HERIDO LEVE
TREINTA AÑOS DE MEMORIA LECTORA
ELOY TIZÓN
Eloy Tizón, Herido leve
Primera edición: marzo de 2019
ISBN epub: 978-84-8393-641-2
© Eloy Tizón, 2019
© De la ilustración de cubierta: Iker Ayestaran, 2019
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019
Colección Voces / Ensayo 275
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A mis padres
Leer es entonces una decisión que pone en juego la relación que tenemos con nuestra propia lengua, es decir, nuestro propio ser en tanto que seres históricos. Si tomamos nuestra lengua como un mero instrumento de comunicación, si creemos que ya estamos en casa en nuestra propia lengua, si solo leemos aquello que sabemos leer y que se somete sin violencia a nuestros esquemas habituales de comprensión, entonces no leemos en absoluto porque no somos capaces de una confrontación crítica que nos ponga en juego a nosotros mismos, porque ya no somos un diálogo, porque en nosotros mismos ya se ha cerrado el cuestionamiento de lo que somos. La decisión de leer, por el contrario, es la decisión de dejar que el texto nos diga lo que no comprendemos, lo que no sabemos, lo que desafía nuestra relación con nuestra propia lengua, es decir, lo que pone en cuestión nuestra propia casa y nuestro propio ser.
Jorge Larrosa, La experiencia de la lectura
La verdadera cultura no tiene fronteras, tampoco prohibiciones, jerarquías ni solemnidades. La verdadera cultura es intuitiva, orgánica, emocionante y certificada precisamente por esta convivencia íntima, sanguínea, apasionada, con lo hecho por otros. […]
Así pues, vida y biblioteca son sinónimos.
Esperanza López Parada, Babelia-El País, 8/10/2005
There are satanic joys known to writers only.
Anaïs Nin, Henry and June
PREFACIO
Hay libros que persigues para escribirlos y libros que te persiguen a ti. Hay libros que esquivas y libros que te avasallan. Libros precoces y tardíos. En principio, no estaba en mi ánimo publicar en este momento un libro de ensayos literarios, que, sin embargo, a la larga ha resultado ser para mí uno de los más gratificantes. Su historia, creo, es peculiar. Todo se origina en cierto día de comienzos de 2018, cuando, a mi regreso de un viaje a Cartagena de Indias, en Colombia, me encontré atascado con el libro de ficción que tenía entre manos. ¿Qué hacer?
Como me resulta difícil permanecer ocioso, para llenar el vacío de esas mañanas no se me ocurrió nada mejor que canalizar mi energía en curiosear sin un propósito claro en un disco duro antiguo, que no revisaba desde hacía años, a ver qué me encontraba.
Abriéndome paso entre la clásica maraña de archivos más o menos arcaicos, fotos pixeladas de los fantasmas del pasado que fuimos y la consabida estratificación de fósiles y reliquias que todos acumulamos en nuestros ordenadores, tropecé con una carpeta que despertó mi interés: contenía una cantidad considerable de reseñas y artículos literarios realizados por mí tiempo atrás, entre otros medios, para Revista de Libros, en la que fui colaborador asiduo durante años.
Me intrigó. Apenas recordaba su contenido. Además, estaban escritos en un programa informático que usaba entonces y del que ya no dispongo, de modo que para poder simplemente acceder a ellos, lo primero que hice fue descodificar esos pictogramas sumerios a un idioma legible y limpiarlos de toda la hojarasca tipográfica con que suelen ensuciarse estos trasvases, con intención de volver a leerlos con calma, sin más pretensiones.
Solo quería leerlos.
A ello me dediqué a lo largo de un par de semanas. Mi interés fue en aumento. No me parecieron desdeñables. En el trascurso de la lectura, de hecho, me cruzó por la mente una pregunta: ¿Y si los publico?
Ahí pensé por vez primera que tal vez fuese posible reunirlos en un volumen, y comencé a soñar. Esto me llevó a tirar del hilo y remontarme a otras reseñas muy anteriores: mis primeros trabajos publicados -casi balbuceos- en los suplementos culturales del diario El Mundo, todavía en activo, junto al desaparecido periódico El Sol y la también extinta revista literaria El Urogallo, en esa época dirigida por Encarna Castejón, cuando yo tenía veinticinco años.
Casi todos teníamos veinticinco años. O menos. En aquel entonces, sin una formación académica específica y sin experiencia, recién licenciado del servicio militar y la universidad, no me pareció sorprendente que profesionales cualificados a quienes tuve el atrevimiento de dirigirme sin conocerlos de nada, aceptaran publicar en sus cabeceras de tirada nacional los artículos de un novato como yo, junto a nombres consagrados; nunca se lo agradeceré lo suficiente. Hoy día, viéndolo en retrospectiva, lo considero asombroso.
Tengo mucho que agradecer, y al final del libro lo haré con nombres y apellidos. De esas primeras colaboraciones no conservo copia digital, pues a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando comencé mi andadura como colaborador en prensa (¡remunerado!), carecía aún de ordenador en casa, por lo que entregaba mis artículos en folios mecanografiados, que se quedaban en la redacción del periódico y no volvía a recuperar, conservando yo únicamente el recorte del artículo, en el momento en que aparecía impreso en el medio que correspondiese.
La verdad, me acordaba vagamente de haber guardado en su día todos esos recortes de prensa en una carpeta, pero ¿en cuál? No estaba seguro. Hacía demasiado tiempo de aquello. Varias mudanzas (unas seis o siete), con sus correspondientes zarandeos vitales y sentimentales, volvían enojosa la tarea de localizar esa carpeta o carpetas. No sería raro que se hubiese perdido en cualquier curva del camino, o hubiese sido pasto de la humedad, o las llamas, junto a tantas otras cosas.
No me resigné. Cuando me propongo algo, no me rindo con facilidad. Insistí. Rebusqué en las cajas de cartón apiladas en el trastero de mi piso actual, y al final, no sin trabajo, obtuve mi recompensa.
Resultó que había sobrevivido.
La configuración de este libro ha tenido, también, cómo no, su hora detectivesca.
Llevé la carpeta a mi estudio, para examinarla mejor. La abrí: había muchos más artículos de los que yo recordaba. Los hojeé vagamente por encima, con aprensión y sentimientos encontrados, que oscilaban entre el pasmo, la curiosidad y el rechazo. No me sentía capaz de leerlos tal cual estaban, en papel. Prefería hacerlo en pantalla. Para ello, me enfrentaba a la temible tarea de tener que escanear o teclear un centenar largo de páginas con opiniones sobre literatura que supuestamente yo había vertido desde hacía treinta años. ¿Cómo afrontar tal reto? No me veía con fuerzas. ¿Y si al final resultaba que no merecía la pena tanto esfuerzo para recuperarlas?
Ante la duda, recurrí al asesoramiento de mi editor y amigo Juan Casamayor, a quien le expuse mis inquietudes y que de inmediato se mostró interesado en el proyecto. Vio ahí un libro potencial. Me animó. Debatimos sus pros y sus contras. Con buen criterio, Juan me recomendó a una persona de entera confianza y con experiencia editorial, a quien yo ya conocía, Cris Montes Ortego, como posible responsable de digitalizar las páginas de papel de las distintas publicaciones.