo.»

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