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David Toscana - El último lector

Aquí puedes leer online David Toscana - El último lector texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2007, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial México, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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David Toscana El último lector
  • Libro:
    El último lector
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial México
  • Genre:
  • Año:
    2007
  • Índice:
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El último lector: resumen, descripción y anotación

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Todos buscan el final feliz, la cara sonriente, romper con el destino natural, evitar la tragedia; persiguen lo banal y desabrido, lo ligero y mujeril: se rehúsan a hacer literatura.

David Toscana rebasa los límites existentes entre vida y literatura con su habilidad de enlazar narraciones que parecen eternas e infinitas.

La biblioteca de Icamole se ha quedado sin lectores. Sin embargo, los libros que la habitan se apoderan de la cotidianidad del pueblo que muere de sed y dan la respuesta a una muerte misteriosa. La de una pequeña que aparece inerte dentro de la única reserva de agua que queda: el pozo de Remigio, hijo de Lucio, el bibliotecario. Un verdugo implacable de las malas historias, mismas que entrega sin remordimiento a las cucarachas.

Lucio será el encargado de encontrar en los libros la coartada perfecta. Esa que libera al presunto culpable de asesinar a la hermosa niña que, muerta, consigue cautivarlo. Así, la versión que surge de las páginas sobrevivientes se convierte en la única posibilidad. En la opción que permitirá a todos continuar.

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La cubeta desciende por el pozo hasta topar con una superficie más consistente que el agua y emite un sonido que Remigio ya venía esperando. Está por cumplirse un año de la última lluvia y la gente se reúne desde julio cada tarde para orar en la capilla de San Gabriel Arcángel, pero ya corre septiembre y ni una gota, ni un escupitajo del cielo. De vez en cuando amanece el rocío sobre hojas y ventanas, mas eso apenas lo distinguen los madrugadores, ya que el sol se lleva toda humedad tan pronto surge sobre Icamole. Una ocasión se aproximaron nubes cargadas por el oriente, y algunas personas se treparon a cualquier loma para azuzarlas desde ahí. Aquí estamos, vengan, tenemos sed, y varias mujeres abrieron sus paraguas para demostrar su inflexible fe, una fe que no alcanzó a mover montañas, al menos no el cerro del Fraile, a veinte kilómetros de ahí, pues todos acabaron por ver decepcionados cómo las nubes chocaban contra sus picos y laderas, derramando allá mismo su perfecta carga. No fue ni la primera ni la última vez que el cerro del Fraile les robó las esperanzas, por eso la contigua Villa de García continúa verde, mientras que en Icamole las acequias son avenidas para los tlacuaches. Remigio da un tirón a la cuerda que sostiene la cubeta y la suelta de nuevo. El sonido se repite: una percusión. A él le habría disgustado lo mismo que del fondo brotara la melodía de un arpa o el canto de una sirena; la única voz de su noria debería ser un chapaleo.

Revisa la cuerda y se da cuenta de que algo anda mal. Él sabe que el pozo mide ocho metros hasta el fondo y por eso la cuerda tiene un nudo justo en esa longitud. Según sus cálculos, al menos queda medio metro de agua, suficiente para regar el aguacate y bañarse esa y otras cuantas mañanas y salir a pasear por Icamole con los cabellos agitados por el viento, con la cara fresca, los dientes limpios, y saludar a las mujeres de cabelleras tiesas, envueltas en pañoletas, a los hombres de caras polvosas y tierra entre las uñas, en ese Icamole sin otra humedad que el sudor y el agua de los tambos que Melquisedec acarrea en su carreta desde Villa de García. Con la sequía llegó la pobreza y el día en que el repartidor de refrescos dijo ya no me sale el viaje hasta acá para vender tan pocas botellas. El agua de Melquisedec es gratuita; la carga en una acequia comunal de Villa de García y el gobierno del estado le paga una iguala por su esfuerzo y el de las mulas que remolcan la carreta en un trayecto ligero de ida y sufrido de vuelta.

Por evitar el desperdicio, la gente dice el agua de Melquisedec es para beber, no para lavarse los pies, y eso impulsa a Remigio a provocarlos con su cara recién lavada. Yo bebo, les dice con la mirada, yo me ducho, y hasta riego mi aguacate sin perseguir la carreta de los tambos; si bien, cuando alguien le hace la pregunta, él responde sin titubear que su pozo está tan seco como el resto.

Zarandea la cuerda una y otra vez sin éxito, sin sentir que la cubeta dé un mordisco a ese medio metro de agua, y decide que un obstáculo le impide llegar hasta el líquido. No sería el primer animal sediento en causarle problemas. Tres años atrás hubo de sacar a un coyote, que encima se defendió como si Remigio fuera el enemigo y no el rescatista. Y, sin embargo, no se molestó con el animal. Sabe que cualquier muerte es preferible a la provocada por la sed.

