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David Toscana - Olegaroy

Aquí puedes leer online David Toscana - Olegaroy texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial México, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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David Toscana Olegaroy
  • Libro:
    Olegaroy
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial México
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Olegaroy: resumen, descripción y anotación

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«Un insomne sabe que la cama es el lugar de las horas largas, del miedo, de la proximidad consigo mismo y con la muerte.» Hay hombres de apariencia pequeña que se vuelven grandes ante la arbitrariedad de la historia. Olegaroy es uno de ellos. Tras el salvaje asesinato de una joven, él decidirá tomar la investigació por su cuenta y en el proceso habrá de toparse con las dudas que más inquietan al ser humano desde que comenzó a reflexionar en la antigua Grecia. Por eso la humanidad tiene una deuda inmensurable con este preclaro pensador mexicano cuya vida, obra e ideas habrían quedado en el olvido de no ser por esta narració que, según los propios criterios olegarianos, es absolutamente verdadera. En este libro, David Toscana muestra que el sabio es un animal nocturno, pues cualquier verdad que desee revelar el cosmos, lo hará durante la noche, cuando la masa de mediocres está roncando. La crítica ha dicho... «Deseo que nunca lean a Toscana. La verdad es que no lo merecen. Que nos lo dejen a los bastardos, a los desamparados, a los miserables, a nosotros los bárbaros, los desafortunados.» Goodreads «Toscana se ha inventado una novela porque necesitaba escribir una crítica, recuerda como Nabokov, ambos estetas de la recepció, que el lector tiene siempre la última palabra, recrimina la frivolidad del sector editorial y denuncia sin ambages que en nuestro panorama literario sobra ruido y faltan nueces, y que mucha literatura no es digna de ese nombre.» Babelia, El País «David Toscana es el más original y disfrutable escritor de su generació.» El Observador «De página en página uno ve doble, ve triple, ve magia. Algunos tienen el alegre alcohol. Toscana posee la feliz imaginació. Inventa diez, veinte, cien novelas a partir de un descubrimiento macabro. ¡Rápido, queremos otra ronda!» Le Nouvel

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Una novela no es para buscar al asesino es para encontrar al hombre Simon - photo 7

Una novela no es para buscar al asesino; es para encontrar al hombre. Simon Berkovits

«El insomne le tiene miedo a la noche», escribió Olegaroy en un trozo de papel que acabó por perder. «El insomnio es peor que una pesadilla porque no existe la escapatoria de despertar», escribió Olegaroy en otro papel que también se perdió. Fueron tiempos en los que no había sospechado su propia grandeza, su cualidad de sabio universal o al menos local.

En un principio confundió sus máximas con ocurrencias. Así fue dejando sus escritos en cualquier sitio hasta olvidarlos como un recibo de tintorería o como un códice del siglo primero. Se cuenta que él mismo llegó a decir a sus colegas de la Academia Regiomontana de la Luna Llena que los historiadores del futuro compararían su muerte con la destrucción de la biblioteca de Alejandría; lo cual habría dicho en un arranque de excesivo amor propio y quizás bajo los efectos atolondrantes del insomnio. Sin embargo, lo más probable es que Olegaroy no supiera indicar dónde estaba Alejandría ni pudiera mencionar uno solo de los textos de aquella antigüedad; mas la idea de que en algún remoto pasado se había incendiado una gran biblioteca pertenecía al dominio de doctos e iletrados por igual.

Para las generaciones venideras será siempre difícil medir el impacto de Olegaroy en la cultura de Occidente, pues de sus escrituras sólo sobrevivió una obra inconclusa, inédita y de poco ingenio que tituló Enciclopedia de la desgracia humana . Aún hoy no se ha detectado que Olegaroy hubiese dejado huella siquiera en Monterrey, su ciudad natal de la que nunca salió por miedo de que el viaje en auto, tren o avión terminara en un accidente que le costara la vida. Ninguna idea tenía entonces de que cualquiera de las muertes que más temía hubiese sido preferible a la que le reservó el destino.

Mas antes de hablar del final, debemos tomar el relato en su origen.

La biografía de Olegaroy no comienza con su nacimiento sino cuando contaba con cincuentaitrés años, pues aun los grandes hombres salen animales del vientre materno y se dan a la luz sólo en el instante en que adviene una epifanía o se hace un descubrimiento o baja algún espíritu en forma de paloma o susurra el diablo al oído o simplemente cuando se topan con la historia a la vuelta de la esquina. Entre los estudiosos del legado de Olegaroy hay quienes aseguran que dicho momento coincidió con la llegada de la edición del 8 de abril de 1949 del periódico El Porvenir . Otros prefieren señalar el asesinato de Antonia Crespo como punto de partida. Unos más afirman que ambas cosas son lo mismo.

Libro primero de Olegaroy El insomnio

Olegaroy comenzó aquella madrugada igual que de costumbre: revolviéndose en la cama. A ratos cerraba los ojos y a ratos los abría para intentar mirar el techo. Estaba seguro de que sus sábanas se gastaban más que las de otra gente, por eso un día escribió: «Las sábanas de un insomne se gastan más». La bajera solía rasgarse a la altura de los pies. Entonces la volteaba para que la almohada disimulara el desgarrón. «Es que tienes callos en los talones», le dijo su madre. ¿Pero ella qué sabía? Era una vieja que cada vez sabía menos.

