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SINOPSIS
Nuestro mundo parece haber entrado en ebullición. Varios populismos autoritarios han accedido al poder en países como la India, Polonia o Estados Unidos. Y como aquí nos muestra Yascha Mounk, es muy posible que, de resultas de ello, la democracia misma esté corriendo un grave peligro.
El pueblo contra la democracia es el primer libro que va más allá de la mera descripción del fenómeno del ascenso del populismo. Con un lenguaje claro y llano, describe cómo hemos llegado a esta situación, pero también hacia dónde deberíamos encaminarnos a partir de aquí. Tenemos muy poco tiempo que perder: esta podría ser nuestra última oportunidad de salvar a la democracia.
Yascha Mounk
El pueblo contra
la democracia
Por qué nuestra libertad está
en peligro y cómo salvarla
PAIDÓS Estado y Sociedad
Introducción
LA PÉRDIDA DE NUESTRAS ILUSIONES
Hay décadas interminables en las que la historia parece avanzar a paso de tortuga. Se ganan y se pierden elecciones, se adoptan y se revocan leyes, nacen nuevas estrellas y damos nuestro último adiós a viejas leyendas. Pero pese al paso corriente del tiempo, las constelaciones que guían el curso de la cultura, la sociedad y la política no varían.
Y luego hay años vertiginosos en los que todo cambia de repente. Los advenedizos toman la escena política. Los votantes claman por unas políticas que eran impensables apenas unos días antes. Tensiones sociales que llevaban mucho tiempo bullendo bajo la superficie entran en explosiva y terrorífica erupción. Un sistema de gobierno que daba la impresión de ser inmutable parece de pronto estar a punto de descomponerse.
Precisamente ahora nos encontramos en un momento de esa clase.
Hasta fecha reciente, la democracia liberal reinaba triunfal. Pese a las limitaciones de dicha forma de gobierno, la mayoría de los ciudadanos parecían estar profundamente comprometidos con ella. La economía crecía. Los partidos radicales eran insignificantes. Los politólogos pensaban que la democracia estaba asentada poco menos que como un lecho de roca en lugares como Francia o Estados Unidos, y que poco cambiaría allí en los años venideros. Desde el punto de vista político, parecía que el futuro no iba a diferir gran cosa del pasado.
Entonces llegó el futuro y, contra todo pronóstico, resultó ser muy distinto.
Los ciudadanos llevaban mucho tiempo desilusionados con la política; ahora se sienten además impacientes, enfadados, desdeñosos incluso. Los sistemas de partidos parecían estancados desde hacía tiempo; ahora los populismos autoritarios están en auge en todo el mundo, de América a Europa, y de Asia a Australia. Era normal que los diferentes partidos fueran recibidos con mayor agrado o desagrado por unos votantes u otros; ahora son legión los electores que están hartos de la democracia liberal misma.
La elección de Donald Trump para la Casa Blanca ha sido la manifestación más llamativa de la crisis de la democracia. Todo lo que se diga sobre la trascendente significación de su ascensión es poco. Por vez primera en su historia, la democracia más antigua y poderosa del mundo ha elegido a un presidente que muestra un indisimulado desdén por ciertas normas constitucionales básicas, alguien que dejó a sus seguidores «en suspense» a propósito de si aceptaría o no el resultado de las elecciones, que pidió que encarcelaran a su principal oponente política, y que ha mostrado sistemáticamente su favoritismo por algunos adversarios autoritarios de su país antes que por los aliados democráticos de este. Aun en el caso de que el poder de Trump sea frenado en última instancia por los controles y contrapesos institucionales característicos de aquel sistema político, la voluntad mostrada por el pueblo estadounidense de elegir a un autoritario en potencia para la más alta dignidad política del país es un muy mal presagio.
Y es evidente que la elección de Trump no es un incidente aislado. En Rusia y en Turquía, sendos «hombres fuertes» elegidos por el pueblo han conseguido convertir unas democracias incipientes en unas dictaduras electorales. En Polonia y en Hungría, los líderes populistas están aplicando ese mismo manual de actuación para destruir la libertad de los medios de comunicación, para minar la independencia de las instituciones y para amordazar a la oposición.
Puede que más países sigan pronto parecido camino. En Austria, un candidato de ultraderecha casi ganó la presidencia del país. En Francia, el rápido cambio del paisaje político está abriendo nuevas oportunidades tanto para la extrema izquierda como la extrema derecha. En España y en Grecia, los sistemas de partidos establecidos se están desintegrando a vertiginosa velocidad. Incluso en democracias tan supuestamente estables y tolerantes como son las de Suecia, Alemania y los Países Bajos, los extremistas están cosechando éxitos sin precedentes.
Ya no cabe duda de que soplan vientos de populismo. La pregunta ahora es si este momento populista devendrá en una era populista que ponga en entredicho la supervivencia misma de la democracia liberal.
Tras la caída de la Unión Soviética, la democracia liberal pasó a ser la forma de régimen dominante en el mundo en general. Parecía inamovible en América del Norte y en la Europa occidental, y estaba arraigando a pasos agigantados en países anteriormente autocráticos en la Europa del Este y en América del Sur, además de avanzar terreno a muy buen ritmo en naciones repartidas por toda Asia y toda África.
Uno de los motivos de aquel triunfo de la democracia liberal era la inexistencia de una opción alternativa que fuera mínimamente coherente. El comunismo había fracasado. La teocracia islámica contaba con escasísimo apoyo fuera de Oriente Próximo y Medio. El singular sistema chino de capitalismo de Estado bajo la bandera del comunismo difícilmente podía ser emulado en países que no compartían la peculiar historia del gigante asiático. Todo parecía indicar que el futuro pertenecía a la democracia liberal.
La idea de que la democracia tenía el triunfo final asegurado se asoció en aquel entonces a la obra de Francis Fukuyama. En un impactante ensayo publicado a finales de la década de 1980, Fukuyama sostenía que la conclusión de la Guerra Fría conduciría al «punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano». El triunfo de la democracia, proclamó él en una expresión que ha terminado por condensar el embriagador optimismo de 1989, señalaría «el fin de la historia».
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