Jean Delumeau - La confesión y el perdón
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- Libro:La confesión y el perdón
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1990
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La confesión y el perdón: resumen, descripción y anotación
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La manera prudente y amistosa de confesar recomendada por san Alfonso de Ligorio fue ganando, en los siglos XIX y XX, al conjunto de la Iglesia católica. Pero no impidió la creciente deserción de los confesionarios, que había comenzado a mediados del siglo XVIII. Porque pervivía entero el problema más difícil de todos: el de la obligación de una confesión detallada que no conocieron ni la cristiandad ortodoxa ni la protestante.
En Francia, después de la Revolución, se vio a gentes que querían reanudar la costumbre de la misa dominical y volver a cumplir con Pascua. Pero refunfuñaban ante la idea de volver al confesionario y terminaron por alejarse de la Iglesia. En el siglo XIX se afirmará con toda claridad una hostilidad virulenta —sobre todo masculina— respecto a la confesión. Se le reprochará intervenir en la intimidad de los hogares, oponer la mujer al hombre, la religión a la política, la escuela confesional a la escuela laica, y la nostalgia del Antiguo Régimen al progreso republicano. Será denunciada como un abuso de poder. Sus adversarios perderán entonces completamente de vista sus objetivos mayores: tranquilizar y perdonar.
De todos modos, ¿cómo no encontrar al final la pregunta planteada al principio de este ensayo? ¿Tranquilizaba la confesión? ¿Ayudó verdaderamente a los penitentes a soportarse mejor a sí mismos, a estar más a gusto en su piel, y sentirse más contentos en la vida? La respuesta a semejante pregunta, a decir verdad demasiado amplia, no puede ser sino matizada. O, mejor dicho, hay respuestas, y no una sola.
Que el perdón divino transmitido por el sacerdote haya reconfortado y sacado adelante a unas almas ricas de una verdadera sensibilidad religiosa y moral está fuera de duda. Al margen de cualquier coacción legalista, se dirigían al confesor como a un «director de conciencia», amigo y confidente en quienes veían un guía seguro. Evidentemente, hay que considerar como un gran enriquecimiento cultural y un profundo refinamiento psicológico la práctica que se desarrolló en el siglo XVII, sobre todo entre las clases acomodadas, consistente en tener un «director de conciencia» a quien confiaban sus más íntimos secretos y que aceptaba dirigir a sus penitentes en la difícil navegación hacia la salvación.
Pero —sigamos insistiendo—, dejando a un lado esta situación privilegiada, y por supuesto minoritaria en la sociedad global, ¿tranquilizaba la confesión? Sí, cuando se trataba de personas que, teniendo conciencia de haber cometido un pecado mortal o pecados mortales, extraían de la absolución la certeza de escapar al infierno que los amenazaba. Y no, por el contrario, si se piensa, por un lado, en aquellas personas a las que perturbaba la enfermedad del escrúpulo, trampa sutil del demonio, y a las que la medicina eclesiástica no conseguía curar porque se preocupaban por una perfección más allá de lo razonable; y no si pensamos, por otro lado, en aquellas personas que sólo obedecían al precepto de la confesión anual (al cura de su parroquia) para satisfacer la costumbre y cumplir con Pascua sin atraer sobre ellos miradas reprobadoras.
Resulta imposible, a buen seguro, cuantificar estas diferentes categorías de clientes del confesionario. ¿Es excesivo suponer que los del último tipo fueron siempre numerosos? Sobre todo porque, a menudo, la escala de valores y los criterios de apreciación de las faltas no debían ser los mismos a un lado y otro de la rejilla del confesionario. Hemos podido captarlo en dos ocasiones en las páginas anteriores: los hidalgos del Languedoc no veían con malos ojos el hecho de levantar en alto a las chicas durante una danza folclórica, pero el obispo Pavillon se indigna ruidosamente por ello; y al contrario, san Alfonso, más comprensivo, renuncia a hacer comprender a determinados campesinos de Italia del Sur la gravedad del adulterio.
Podemos preguntarnos entonces, tanto en este caso como en muchos otros, en qué medida las dos partes del sacramento de la penitencia hablaban el mismo lenguaje, se situaban en el mismo universo y concebían el pecado mortal de la misma forma. Aunque los catecismos hayan difundido de forma masiva la antropología pesimista oficial sobre el pecado original y la gravedad de las faltas subsecuentes, podemos dudar que la masa de la población haya interiorizado realmente esa culpabilidad hereditaria y permanente que, de no producirse la redención, habría hecho merecedora del infierno a toda la humanidad. Muchos penitentes presurosos del sábado santo no tenían realmente necesidad de ser tranquilizados por el perdón del sacerdote. Su confesión no podía ser sino estereotipada y formal.
