AFINANDO LA VOZ
… Jool es una palabra ambivalente. Si pillas a tu mujer follando con otro, dices jool. Si ves un cuadro de Gauguin que te gusta mucho, dices jool. Y si ves una mierrrrrda de Paco Porras, también dices ¡jool! Es el mejor invento que se ha hecho desde Cervantes. ¿Que si se escribe con j o con h? Pienso llamar a Chiquito para preguntárselo porque llevo unos días muy preocupado pensando en cómo se escribe jool… Tenemos que hacer un capítulo sobre irse a envejecer a la reserva. Me refiero a la reserva india. A una reserva india de cinco estrellas, ¿eh? Mucho cuidado. Con unos viejos libertinos, locuaces o silenciosos, y con todas las drogas que ayuden a bien envejecer y a bien morir. ¡Es el momento de hacerse adicto a la heroína con ochenta y tantos años!… Espera un momento. Si esto ya está grabando, me pongo primero unos hielitos en el whisky… Qué hermoso sonido, ¿verdad?… ¿Te sabes aquello de Frank Sinatra y el Jack Daniel’s? El mejor anuncio que he visto en mi vida, impresionante. No había dinero para pagarlo. Verás. Una vez que Sinatra, ya muy mayor, en su crepúsculo, cantó en Barcelona, a mitad del concierto extendió la mano y se le acercó un camarero con un vaso de whisky, y al lado había una botella. Entonces Sinatra dijo: «Ustedes saben. He tenido muchos amigos y he llevado una vida muy agitada, pero nunca he tenido un amigo que, como él, no me fallara nunca: se llama Jack Danie’s». ¡El mejor anuncio del mundo! ¡Nunca me ha fallado! Y eso que no era etiqueta negra como mi Juanito El Caminante… Bueno, mi querido Javi. Dispara de una vez…
El inconexo soliloquio precedente y la euforia que lo vertebra dicen, créanme, mucho más de quien lo pronuncia que la mayoría de las letras de sus canciones.
Son cerca de las dos de la mañana y, aunque la primera de las entrevistas que hemos de realizar no ha comenzado aún, mi interlocutor lleva un buen rato calentando motores, pegando la hebra casi en solitario, afinando la voz. Debe de tratarse, después de más de mil quinientos conciertos y de cerca de un centenar de recitales de poesía a sus espaldas, de un claro síntoma de deformación profesional.
Joaquín está recostado en un sofá de tres plazas, descalzo y con un vaso de whisky preñado de hielo haciendo las veces de batuta, y yo asisto divertido al espectáculo que supone verle en acción sentado frente a él en una no del todo incómoda silla de cuero.
Sobre la imprescindible mesa de centro hay una cubitera al límite de su capacidad, una botella de Johnnie Walker etiqueta negra, café como para un regimiento, unas cuantas cajetillas de Ducados, cerveza, una docena de cintas vírgenes y una grabadora marca Sony que está registrando, con la implacabilidad de las máquinas, hasta el último de los desvaríos verbales de mi insigne acompañante.
Por cierto, inexplicablemente no siento que tenga ante mí, y a mi casi entera disposición, a lo más parecido a una estrella de rock que existe por estos pagos (tal y como está el patio con los catalanes, vascos, gallegos y hasta andaluces, cualquiera se atreve a decir España). Por otro lado, soy consciente de que tampoco estoy con lo que podría llamarse un amigo íntimo.
Sin embargo, respecto a lo primero, su condición de estrella, poseo la suficiente lucidez, a pesar del penetrante humo de los cigarrillos de Joaquín que desde hace un par de horas invade la habitación y de las sucesivas Heineken, como para saber que hay veces en que las sensaciones son lo de menos, y no dejo de recordarme mentalmente quién es él y por qué razón nos hemos reunido.
Y en cuanto a lo de la amistad, la verdad es que la certidumbre de que no somos Pili y Mili no ha impedido en absoluto que, de pronto, en mitad de la conversación de precalentamiento que hemos mantenido mientras veíamos, muertos de la risa, Fahrenheit 9/11, del necesario Michael Moore, me sintiera, con una intensidad tan real como un dolor de muelas, como si en verdad lo fuéramos. Además, qué coño. Quizá a estas alturas lo nuestro tenga más valor que lo que le une a muchos de sus allegados, de sus amigos.
