Índice Introducción Prefacio de la autora CAPÍTULO 1 «El tío farmacéutico» CAPÍTULO 2 La conexión Farben CAPÍTULO 3 I.G. Auschwitz CAPÍTULO 4 Capesius hace su entrada CAPÍTULO 5 Bienvenido a Auschwitz CAPÍTULO 6 El dispensario CAPÍTULO 7 «Conocer al demonio» CAPÍTULO 8 «El veneno de Bayer» CAPÍTULO 9 «Un olor ambiguo» CAPÍTULO 10 Los judíos húngaros CAPÍTULO 11 Oro dental CAPÍTULO 12 Un final inminente CAPÍTULO 13 Bajo arresto automático CAPÍTULO 14 «¿Qué crimen he cometido?» CAPÍTULO 15 Nadie sabía nada CAPÍTULO 16 Un nuevo comienzo CAPÍTULO 17 «Inocente frente a Dios» CAPÍTULO 18 «La banalidad del mal» CAPÍTULO 19 «No tenía el poder para cambiarlo» CAPÍTULO 20 «Perpetradores culpables de asesinato» CAPÍTULO 21 Burócratas sin inspiración CAPÍTULO 22 «No es motivo de risa» CAPÍTULO 23 El veredicto CAPÍTULO 24 «Todo fue una pesadilla» Epílogo Agradecimientos Bibliografía escogida Notas Acerca del autor Créditos
Para Gerald, quien me alentó a
encauzar en este libro mi apasionada
convicción de que los crímenes
del Holocausto no deben olvidarse nunca.
Introducción
Tuve el honor y el privilegio de conocer y trabajar con Simon Wiesenthal, el cazador de nazis, durante cerca de 30 años. Como resultado de haber perdido a 89 miembros de su familia en el Holocausto nazi, y a causa de la innombrable barbarie y crueldad que Simon sufrió y atestiguó durante la Shoah, dedicó cada día desde el 5 de mayo de 1945 —cuando soldados estadounidenses lo liberaron más muerto que vivo del campo de concentración de Mauthausen—, a perseguir y rastrear a los asesinos en masa de su pueblo. Ayudó a cazar a cerca de 1,100 criminales nazis, incluyendo al hombre que arrestó a Ana Frank y a su familia.
«Justicia, no venganza» era su credo. «Necesitamos criminales condenados y no mártires para la causa neonazi», nos decía Simon en el Centro Simon Wiesenthal, que creó en 1977. Era un cruzado de la justicia, que trabajó infatigablemente casi solo y sin apoyo significativo durante los años de la Guerra Fría para garantizar que la memoria se preservaría y se haría justicia.
«Cada juicio será una vacuna contra el odio y una advertencia a las generaciones que aún no nacen sobre la capacidad del hombre para hacer el mal a sus semejantes», decía a los auditorios de las universidades estadounidenses en las décadas de 1970 y 1980.
Cuánta razón tenía este cruzado de la justicia. Vivimos en un mundo en el que el negar el Holocausto es una política de Estado por parte de los mulás en Irán; en donde los términos y los símbolos del Holocausto se invierten y son explotados por los extremistas que odian al Estado judío; en el que palabras como genocidio y, sí, aun Auschwitz, son cínicamente cooptadas por políticos, comentaristas e incluso académicos. Pero lo peor de todo es la propensión, 70 años después, a observar la Shoah por el espejo retrovisor de la historia, a declarar que Auschwitz ha perdido relevancia en nuestros días.
Esa es la razón por la que El farmacéutico de Auschwitz es un trabajo tan importante y tan pertinente. Rastrea la pista de un hombre instruido, Victor Capesius, que se tituló como farmacéutico, que era un popular vendedor de I.G. Farben y Bayer, que conocía y socializaba con judíos en su natal Rumania antes de la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo hombre terminó al lado del Ángel de la Muerte en Auschwitz, enviando a veces a gente que conoció en época de paz
—incluyendo a unas jóvenes gemelas judías— a una muerte inmediata en las cámaras de gas. También custodiaba la reserva nazi del gas Zyklon B y proporcionaba fármacos que eran empleados por médicos para llevar a cabo experimentos espantosos y mortales en mujeres embarazadas y niños. Fue un hombre que hurgaba en los cadáveres de los judíos en busca de empastes de oro, y llevado por la codicia arrastraba pesadas maletas llenas del oro extraído a miles de víctimas.