Trae una lámpara de petróleo, la ata a la cuerda de la cubeta y la baja por el oscuro buche de la tierra. Primero distingue el resplandor de dos ojos claros, luego el rostro blanco, infantil, de retrato antiguo; al final, una cabellera larga y negra todavía bien peinada. Calcula que ese rostro ya recibió doce cubetazos y, luego de mirarlo un par de minutos, acaba por concluir que no parpadea.

Cuando Remigio tenía unos diez años, veía en los pozos una fuente de travesuras. Éstas consistían en escupirles o arrojarles caca de chivo, una o dos bolitas a la vez; e incluso un día orinó en el de la señora Cleotilde. En cambio le pareció un exceso que uno de sus amigos arrojara una rata muerta en el de Melquisedec. La diversión no radicaba en hacer el daño sino en hacerlo a escondidas, y ésta se esfumó cuando Remigio supo que todos los pozos están conectados y los orines derramados en el de la señora Cleotilde llegarían, aunque diluidos, a todas las casas. Remigio cree que el punto más bajo de esa red de canales subterráneos se halla en su propiedad; de otro modo no se explica que su pozo aún tenga agua cuando los demás ya se secaron. Orinar o lanzar a una rata son cosas tolerables, pero no arrojar a una niña. Descarta la idea de que haya caído accidentalmente: le estaría viendo los calzones y no la cara.

Se apresura hacia adentro de la casa para tomar su machete, y con la misma prisa recorre la huerta, blandiendo el arma, descargándola contra algunas ramas secas, por si ahí sigue escondido quien trajo a esa niña. Mira todo su derredor en busca de alguien que lo esté espiando desde un árbol, tras los muros de adobe. Luego se detiene, casi sin respirar; trata de oír el menor ruido. Y oye varios, pero a la distancia: una mujer dice que le duele el pie, un hombre carraspea, un niño llora y grita me pegó Paco; el gordo Antúnez, esa voz sí la reconoce, amenaza a Paco con romperle la cara. Remigio deja caer el machete y vuelve al pozo.

Acerca la lámpara al rostro y aguarda a que deje de columpiarse, pues el movimiento de sombras crea la sensación de que el cuerpo se mueve. La niña se halla recostada, buena parte del torso fuera del agua, casi luce cómoda. Toma un puñado de guijarros y comienza a arrojarlos, uno por uno. Falla en los primeros tres intentos. El cuarto rebota en la frente o en la nariz, y Remigio comprueba que el rostro no se inmuta. Desde el principio le pareció bien muerta, pero imposible renunciar así de fácil al eterno sueño de salvar a una muchacha.

Trae otra cuerda con un gancho oxidado en un extremo. Lo baja y lo hace bailar cerca del cuerpo hasta sentir que se traba con algo; desea que sea un sobaco porque no le gustaría extraerla como a un pez. Tira de la cuerda y aguza el oído. Ya no espera algún lamento, pero es mejor asegurarse. Apenas unos centímetros y la niña se suelta con el chapaleo que Remigio había deseado para la cubeta. Ahora piensa en carne rasgada y un sangrado que tiñe el agua y así ni ganas de lavarse los dientes por muy santa que haya sido la niña. Comprende que el gancho no puede ser una buena idea, no importa dónde se trabe: axilas, boca, orificio de la nariz, entrepierna, y opta por sacarlo para hacer un lazo. Mientras forja el nudo se repite lazo, lazo en voz alta, pues su mente insiste en llamarle horca. Nuevamente baja la cuerda y la hace oscilar hasta que se toma de algo. Tira con cuidado y, tras asegurarse de que el lazo se halla bien ceñido, hace subir el cuerpo rápidamente. No podría resultar mejor: viene tomado de la muñeca izquierda. De haberse prendido del cuello igual lo hubiera alzado, pero qué mejor que la muñeca.

Toma la mano tan pronto la ve salir y le sorprende no sentir asco. Ya en otra oportunidad había cargado a un muerto y casi se vomita. Pero tú eres muy diferente, le dice a la niña, debiste ver al otro: viejo, gordo y encima inflado y desnudo porque se ahogó en una charca. La recuesta en el suelo y le baja los párpados. El izquierdo obedece; el derecho se repliega lentamente hasta abrirse por completo. Calcetas blancas, vestido de flores y un zapato de charol. Su rostro luce terso, sin rastros de violencia ni de los cubetazos; sólo con una basura en la mejilla izquierda que Remigio trata de quitarle, y pronto se da cuenta de que es un lunar. La manga derecha muestra una rasgadura, sin duda causada por el inútil garfio.

Remigio nunca ha sido sociable, ni tiene cabeza para andarse fijando en niñas de escuela, pero está seguro de que nunca antes había visto a la muertita, y eso significa que no es de Icamole. A una niña como ésa la habrían hecho protagonista de cualquier evento, la pondrían a declamar en las fiestas patronales y, aunque declamara horrible, le aplaudirían de todo corazón. Pero también estoy seguro, se dice, y aquí vuelve a mirar a su alrededor, que a una niña como ésta nunca la van a dar por perdida.

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