Tomas Tranströmer
(Estocolmo, 1931).
Escritor, poeta y traductor sueco. Desde muy joven alternó su trabajo de psicólogo con la escritura de poesía. Desde la publicación de su primer libro, 17 dikter (17 poemas) en 1954, aclamado por la crítica, su producción creció sin prisa y sin pausa, al tiempo que su obra fue siendo traducida a distintas lenguas; en la actualidad sus poemas pueden leerse en más de cuarenta idiomas. Junto a Swedenborg y Strindberg, es uno de los escritores suecos que más ha influido en la poesía universal.
Tranströmer ha ganado los premios Bonnier de Poesía, el Premio Internacional Neustadt de Literatura, el Oevralids, el Petrach de Alemania, y el galardón sueco del Foro Internacional de la Poesía. En 2011 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Más información:
http://es.wikipedia.org/wiki/Tomas_Transtr%C3%B6mer
Título original:
Minnena ser mig
© 1993, Tomas Tranströmer
© De la traducción: Roberto Mascaró
© De esta edición: Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
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Tlf: (+34) 91 509 25 35
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Primera edición en Nórdica Libros: abril de 2012
ISBN: 978-84-15564-89-8
Primera edición en ebook: octubre de 2012
Diseño de colección: Filo Estudio
Corrección ortotipográfica: Ana Patrón
Maquetación: Diego Moreno
Maquetación ebook: Luis Rabadán Fernández
Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
LOS RECUERDOS
«M i vida.» Cuando pienso estas palabras veo frente a mí un rayo de luz. En una aproximación mayor, el rayo de luz tiene la forma de un cometa, con cabeza y cola. La extremidad más intensa, la cabeza, es la infancia y los años de crecimiento. El núcleo, su parte más densa, es la más temprana infancia en la que los rasgos más importantes de nuestras vidas se definen. Intento recordar, intento deslizarme hacia allí. Pero es difícil moverse en esas densas regiones, es peligroso; siento como si me acercase a la muerte. Hacia atrás el cometa se adelgaza —es la parte más larga, la cola. Se hace más y más densa pero también cada vez más ancha—. Ahora estoy en el extremo de la cola del cometa, tengo sesenta años cuando escribo esto.
Las vivencias más tempranas son en su mayor parte inalcanzables. El relato, las memorias de las memorias, las reconstrucciones en función de estados de ardor repentinos.
El recuerdo más temprano que puedo registrar es un sentimiento. Un sentimiento de orgullo. Acabo de cumplir tres años y alguien dice que esto es muy importante, que ahora ya soy grande. Estoy acostado en una habitación luminosa y luego me levanto y camino sobre el piso, increíblemente consciente de que me estoy volviendo grande. Tengo una muñeca a la cual he puesto el nombre más hermoso que pude encontrar: Karin Spinna. La trato maternalmente. Ella es más bien una compañera, o un amor.
Vivimos en el barrio de Söder, Estocolmo; la dirección es Swedenborgsgatan 33 (ahora se llama Grindsgatan). Papá está aún en la familia, pero pronto la abandonará. El estilo de vida es bastante «moderno»: desde chico he tuteado a mis padres. En la cercanía está la abuela y el abuelo, viven a la vuelta de la esquina, en Blekingegatan.
El abuelo, Carl Helmer Westerberg, nació en 1860. Él era piloto náutico y mi amigo cercano, 71 años mayor que yo. Extrañamente, él tenía la misma relación de edad hacia su propio abuelo, que por lo tanto había nacido en 1789: asalto a la Bastilla, Motín de Anjala, Mozart escribe el «Quinteto para clarinete». Dos zancadas similares hacia atrás, dos largas vidas, aunque no tan largas. La historia se puede tocar.
El abuelo hablaba la lengua del siglo XIX: muchos giros sonarían hoy sorprendentemente anticuados. En su boca, y para mí, sonaban totalmente naturales. Era un hombre bastante bajo, con bigote blanco y una nariz fuerte y algo encorvada: «de turco», decía él mismo. No le faltaba temperamento y podía alterarse. Sus explosiones no se tomaban nunca del todo en serio y desaparecían de inmediato. No poseía en absoluto agresividad profunda. En realidad era tan conciliatorio que corría el riesgo de ser considerado un indeciso. Quería mantenerse en buenos términos aun con personas que fuesen calumniadas en una conversación cotidiana.
—¡Pero, papá, estarás de acuerdo en que X es un bandido!
—Mira, de eso no sé nada.
Después del divorcio, mamá y yo nos mudamos a Folkungagatan 57, a un edificio para clase media baja. Allí vivía un abigarrado vecindario. Los recuerdos de la casa se organizan más o menos como en una película de los ´30 o de los ´40, con su adecuada galería de personajes. La amorosa portera, el parco y fuerte portero que yo admiraba sobre todo porque se había envenenado con gasógeno y esto le daba una heroica vinculación con máquinas peligrosas.
El tráfico privado era escaso. Algunos borrachos aparecían a veces en la escalera. Los mendigos llamaban a la puerta alguna vez a la semana. Se detenían farfullando en la entrada. Mamá les preparaba bocadillos: les daba rodajas de pan en lugar de monedas.
Vivíamos en el quinto piso. En el más alto. Había cuatro puertas, fuera de la del desván. En una de las puertas se leía: «Örke, Fotógrafo de prensa». De algún modo era distinguido vivir al lado de un fotógrafo de prensa.
Nuestro vecino más cercano, el que se oía a través de la pared, era un señor soltero de edad mediana para arriba, con piel pálida y amarillenta. Trabajaba en su casa; hacía alguna especie de negocios por teléfono. Durante las conversaciones dejaba escapar a menudo sonoras carcajadas que atravesaban la pared hasta llegar a nosotros. Otro sonido que se repetía siempre eran los estampidos de los corchos. Las botellas de cerveza no llevaban tapa metálica en aquella época. Esos sonidos dionisíacos, las carcajadas y los corchos, no parecían pertenecer al espectral y pálido señor que yo encontraba a veces en el ascensor. Con los años se volvió desconfiado y las risas se hicieron menos frecuentes.
Una vez, la cosa se puso violenta. Yo era pequeño. Un vecino fue echado por su mujer: estaba borracho y furioso. La mujer se había atrincherado en el apartamento. Él trataba de derribar la puerta y le gritaba amenazas. Lo que recuerdo es que él gritaba la extraña frase:
—¡No me importa terminar en Kungsholmen!
—¿Qué quiere decir con Kungsholmen? —le preguntaba a mamá.
Ella me explicaba que la jefatura de policía estaba en el barrio de Kungsholmen. Esa zona adquirió para mí desde entonces algo sombrío. (La imagen se intensificó cuando visité el hospital San Erik y vi a los inválidos de guerra finlandeses que se trataron allí durante los años 1939 y 1940.)
Mamá iba a su trabajo por la mañana temprano. Iba a pie. Durante toda su vida adulta caminó cada día, ida y vuelta, entre Södermalm y Östermalm; trabajaba en la escuela popular Eleonora y se ocupaba del tercer y cuarto curso, durante años. Era una maestra devota y amaba a los niños. Podía pensarse que le iba a ser difícil retirarse. Pero no fue así: sintió una gran liberación.