−Sí, antes de que tú nacieras esto era una cárcel.
−Es enorme. ¿Había tantos malos antes de que yo naciera?
−Esta cárcel funcionaba al contrario, dentro estaban los buenos y fuera estaban libres los malos.
Introducción
L a noche del 27 de enero de 2014 acabé de escribir un artículo para La Stampa sobre el septuagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz-Birkenau. Pensé entonces que los testigos que habían participado en la ceremonia parecían tan lúcidos y eficaces como siempre, pero también que cada vez eran menos numerosos. Había ido con mi padre, que nunca había estado en el campo, y, mientras comíamos pierogi en un restaurante camino de Cracovia, hablé con Michele Curto, un gran amigo, concejal de Turín y, sobre todo, alma infatigable del Treno della Memoria, en el que durante más de quince años miles de estudiantes italianos han viajado a los lugares donde tuvo lugar el exterminio y han regresado a sus casas transformados.
Propuse al periódico que me dejara entrevistar a cinco supervivientes cuyas historias fueran menos conocidas para publicarlas y contribuir de esta forma a que sus voces no se perdieran. Los resultados fueron un libro digital titulado Se chiudo gli occhi muoio y unas cuantas presentaciones, pero, por encima de todo, la voluntad de seguir escribiendo sobre Auschwitz. Ahora bien, ¿cómo? No soy historiadora y el material es de los que deben tratarse con un cuidado —y me quedo corta— inhibidor. Por ese motivo pedí ayuda a Jadwiga.
Jadwiga Pinderska-Lech es un personaje fundamental de esta aventura, al igual que Michele Curto, que conoce el país y el idioma porque fue uno de los pioneros del programa Erasmus en Polonia después de la caída de la Unión Soviética. Por ese motivo me ha acompañado materialmente en la elaboración de este libro. Jadwiga, por su parte, es la directora de la editorial del museo estatal de Auschwitz-Birkenau y, a pesar de que es una mujer menuda, rubia y en apariencia tímida, soporta sobre sus hombros la memoria de todos los que antes de morir decidieron contar sus vivencias en el campo. Los escucha, los graba, después de que hayan dado su testimonio sigue llamándolos con dulzura para asegurarse de que están bien y los visita hasta que —como sucedió la última vez que estuve en Polonia, en el mes de noviembre— recibe la triste llamada telefónica de un pariente que le comunica la fecha del funeral. Jadwiga me habló de Mala Zimetbaum y de Edek Galiński, dos deportados a los que sus compañeros del museo llamaban Romeo y Julieta, pero que, curiosamente, apenas eran conocidos fuera.
La verdad es que nunca había oído hablar de ellos. No soy una experta en el tema, al contrario. Pero me parecía extraño no saber nada de una judía que había sido legendaria entre las detenidas por la cantidad de vidas que había salvado, que se había enamorado de un prisionero político polaco y que había escapado con él. Lo mismo les sucedía a todos aquellos a los que preguntaba si habían oído hablar alguna vez de Mala y Edek. Bastante intrigada, decidí ponerme manos a la obra.
Pese a que había nacido en Polonia, Mala fue deportada desde Amberes, una ciudad que yo conocía bien porque hacía apenas unos meses la había recorrido de arriba abajo para seguir el primer proceso europeo contra los luchadores extranjeros —término referido a los jóvenes voluntarios que el entonces emergente Estado Islámico había enrolado en Siria—. Era el otoño de 2013 y Bélgica se enfrentaba ya a un número sorprendente de yihadistas reclutados y enviados a la frontera turca en pos del mito del califato. Yo también conocía a fondo Borgerhout, el barrio de Mala, porque en el mismo lugar en el que en los años treinta se concentraban los judíos refugiados en Bélgica que huían de la discriminación y del auge del antisemitismo viven hoy los inmigrantes magrebíes —segundas y terceras generaciones—: una ciudad dentro de la ciudad donde los predicadores del odio pescan a manos llenas.
Poco a poco fui entrando en los personajes, buscando lo que quedaba de ellos. No mucho, a decir verdad. Además de los documentos oficiales sobre sus vidas antes de Auschwitz, la prisión, la breve fuga y la ejecución ejemplar, están los testimonios de los deportados que los conocieron personalmente. En su mayoría son memorias escritas, porque casi todos han muerto. Por eso he reunido con sumo cuidado las valiosas voces de los que podían decir «Yo estuve allí» y describir lo que sucedió ante sus ojos: Léon Schummer, Dolf Galant, las supervivientes Eva Fastag, Halina Birenbaum, Marceline Loridan-Ivens.
Sabemos muy poco de dos personajes tan formidables como Mala y Edek. Los únicos trece días que compartieron como personas libres son una imagen evanescente de la que solo queda el camino flanqueado de bosques y colinas, unas cuantas decenas de kilómetros en un campo polaco que sigue siendo prácticamente igual. En cambio, en estos años sí que se ha transformado la intensidad del recuerdo de estos jóvenes enamorados, que en un principio fue muy vivo gracias a los testimonios, pero luego se ha ido convirtiendo en simple terreno de estudios especializados. Por distintas razones, nadie por parte de Mala ni por parte de Edek ha querido recordarlos y transmitir su herencia; los dos eran demasiado anómalos y su relación rompía en exceso los esquemas propios de ese abismo aniquilador que fue Auschwitz.
El círculo se completa, si cierro los ojos muero; pero para tener los ojos abiertos es necesario seguir contando, como Sherezade. Y yo me siento orgullosa de contar la historia de Mala y Edek. No porque sea más importante o conmovedora que las miles de vidas que los nazis destrozaron, sino porque es una historia de amor, algo que incluso los que no han vivido en el campo de concentración comprenden y que, por tanto, podrán perpetuar cuando los últimos protagonistas ya no estén aquí para hablar. No intento hacer una reconstrucción histórica con una verificación puntual y filológica de las fuentes ni una reflexión especializada sobre el universo de Auschwitz: muchos de los recuerdos que aquí transmito son por naturaleza subjetivos y falaces. Es un cuento sin final feliz, como a veces sucede en los cuentos de verdad.
Un buen día, de la inmensa red que llevaba varios meses sondeando en vano, emergió una joven ecuatoriana de treinta años que se presentó como Malka San Lucas. Es la nieta de la hija de la hermana mayor de Mala Zimetbaum y se llama como ella.
Edek no fue tan afortunado: su padre, desesperado por haberlo perdido a causa de un amor que consideraba equivocado, cargó su futuro con una especie de hipoteca. No obstante, Malka San Lucas sueña con tener una hija a la que llamar de nuevo Malka o Mala. Y si ella vive, él también vivirá.
Roma, 10 de diciembre de 2015
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Mala
A l alba del 1 de septiembre de 1939, los soldados del Tercer Reich cruzan la frontera alemana e invaden Polonia. Malka Zimetbaum tiene veintiún años y vive en Amberes, el gran puerto flamenco del mar del Norte donde se instaló con sus padres, dos hermanas y un hermano cuando tenía diez años. La oficina de inmigración de Bélgica registra la llegada de los Zimetbaum, uno tras otro, entre 1926 y 1930, una más entre las miles de familias judías que desde que finalizó la Gran Guerra han empezado a abandonar Polonia, que está sufriendo siniestras sacudidas antisemitas.