Tan importante como rastrear la carrera de Capesius en Auschwitz es la reconstrucción de la señora Posner del juicio a un grupo de criminales nazis en una corte de Alemania Occidental a principios de la década de 1960. Este incluyó al ayudante principal del comandante de Auschwitz, así como a doctores, dentistas e incluso kapos ,* junto con Capesius. A lo largo del juicio, e incluso después de su condena y sentencia a nueve años, Capesius y los demás acusados nunca mostraron remordimiento. Los sobrevivientes que se atrevieron a testificar en la corte alemana fueron recibidos con miradas de desprecio por parte de los nazis que quedaban, quienes parecían desconcertados por el hecho de que alguna de sus víctimas hubiera sobrevivido. En el caso de Capesius —el mentiroso, ladrón y atracador de muertos—, él siempre negó sus crímenes, se rehusó a responsabilizarse por sus actos o a pedir perdón a los judíos que asesinó. Se veía a sí mismo como una víctima, una buena persona que solo cumplía órdenes, un subalterno que nunca debió haber sido encarcelado.
El 24 de enero de 1968, a menos de haber cumplido dos años y medio de su sentencia de nueve años, Capesius fue liberado de la cárcel por el máximo tribunal alemán. Después de su liberación, la primera aparición pública de Capesius en Göppingen fuecon su familia en un concierto de música clásica. Al entrar a la sala la concurrencia prorrumpió espontáneamente en un entusiasta aplauso. Para muchos, incluyendo tal vez a algunos de los jueces nazis que lo habían liberado, Capesius merecía simpatía y apoyo. Después de todo, para ellos no era más que un buen alemán que solo había cumplido órdenes.
Patricia Posner garantiza que las nuevas generaciones puedan comprender que el camino que él, y otros como él, escogieron, conduce directamente a las puertas del infierno y más allá.
Rabino Abraham Cooper
Decano asociado
Cofundador
Centro Simon Wiesenthal
Los Ángeles, California
Agosto de 2016
Notas
* Kapo era un término utilizado en algunos presos que trabajaban dentro de los campos de concentración nazis en labores administrativas más bajas ( N. de la T. ).
Prefacio de la autora
En la primavera de 1986 asistí en el Hotel Plaza de Nueva York a una reunión que mi esposo, el escritor Gerald Posner, había organizado en Trader Vic’s, un restaurante polinesio. El objetivo era continuar la investigación que llevábamos a cabo sobre el doctor Josef Mengele, el infame Ángel de la Muerte, responsable de atroces experimentos médicos en Auschwitz, el mayor campo de concentración nazi. Lo que había empezado como una demanda sin cobrar por parte de Gerald a favor de dos conejillos de Indias de Mengele sobrevivientes, se había convertido en una biografía del prófugo nazi. Durante esos años habíamos viajado a Alemania y a América del Sur en busca de la historia en archivos hacía mucho tiempo sellados, y nos introdujimos en los círculos neofascistas de la posguerra que habían ayudado a Mengele a mantenerse un paso adelante de los cazadores de nazis.
La reunión en Trader Vic’s era ni más ni menos que con Rolf Mengele, el único hijo del tristemente célebre doctor. Gerald y yo esperamos en un pequeño reservado mal iluminado el arribo de Mengele, que en esa época tenía 42 años. Como judía británica sabía que, si mis abuelos maternos polacos no hubieran emigrado al Reino Unido a principios del siglo XX, habría sido muy probable que hubieran acabado en un campo de la muerte nazi. Tal vez hubieran muerto en Auschwitz, en donde hombres como Mengele tenían un dominio absoluto. Por ello, era comprensible que nuestra investigación sobre este personaje me pareciera surrealista. Gerald había tenido un intercambio sumamente desagradable e irritante en Buenos Aires con Wilfred von Oven, asistente principal del jefe de propaganda nazi, Josef Goebbels, y editor de un periódico virulentamente antisemita de posguerra en Argentina. En otra ocasión vi una colección de recuerdos nazis, «regalo» de uno de los patrocinadores de Mengele en Paraguay para obtener la ciudadanía. Pero todo eso parecía bastante lejano ahora que estaba a punto de conocer a Rolf Mengele.
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