I NTRODUCCIÓN
Q UÉ NOS ESTÁ PASANDO
¿Y SI EL PROBLEMA DE LA DEMOCRACIA FUERAN LOS CIUDADANOS ?
«Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar», escribió el poeta, cuyos versos, en feliz paradoja (a la altura de las de Zenón), no han pasado, sino que han quedado, indelebles, en nuestra memoria. Vivimos en tiempos de volatilidad, es cosa sabida, pero la constatación requiere matices, y no precisamente menores. Es cierto que pocas cosas quedan, mientras que la mayoría pasan, pero tanto el pasar como el quedar admiten toda la gama de colores de la paleta.
No creo que haya muchas dudas respecto a que las imágenes del asalto al Capitolio por parte de seguidores del entonces presidente Donald Trump a principios de enero de 2021 pertenecen al selecto grupo de las que permanecerán grabadas en la retina de una gran mayoría de ciudadanos por mucho tiempo, y es bueno que así sea. Porque resultaría lamentable que el viento de la volatilidad, que parece que se lo lleva todo por delante, alejara también de nuestras mentes algo que no solo no debe ser olvidado, sino que merece ser pensado con detenimiento y actitud crítica.
De los muchos aspectos que ofrece el lamentable episodio quizá convenga no desdeñar los relacionados con dimensiones profundas, casi estructurales, de nuestras democracias, que parecían funcionar razonablemente bien desde el momento en que se mostraban capaces de fijar las reglas del juego, los márgenes de la cancha y demás aspectos de la vida política con la suficiente claridad y rigor como para impedir que incluso a un personaje tan volcánico, errático y confuso como Trump pudiera cometer disparates irreversibles (de hecho, en cuanto Joe Biden accedió al poder empezó a revertir las medidas más polémicas de la etapa anterior). Sin embargo, podría objetar alguien, tan engrasado funcionamiento no impidió un acto tan radicalmente antidemocrático como el asalto a la sede del Senado y de la Cámara de Representantes. Es cierto, como lo es que tal vez eso sea, desde un cierto punto de vista, lo peor que hizo el entonces todavía presidente.
Pero detengámonos por un instante en el reproche e intentemos especificar su contenido. Al hacerlo comprobamos que eso peor que ha hecho Trump ha ocurrido, en puridad, al margen de su gestión propiamente dicha como presidente, justo al expirar su mandato (y precisamente por ello). ¿En qué ha consistido? En breve: en manipular de manera obscena y planificada a la ciudadanía, con la impagable ayuda de las redes sociales en lugar muy destacado, sin olvidar el apoyo entusiasta de una poderosa cadena de televisión. No fue, pues, la instrumentalización de lo que un viejo althusseriano habría denominado los «Aparatos Ideológicos de Estado» lo que le permitió persuadir a millones de estadounidenses de las bondades de su proyecto político y del atractivo de su figura. Insistir en que ha sido una persuasión basada en mentiras y sofismas en cierto modo no cambia nada, porque no es el caso que los ciudadanos persuadidos carecieran de instrumentos que les permitieran desenmascarar las mentiras o desmontar los sofismas.
Con otras palabras: en este caso, los puntos débiles de la democracia no se localizan en las instituciones. Ya no da más de sí el cansino discurso que intentaba ubicar en las élites o en alguna casta poco representativa del real sentir de los ciudadanos la causa del malestar de estos. A quienes manejan una idea extremadamente pobre y simplista de la democracia les parece que nada hay más democrático que adular de manera permanente a la ciudadanía, sea cual sea el rumbo que esta pueda emprender, las acciones que pueda respaldar o los líderes a los que pueda apoyar. Aunque, eso sí, cuando no se comporta como ellos desearían, de inmediato pasan a considerarla una criatura inocente que ha resultado ser víctima de un engaño por parte de algún político desaprensivo. No debería resultar casual que acostumbren a ser estos mismos los que más interés suelan tener en estar muy presentes en los medios y, a poco que puedan, en controlarlos. Dan con tales actitudes un claro ejemplo de lo que Emilio Gentile ha denominado «democracia recitativa». No creo que haga falta a estas alturas andar haciendo referencia a casos concretos que ilustren lo que se está planteando.
Los puntos débiles aludidos al principio del párrafo anterior están claros. Pero hay que dar un paso más sobre la mera constatación y señalar el denominador común de dichos elementos, que no es otro que el hecho de que sus comportamientos han sido presentados en todo momento por los propios protagonistas como ejercicios de su soberana libertad (individual o de expresión) y no como resultado de la aplicación de norma o ley alguna, ni bajo la cobertura de ningún paraguas institucional. En el caso del entonces presidente, el argumento que esgrimía era el de que sus arengas no representaban otra cosa que un ejercicio de la libertad de expresión que le asiste, y en el de sus partidarios, que su comportamiento no perseguía otra cosa que salvaguardar la propia democracia, sometida a un enorme fraude electoral. Las redes sociales, por su parte, son presentadas por los usuarios de tendencias —como la «trumpista»— como la última trinchera frente a los poderes fácticos en materia de comunicación, como el ámbito en el que cualquier opinión puede ser expresada sin limitación ni jerarquía algunas. Y qué decir, en fin, de los medios de comunicación tradicionales, que han presentado siempre y sistemáticamente cualquier intento de regulación del espacio comunicativo como un atentado directo por parte del poder político a la libertad de expresión y, por ende, a la democracia.