—Bueno, mi querido Javi. Dispara de una vez…
La imperativa frase de Joaquín ha quedado flotando en el ambiente unos segundos, a la espera de ser atendida para que comience el ritual de pregunta-respuesta con el que trataremos (trataré) de esclarecer hasta la última de las incógnitas que rodean su, más que agitada, tumultuosa existencia.
Sé, a pesar de que lo disimula huyendo hacia delante, que está tan impaciente como yo. Lo sé porque sus ojos no dejan de decirme: «Si hay que hacer esto, cuanto antes mejor».
Le doy, pues, un largo trago a la cerveza mientras cuento hasta diez, y me inclino después hacia la mesa para cerciorarme de que la grabadora está haciendo honor a su memorioso nombre. En ese preciso momento se apodera del aire ese silencio cómplice que tan bien conozco, y noto cómo la sangre comienza a circular por las venas y en la cabeza se enciende, inclemente, el piloto que despide al compadre y da paso al periodista.
Ha llegado la hora de las espadas como labios. O mejor sería decir de los labios que se expresan con el verbo filoso de las espadas.
Y algo me dice que lo vamos a pasar bien, sí. Presiento mucha mucha adrenalina.
«PARA DON ALFONSO USSÍA / ESTA MANO QUE ES LA MÍA»
(HACIENDO LAS PACES POR ESCRITO)
… Puestos a desangrarnos tú contra yo,
¿por qué no hacemos las paces?
Pie de guerra
(Alivio de luto).
J. M. F.: En este libro has citado de forma reiterada al escritor Alfonso Ussía, y no precisamente para enfatizar tu aprecio por su obra y persona, sino todo lo contrario. Él no ha sido menos y desde distintas tribunas te ha dado estopa de lo lindo. Comprenderás, por tanto, que me quedara descolocado cuando leí en Interviú —y como yo, cualquiera que esté mínimamente al loro— unos versos en los que le decías que pelillos a la mar. Creo que esa oferta de armisticio merece cuando menos una aclaración.
J. S.: Nadie sabe por qué extraña razón —yo tengo una teoría, pero puede que no tenga nada que ver con la realidad— Alfonso Ussía se descolgó con un artículo que se titulaba «El hongo», y en el que aseguraba, refiriéndose a mí, que un tipo que había dado un gatillazo en Gijón, que luego se anunciara tres veces en Madrid con éxito era como los toreros históricos, con dos cojones. Además, decía que el hongo era un objeto que estaba en desuso y que en la actualidad le pertenecía al abajo firmante, que nos invitó una noche a cenar porque lo habíamos conocido con el Gabo, con García Márquez, quien nos dijo que era un tío cojonudo. Él es muy amigo de Ussía y tenía interés en que nos arregláramos. No recuerdo exactamente qué fue lo que le dije, pero él le debió de contar a Ussía de nuestro encuentro y tal vez eso fue lo que provocó el artículo que me dedicó. Eso creo.
J. M. F.: ¿Ussía ha contestado a tu contestación, a la mano que le tendías?
J. S.: No, pero la suya fue más grande puesto que eligió todo un artículo. De todos modos, tampoco tengo mayor interés en el asunto porque ni él va a cambiar sus ideas ni yo las mías.
J. M. F.: Te has quedado sin enemigos, Joaquín. Salvo tal vez Abelardo, de Renacimiento.
J. S.: [Ríe]. Sí, es el único. ¡Por favor, que Abelardo siga siendo mi enemigo! ¡No puedo quedarme sin enemigos, eso es envejecer muy mal! Con Ussía no ha sido tanto hacer las paces como hacer las paces literarias. No tenemos ni que darnos la mano ni tomarnos una copa. De hecho, no sabría de qué hablar con él.
J. M. F.: Bueno, aún te queda alguno más por ahí… José María Mendiluce, por ejemplo.
J. S.: No, qué va. Mendiluce es un gilipollas —dicho con las atenuantes, siempre coloquiales, siempre exageradas de mi pueblo— y nunca tuvo la categoría de enemigo. [Después surgiría Ramoncín, aunque tras la tempestad de las descalificaciones sobrevino la calma de los apretones de mano verbales. Véase nota 79, pág. 354, dentro del capítulo «El segundo aliento (Sabina hoy. Planes de futuro)»].