Jean Paul - Introducción a la estética
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El que pretende y se atreve a faltar el respeto al público entiende bajo esta palabra la generalidad de los que leen. Pero el que cuantas veces escribe no muestra en cuanto le sea posible el respeto que le merece su público, público del cual él mismo forma parte como lector y como escritor, ése peca contra el Divino Espíritu del Arte y de la Ciencia, seducido ya por la pereza, ya por el amor propio, ya, finalmente, por un culpable y estéril deseo de vengarse de críticos victoriosos. Desafiar al propio público es halagar a otro que no lo merece, es dejar su medio natural por una posición falsa. ¿Y no es la posteridad un público que todo autor debe respetar y que no puede despreciar aunque arda en justa cólera contra el público actual? Por eso en esta edición he tenido en cuenta las observaciones de algunos críticos y, llevado por ellas, he omitido algunas cosas y he añadido otras.
Equivocadamente, algunos críticos (como Bouterwek y Koeppen) han inculpado a esta Introducción a la Estética de ser sólo una poética y de ninguna manera una estética. Porque me es fácil demostrar que no es ni siquiera una poética; si lo fuera, hubiese debido hablar largamente de baladas, idilios, poemas descriptivos y versificación. Este libro no es más que lo anunciado por la primera palabra de su título, una introducción, un proscholium. Sería de desear que cada uno de mis críticos se fijara, leyéndolo algunas veces, en lo que en la Edad Media se entendía por introducción. Me hace falta por lo tanto desenvolver aquí de un modo más completo los datos que en el primer prefacio no hice más que apuntar. Según Dufresne (III, 495) y Joss. Scalígero (Lect. Auson, l.I.c. 15), que cito tomándolo de Panciroli (De artib. perd.), el proscholium era una habitación separada por una cortina de la sala en que se daban las explicaciones (schola); en ella el proscholus inspeccionaba y preparaba la actitud y el porte de los discípulos, de modo que pudieran comparecer dignamente ante el profesor, oculto detrás de la cortina. ¿He querido ser otra cosa que un proscholus de estética, preparando y ejercitando bien o mal a los jóvenes artistas para presentarlos inmediatamente al profesor de buen gusto? Cuando estimulando a los novicios, habituándoles a un comportamiento recto y conveniente, y aplicándoles las otras leyes de la calipedia los había preparado a tener, cuando se corriera la cortina, los ojos abiertos y atentos los oídos, juzgaba mi deber de maestro de conducta plenamente cumplido. En cuanto a esta cátedra que se encuentra descubierta, no quisiera ver en ella ni un solo profesor; pero, toda vez que tres partidos (trium operationum mentis) se encuentran en la estética: la crítica, la filosofía natural y el eclecticismo, quisiera ver en ella a todos los profesores juntos; esto es, a Ast, Wagner, Adam Müller, Krug, Pölitz, Eberhard y tantos otros.
Tan defectuoso como es el eclecticismo en filosofía, tan excelente es en las bellas artes. Comenzamos, en verdad, a separarnos algún tanto de esa universalidad que es su condición; pero aún no están tan lejanos aquellos hermosos tiempos en que un Lessing, y luego un Herder, un Goethe, un Wieland, tenían la vista fija en todo género de bellezas. Creo que un artista aprovecharía más en una colección de las críticas hechas por Wieland para el Mercurio alemán, o en una colección de los mejores artículos de otras Gacetas literarias y otras Revistas, que en la estética más reciente. Porque en toda buena crítica hay una buena estética latente o manifiesta, y hay además, como ventaja, la aplicación a un ejemplo, lo que la hace mucho más libre, breve y clara.
Si esta introducción a la Estética ha prestado algunos débiles servicios habrá sido indudablemente a los artistas, porque en sus obras se han inspirado las reglas y las ha bebido en vasos puros, no en vasos de Danaides; pero no ha podido prestar ninguno a los filósofos, a los que en general pocas cosas pueden decirse fuera de las que ya se han dicho por ellos mismos o por otros. Como el proscholus es artista, ha podido inspirarse en sí mismo. Puede objetarse, y no sin razón, que la práctica gana y reduce paulatinamente a su teoría; pero, por otra parte, no debe olvidarse que la teoría reobra sobre los hechos de tal modo que, por ejemplo, las fábulas de Lessing y su teoría de la fábula se han engendrado y formado recíprocamente. Algunas veces ocurre que el filósofo puro, el que sólo posee la doctrina sin la práctica, se encuentra en una situación análoga a la del artista, porque su gusto se ha formado antes que él haya producido su teoría; ha sido creyente antes de ser sabio; súbdito, antes de ser legislador. Por eso en todo tiempo la fuerza ejecutiva ha sido la más a propósito para transformarse en legislativa. Deben, sin embargo, exceptuarse de esta regla dos grandes estéticos, no poetas, Aristóteles y Kant, los dos Menechmios de la profundidad, de la precisión, de la sinceridad, de la universalidad y de la erudición. Pero Klopstock, Herder, Goethe, Wieland, Schiller y Lessing han sido poetas antes de formular sus teorías de buen gusto. Es, pues, seguro que si agrupásemos las nociones estéticas dadas, de una parte, por autores como los dos Schlegel, Bouterwek, Franz, Horn, Klingemann, etc., que sin embargo son entre sí muy distintas, y de otro lado las de Sulzer, Eberhard, Gruber, etc., sería fácil adivinar cuál de estos dos grupos es el que no contiene poetas.
A pesar de todo, el autor, que sabe muy bien que se adquiere el derecho de copiar mucho de los otros cuando se tiene algo original que decir, se reserva preparar para otra tercera edición todos los detalles que pueden entrar en una obra completa sobre estética. Tratará de reunir en ella no solamente sus propios pensamientos sino también los ajenos, sobre el arte de la música y el de la pintura, sobre la construcción de los versos y sobre la de los edificios, sobre escultura, equitación y baile, todo por contentar a esos profesores de facultad que, en lugar de libros al alcance de todo el mundo, piden compendios porque prefieren hablar sobre algo a decir algo.
Escrito en Baireuth el día de San Pedro y San Pablo, cuando, como todos saben, Hesperus brillaba en todo su esplendor. 1812.
JEAN PAUL FR. RICHTER
La Introducción a la Estética (1804) de Jean Paul Richter (1763-1825) constituye, por varias razones, uno de los textos esenciales del pensamiento romántico alemán, lo que vale casi decir del pensamiento romántico original. Esta doble afirmación de principio, que debiera ser innecesaria, no lo es tanto en la medida, al menos, en que el actual estado de conocimientos establemente en circulación acerca de los orígenes definitorios de la cultura de la Modernidad se encuentra, bien por olvido o bien por deficiencia de focalización, gravemente dañado en su base. El alcance de este lamentable fenómeno es, desde luego, múltiple y muy peligroso, y ya no cabe desenvueltamente achacarlo sólo al extenso influjo de esa genialidad de la cultura francesa que consiste en la habilísima readaptación del pensamiento originariamente creado en otras lenguas, sobre todo la alemana, para relanzarlo al mercado de novedades contribuyendo en beneficio propio a la ceremonia de la confusión europea. El lector, según su más concreto marco de intereses ideológicos o disciplinarios, ya sean clasicistas, modernos o «posmodernos», podrá asumir reconducidamente lo referido. Pero quizás no es llamativamente éste el caso de Jean Paul. Yo por mi parte, desde el campo de la reflexión sobre el pensamiento poético moderno, continuaré impenitente desempeñando mis explicaciones, siempre cerca de Schiller, el mayor ideador de la poética de la Modernidad.
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