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Francisco Umbral - Mortal y rosa

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Francisco Umbral Mortal y rosa

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Francisco Umbral
Mortal y rosa
Prólogo

FÉLIX GRANDE

Cuando Francisco Umbral llegó a Madrid procedente de Valladolid, recién casado, apuesto de esqueleto y vestido con una altanera elegancia, acorazado tras una sinceridad brutal a la que las gentes amedrentadas solían llamar cinismo, y ocultando bajo su juventud arrogante una decepción irreparable, pero aliviada con los ungüentos de una especie de ternura devastadora, todos supimos que acababa de irrumpir en la capital un escritor de raza. Venía a comerse el mundo, pero no sólo para hacerse «un nombre», sino también porque traía desde su infancia una voracidad maldita, un hambre clamorosa de poesía y de venganza y unos colmillos jadeantes como los de un poeta barroco flagelado por el romanticismo. Su bulimia de justicia y sosiego, su glotonería de amistad y de carne de mujeres, su desazonado apetito de belleza y de fraternidad, nacidos en una conciencia viajera por los farallones del abismo y experta en la cartografía de la fatalidad, lo empujaban todos los días a acariciar las tetas y las nalgas de las oraciones gramaticales y a untar con su saliva a las palabras después de haberlas excitado con las dentelladas del deseo. Celebrábamos con él los resplandores y las convalecencias que florecen en la complicidad literaria y alimentábamos con risas y café y confidencias a nuestra camaradería en la tertulia del Café Gijón, en el Aula Pequeña que dirigía Pepe Hierro en un rincón del Ateneo, en las lecturas poéticas de la cueva de Montesinos, en las redacciones de las revistas de literatura a donde íbamos a cobrar sesenta duros mensuales… Pero sabíamos que Paco Umbral desparramaba su fiebre de triunfo y de solidaridad (su desgarrón de desconsuelo y su afán de consuelo) por las pensiones con olor a gato lumpen, a coles cocidas y a fracaso de emigrantes de provincia, por los arrabales en donde dolorosos gamberros departían con agrado en el idioma de esa pequeña delincuencia cuyo nombre es sobrevivir, por los colchones de elocuentes muelles en donde adolescentes vigiladas por la ruina y matronas desbaratadas por las ilusiones tardías le regalaban sus cuerpos libertarios y anónimos, perfumados de pena y enaltecidos por el resentimiento. «El sexo, como último reducto de la libertad humana», escribió en Travesía de Madrid, su primera novela, corrigiendo con todo descaro a su maestro Jean-Paul Sartre, y anunciando un estilo en el que las opiniones se producen a una velocidad fulminante: «Todo suicidio es un asesinato», escribía en su homenaje y epitafio a Larra, involucrando así en el pistoletazo de Fígaro a toda la podredumbre social del siglo xix. En los años sesenta, Umbral era poco más que un muchacho, con los músculos todavía desafiantes a la carcoma de los calendarios y a las crueles astucias de la vida, pero ya sabía (son sus palabras) que «todo está negro, cargado de inminencia, obcecado de fatalidad».

«Todo está negro, hijo», escribiría Umbral en el año 1974, en medio del infierno. Porque Mortal y rosa es el poema del infierno y es el retrato del infierno. La lágrima a la vez imprecatoria y clandestina que se arrastra por las páginas de este libro como la baba colosal de un caracol irreparablemente huérfano, esa lágrima empujada por el pudor, es la noticia del infierno, y es a la vez una humedad verbal, una humedad poética a la que ni siquiera el infierno consiguió evaporar. Es difícil hallar en la literatura que no provenga de los poetas trágicos una lágrima tan testaruda, una denuncia tan augusta contra la exactitud de la desgracia. Y aquí hay que proclama que la palabra poética es el acontecimiento más compasivo de la historia de nuestra especie, esta especie presuntuosa, pero en el fondo parturienta de «animales inconsolables» (el vertiginoso acierto poético es un regalo de José Saramago): pues esa lágrima universal y piadosa y diminutiva, que es el protagonista de este libro sobre la muerte, no procede tan sólo del dolor, sino también y sobre todo de la servidumbre de un artista de las palabras. Cualquiera puede conocer el dolor, y muchos seres tatuados por el suplicio como las reses por la marca de pego pueden resistir un irresistible martirio. Pero sólo a un sirviente de la palabra poética, sólo a un esclavo de la misericordia del lenguaje en que se calma el terror de la tribu, le es ofrecido el don expiatorio de transformar el sufrimiento más ininteligible del mundo en una ensangrentada explosión de «belleza convulsa» y en un resuello de pasmosa piedad. En Mortal y rosa el poeta Francisco Umbral gira y gira en la trituradora de una impotencia y de una pena descabelladas: está mirando la lenta muerte de su hijo («Estoy oyendo crecer a mi hijo», dice, mientras lo ve apagarse). Y esa injusticia, a la que nadie en su sano juicio intentaría encontrarle sentido, se derrama sobre el libro y lo tizna de angustia, y lo tizna a la vez de abundancia poética, y lo tizna finalmente con la negrura nocturna de la sabiduría: «Todo está negro, hijo», le dice el narrador a un niño que «duerme como en el vientre de la ballena de la noche», a un niño que vive y duerme y muere «con debilísimo denuedo». El escritor, el poeta, tambaleándose en los territorios de la calamidad, rebotando contra los paredones de un destino completamente despiadado, descifrando con los ojos desamparados el abecedario de lo absolutamente indescifrable, habitante ya para siempre en el abismo al que abrazó cuando resolvió convertir en palabras su humillación y su pena de nacido en este planeta desalmado, le dice a la ausencia de un niño: «… quién eras, quién eres, a quién hablo, qué escribo…». Estaba tan aturdido de dolor que no se daba cuenta de que escribía un monumento a la literatura. Francisco Umbral es uno de los más grandes escritores españoles de nuestro tiempo. Mortal y rosa es su libro más escalofriante y más conmovedor.