Cuando se deja el plano de la obligación y de la obediencia pasiva al precepto, ¿cómo dudar de que la civilización occidental recibió la huella profunda de una pastoral tan fuertemente marcada por la necesidad de la confesión? Sabemos que las misiones del interior, cuya importancia toda mide ya la historiografía contemporánea, tendían hacia la confesión general. Los fieles eran invitados vivamente a hacer, con ocasión del paso de los misioneros, una revisión de su vida, incluso una auténtica conversión personal. La comunión de toda la comunidad parroquial constituía luego el coronamiento y la consagración de las «buenas resoluciones» tomadas individualmente por cada uno de los feligreses tocados por la gracia.
Recordemos la batería de preguntas relativas a las circunstancias del pecado que se invitaba al penitente a plantearse o que el confesor se esforzaba por plantearle: ¿Quién? ¿Qué? ¿Dónde? ¿Por quién? ¿Cuántas veces? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Este cuestionario se afinaba además mediante preguntas complementarias sobre las circunstancias «agravantes» o «atenuantes» y sobre la evaluación moral de las recaídas. Visto de lejos y desde arriba, este examen de conciencia sin concesiones encuentra su lugar natural en la historia del hombre occidental activo, lúcido e inquieto, nunca satisfecho de sí mismo, volcado hacia continuas mejoras de sí mismo y del prójimo. En lo cual se opone, casi palabra por palabra, al hombre tranquilo y sereno de la tradición budista e hinduista.
La confesión, si no siempre para otros al menos para uno mismo, fue uno de los caminos por el que nuestros antepasados progresaron hacia un conocimiento mejor del alma humana y hacia una mayor eficacia en la acción. Por eso, en mi opinión existió un vínculo entre las exigencias planteadas a la conciencia individual y el discurso sobre el tiempo que dominaron a la vez, sobre todo a partir del Renacimiento, los hombres de Iglesia y los hombres de negocios. Ver claro en sí mismo y no derrochar el tiempo fueron dos reglas conjuntas que modelaron las mentalidades occidentales.
Los directores de conciencia de la catolicidad colocaron el listón muy alto. Estuvieron más atentos a las circunstancias «agravantes» que a las «atenuantes», se interrogaron sobre la calidad del arrepentimiento —¿contrición o sólo atrición?—, pidieron seguridades para el futuro antes de perdonar. Los incondicionales de la contrición pueden parecemos terriblemente elitistas e inhumanos, y lo fueron indiscutiblemente si nos quedamos en el plano de la confesión obligatoria que era, en efecto, la ley de la época.
Pero cuando exigían del penitente un «principio de amor a Dios», sin darse cuenta se deslizaban de la coacción a la libertad. Hacían como si todos los peticionarios de perdón fueran voluntarios. Invitaban entonces a no pensar ya en el infierno sino sólo en Dios, y les garantizaban a cambio el perdón sin medida que tranquiliza plenamente. A nosotros los historiadores nos corresponde distinguir mejor de lo que ellos mismos lo hicieron, esos dos escalones en los que sucesivamente se situaron, sin darse cuenta de que esa amalgama entre autoridad y libertad, confesión de precepto y paso espontáneo, falseaba todo su discurso sobre la confesión y el perdón.
En cualquier caso, de los pesados archivos de la confesión surgen, en mi opinión, varias líneas dominantes. La indulgencia en el confesionario tuvo sus desviaciones y el probabilismo sus excesos. Pero la amalgama de las acusaciones dirigidas contra ellos enmascaró la verdadera significación de un movimiento caritativo de comprensión de los penitentes y ridiculizó una voluntad legítima de adaptar la ética a las condiciones cambiantes de un mundo arrastrado por una revolución cada vez más rápida. Entre los siglos XVII y XVIII, la inmensa reflexión de la teología moral sobre la confesión penitencial llevó a poner progresivamente en duda la noción de «ley natural» y a conceder un valor creciente a la conciencia individual y a la responsabilidad personal. Un mensaje semejante sigue siendo actual.
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