Diseño de la cubierta: Ferran Fernández
Edición digital: José Toribio Barba
© 2021, Fernando Pérez-Borbujo Álvarez
© 2022, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-4839-3
1.ª edición digital, 2022
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A mi madre
La única alegría del mundo es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta este sentimiento –prisión, enfermedad, costumbre, estupidez–, querríamos morirnos.
C ESARE P AVESE , El oficio de vivir
«En el principio era la angustia», tal habría debido ser la traducción que Fausto emprendiera del famoso prólogo al evangelio de Juan. Ni el lógos, ni la acción, candidatos de los últimos dos milenios a ocupar el lugar del principio, parecen haber dado cuenta de la situación del hombre, y mucho menos del hombre en la encrucijada contemporánea. La angustia se ha mostrado, desde el inicio de la Modernidad en crisis, como el afecto determinante de nuestro tiempo. En ella se ha querido ver una señal del malestar –psicológico, moral y espiritual– que caracteriza a nuestra época después de la «muerte de Dios», expresión que indica no tan solo el desamparo existencial, sino la falta de sentido y de referentes comunes para la construcción de una vida comunitaria plena.
Estas visiones, que reducen la angustia a su nivel psicológico, la conciben como un mal que debe ser evitado a toda costa. No obstante, una exploración rigurosa sobre el papel que la angustia juega en la vida humana podría llevarnos a corregir esa visión. Para empezar, habría que establecer que la angustia no es un fenómeno que tenga que ver tan solo con la muerte, sino que, por el contrario, la angustia muestra su fuerza y su sentido verdaderos en el fenómeno del nacimiento. Dicha corrección en nuestra percepción de la angustia nos permitirá cambiar también la valoración de la misma y entender de un modo nuevo su sentido.
La angustia del nacimiento es la que nos permitirá entender toda angustia (de nacimiento, sexualidad, libertad o muerte) como una angustia del principio. Es el principio, y todo aquello que se inicia, y en tanto que se inicia, el origen de la angustia. La angustia señala y muestra lo que está naciendo en tanto en cuanto está naciendo. Angustiarse es lo propio de lo que está naciendo, de lo que se encuentra en el proceso de nacer, de salir a la luz, de alumbrarse. De ahí que en la angustia desempeñe un papel fundamental la relación del existente con lo matricial, con la madre, en cuanto principio de alumbramiento.
Será este cambio de orientación el que nos permitirá percibir que la angustia no es un fenómeno de la Modernidad, sino un fenómeno persistente y constante en la historia de la Humanidad, como nos lo demuestra la tesis de Nietzsche sobre la presencia de la angustia bajo la aparente serenidad que Winckelmann atribuía al helenismo griego; o la presencia de la angustia en los ritos sacrificiales de la religiones primitivas; o en cualquier ámbito donde aparezca la actividad humana ligada a la cuestión del inicio.
Las conexiones entre angustia y esperanza nos permitirán ver dicha tesis extrapolada al ámbito social, político y comunitario, pero también a sus dimensiones natural y cosmológica. En realidad, la tesis que aquí defendemos es de naturaleza metafísica y, por ende, atiende al Ser desde su origen. Si así fuese, no habríamos hecho sino confirmar la verdad de la sentencia que encabeza el presente volumen: «En el principio era la angustia (Am Anfang war die Angst)».
Peter Watson, La edad de la nada. El mundo después de la muerte de Dios, Barcelona, Crítica, 2014.
Prólogo
I
En una época como la actual, marcada por la crisis –no tan solo económica, sino moral, espiritual y social–, parece hasta de mal gusto volver a conjurar el viejo espectro de la angustia. Tras años intentando olvidarnos de tan incómodo huésped resulta del todo impertinente volver a hacerlo irrumpir en escena. La angustia evoca en nosotros un estado de ánimo, un afecto displicente y desagradable que directamente sintoniza con aquello que en nosotros, irremediablemente, no va bien. Hemos desarrollado en la última centuria hasta el extremo nuestro conocimiento psíquico para no saber qué significa la angustia. La angustia habla de un malestar psíquico, de un temor indeterminado que nos atenaza de manera aparentemente inexplicable, de un síntoma cuya raíz se nos escapa sin que podamos vislumbrar su origen.
Se ha impuesto de manera generalizada que el estar angustiado es el preámbulo de un mal inevitable. Al igual que en el caso del depresivo, la percepción social de la angustia habla de uno de los males que con más cuidado hay que evitar a toda costa. Pero desgraciadamente la angustia nos atenaza cuando menos lo esperamos, atacándonos por la espalda y brindándonos su abrazo mortal. Aunque el ataque de la angustia sea súbito, imprevisible y letal, lo terrible para el ser humano es que la angustia se desarrolla en espiral, en una especie de tendencia obsesiva a girar en círculos, favoreciendo la autorreflexión de la angustia sobre sí misma, de modo que el angustiado aún se angustia más, y cuanto más busca el origen de su angustia, que se esconde y huye de su mirada interrogadora, más se angustia. De igual modo el depresivo, ignorante de la causa de su depresión, no puede sino sentirse inocentemente culpable, e ignorando el origen saberse culpable de un mal del que no sabe cómo librarse.
Esta naturaleza dialéctica de la angustia es la que ha hecho que el ser humano rehuyera en todo momento y lugar, como si de la peste se tratara, la realidad terrible de la angustia. La angustia, en su espiral sin fin, hablaba al hombre de su desamparo, del hundimiento de su mundo, de la crisis de sus creencias y valores, impeliéndolo a la inacción paralizante que debería conducirle a una meditación pausada y reflexiva sobre su vida. El ser angustiado, paralizado, se encontraba en posición introspectiva, ensimismado, espantado y horrorizado de encontrase hundido y sin posibilidad de salvación, se veía irremisiblemente perdido por causa propia. La única manera de salir de la angustia parecía ser con un cambio radical, no tan solo de vida sino del propio ser: «renovarse o morir», parecía ser el lema. No es de extrañar que esta visión que la sabiduría popular tenía de la angustia supusiera que esta amenazaba con acabar irremisiblemente en la muerte por suicidio, haciendo que el sujeto se viera continuamente amenazado por la tentación de la desesperación. La pérdida de vista de la realidad, la oclusión del horizonte de futuro, la vivencia radical del sinsentido, la percepción de pérdida de suelo y un sufrimiento de tal profundidad llevan a que se desee acabar, aunque sea a costa de la propia vida.
El hombre actual, agobiado por el peso finisecular de una sociedad que está harta ya de vivir en la crisis y busca tan solo maneras de habitar la crisis, anhela narcóticos, mecanismos de evasión, finales felices, motivos para la acción, fuentes de renovadas esperanzas. La conciencia apocalíptica de nuestro tiempo, fruto de una escatología sin futuro, apela necesariamente a la búsqueda de nuevas formas de esperanza. La capacidad de resistencia del viviente, su autoestimulación a la vida aún allí donde todo parece volverse en contra, es tan fuerte que nunca renunciará a alguna forma de esperanza con la que enfrentarse con los males, los peligros y los retos de su propia época.