Francisco Umbral
Mortal y rosa
… esta corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito
PEDRO SALINAS
Cuando me arranco al bosque de los sueños, a la selva oscura del dormir, y me cobro a mí mismo, me voy lentamente completando. Porque he dejado de interesarme por mis sueños. A la mierda con Freud.

Todo lo que somos, sí, tiene ese revés de sueño, ese cimiento o esa escombrera turbia, y alguien se preguntaba, irónico, por los sueños de Kant, de Descartes, de Hegel. ¿Qué clase de sueños no tendrían esos monstruos de razón? Toda la represión mental de sus sistemas había de tener, sin duda, un revés caótico, doliente y atribulado. Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si están ahí los sueños. Hay una época de la existencia en que uno decide ser sólo sus sueños, y el surrealismo es una adolescencia en cuanto que quiere alimentarse de sueños. Hay una madurez, un clasicismo -a cualquier edad de la vida- en que optamos por nuestra razón, por nuestro rigor, por nuestra estatura. Qué más da. Tan pueril es vivir de sueños como vivir de silogismos. Claro que se vive de lo que se puede, y tarda uno en aprender a vivir de realidades, de cosas, de objetos, como viven los seres naturales. El hombre es un ser de lejanías, dijo el otro. Sí, el hombre es un ser de utopías, de distancias, de «proyectos líricos». El hombre tiene que aprender a ser criatura de cercanías, pastor de lo inmediato.

Mis sueños sólo me dan una versión embrollada de lo que tengo muy claro. Cuando sueño soy el exégeta confuso de mí mismo, el amanuense indescifrable y pelmazo que quiere anotarlo todo y todo lo embarulla. El sueño le pone a mi vida un comentario ocioso y oscuro, sin secreto, pero con sombra.

Estoy en esto con monsieur Sartre, que le niega al sueño todo significado y le atribuye la imposibilidad de formular una sola imagen coherente, porque en cuanto formulo una imagen coherente «ya estoy despierto». No me interesan mis sueños como no me interesa ya, casi, mi pasado. De la prosa de la vida hago en sueños poemas surrealistas. Breton vive de mí y sale por la noche a comerme en porciones. A la mierda con Breton. Sé que consisto en una cloaca, un légamo, una putrefacción, pero me aburre, ya, constatarlo, y he perdido la fascinación de mis propias heces, que es una fascinación infantil perpetuada en el poeta, el neurótico y el psicoanalista. Sólo necesita recurrir a sus sueños la gente sin imaginación. A Breton y a Freud seguro que no se les ocurría nada, nunca. Tan primitivo es interpretar los sueños hacia el pasado como era interpretarlos hacia el futuro, en tiempos de José. La linterna sorda del soñar no alumbra ni un adarme de futuro, y sobre el pasado sólo proyecta sombras confusas, bultos y versiones equívocas de lo que estaba claro. Soñar con mi madre muerta o con calefacciones que debía encender de pequeño, y los miles de escaleras que debía subir, no es sino repetir tediosamente, en una película mala y con los rollos cambiados, una vida que no deseo recordar. Ya es bastante surrealista que se le muera a uno la madre mientras tiene que subir miles y miles de escaleras como recadero. ¿Qué surrealismo le puede añadir el sueño a una realidad tan poco real?

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