Él también se estaba haciendo viejo. Quizás muy pronto. Pero ante el espejo estaba seguro de que representaba menor edad de la que tenía.

Estos detalles personales son superfluos, pero a los humanos comunes les gusta saber que la mujer de Sócrates era insufrible o que Kant tenía los hábitos de un reloj o que Heidegger apoyó a los nazis o que Nietzsche abrazó a un caballo, y poco esfuerzo hacen por comprender en qué consiste la mayéutica o el imperativo categórico o el Dasein o al menos por escribir Nietzsche correctamente.

Olegaroy bajó a la cocina. Se bebió lo que restaba de leche. Enjuagó la botella. Le metió un billete de a peso y la sacó al pórtico. A más tardar en dos horas pasaría el lechero.

Había acabado por detestar a quienes dormían cuando él se llenaba de espanto o fastidio o angustia o las tres cosas al mismo tiempo. No se daba oportunidad de pensar en empleados de hospitales ni en obreros de la fundidora ni en un ciclista que en ese momento estaba repartiendo periódicos con la noticia de una mujer asesinada de cuarenta cuchilladas. También detestaba que su madre despertara cuando él aún no había pegado los ojos y comenzara una conversación sobre los sueños mientras tomaba una taza de café. «Soñé que me perseguía un cerdo», le había dicho la vez anterior.

Olegaroy abrió la puerta. Se sentó en la escalinata. Pudo escuchar que se aproximaba el periodiquero en su bicicleta. Le asombraba el modo en que ese muchacho mantenía el equilibrio pese a la resma que apoyaba en el manubrio. Él no había aprendido a andar en bicicleta cuando niño. Una vez lo intentó. Se cayó. Se peló la rodilla.

El muchacho lanzó el periódico con regular puntería hacia la casa de enfrente. Olegaroy agradeció a los cielos. Fue allá a tomarlo.

El vecino había fallecido el día anterior. Un ataque de apoplejía o algo así y Olegaroy cruzaba los dedos porque hubiese renovado la suscripción justo el último día de su vida. Una suscripción anual.

El insomnio le había venido una medianoche en la que se dio cuenta de que podía escuchar los latidos del corazón. Quién sabe si siempre había existido ese ligero retumbo y sólo entonces lo descubrió; o algo andaba mal con el corazón y se le había vuelto más sonoro.

El resto del cuerpo fue manifestándose noche a noche. Bastaba pensar en la espalda o en la planta del pie para sentir comezón en ese lugar. Pasar saliva dejó de ser un acto inconsciente. ¿La nariz estaba completamente libre? ¿Por qué silbaba? ¿Podía zafarse el hombro al acostarse de lado? ¿O asfixiarse si se quedaba dormido bocabajo? ¿Se le estaba formando una piedra en el riñón? Aunque no le picara la garganta, pensaba en ella y tenía que carraspear. ¿El corazón seguía latiendo? El cuerpo se convirtió en un artilugio que no descansaba a hora ninguna ni dejaba descansar a Olegaroy.

Éstos ya no son detalles superfluos en la vida de un filósofo, sino los primeros cuestionamientos sobre las vicisitudes de la propia existencia y que, debidamente meditados, conducen a preguntarse qué sentido tiene venir al mundo o por qué hay algo en vez de nada o si de veras el hombre goza de libre albedrío.

Ahora Olegaroy tenía en sus manos el periódico con la crónica del asesinato de una mujer de veintitrés años, tez blanca, complexión media y cabello oscuro llamada Antonia Crespo.

Regresó al salón y comenzó a leer la famosa edición del 8 de abril de 1949, cuyos pocos ejemplares supervivientes se disputan hoy los coleccionistas. La nota en la página siete bajo el título de «Macabro homicidio» quedaría para más tarde, pues Olegaroy se entretuvo con las noticias de la primera plana que hablaban de una comisión que decidiría el futuro de Alemania, de una revuelta conjurada en Grecia, del cierre de la frontera entre México y Guatemala. Los karenses se habían alzado en Burma.

Olegaroy leía con ganas de interesarse. Por algo el diario les había dado prominencia a esas noticias; pero le resultaban incomprensibles por ser meros fragmentos de sucesos más complejos. Un encabezado decía: «Revisará la ONU el caso del cardenal Mindszenty». Aunque se puso a leer las primeras líneas en las que se mencionaba que el hombre estaba preso por alta traición a Hungría, Olegaroy no sabía quién era el tal Mindszenty ni por qué Rusia y Polonia se oponían a que se revisara su juicio ni qué tenía que opinar otra parte del mundo acerca de su suerte. Sobre la insurrección de los karenses en Burma no quiso pensar, pues ni siquiera sabía que existiera un país con ese nombre. En la rebelión griega, la gente se apellidaba Spiridopoulos y Constantinides; en la de Burma eran Nu y Win.

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