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INTRODUCCIÓN
Las manos de Orlac
Cuando se estrenó en la primavera de 1924 una de las joyas del cine expresionista, Las manos de Orlac, el público austriaco quedó tan impresionado por la película que al final se escucharon gritos de enojo. El principal actor, Conrad Veidt, tuvo que subir al escenario para explicar cómo se había hecho la filmación. El gran actor, con el poder de su presencia y su voz, logró calmar a la gente que se había exaltado al ver la película muda. Las manos de Orlac cuenta la historia de un gran pianista que en un accidente de tren ha perdido sus manos. Un médico le implanta las manos de un asesino que acaba de ser decapitado. El pianista, Orlac, siente que las manos que le han sido implantadas lo dominan y lo impulsan a cometer crímenes. Su médico le explica que, gracias al poder de su voluntad, podrá controlar los impulsos criminales que emanan de sus nuevas manos. La película presenta con gran dramatismo la lucha entre el poder determinante que emana de una parte del cuerpo, las manos, y la fuerza de voluntad que debe regir la conciencia del pianista. Orlac siente que las manos han tomado el control de su conciencia. Cuando su padre, al que odia, es asesinado, el pianista está convencido de que él le ha clavado la puñalada letal, aunque no lo recuerda. Pareciera que el poder brutal de la carne implantada es capaz de dirigir la mente del pianista.
El director de la película, Robert Wiene, ya había creado en 1920 El gabinete del doctor Caligari, donde encontramos también a una persona controlada por un asesino. Gracias a la hipnosis, un psiquiatra, Caligari, dirige las actividades criminales de un personaje que carece de control sobre su cuerpo. Pero aquí es evidente que es la mente del doctor Caligari la que es capaz de determinar el comportamiento de un individuo que funciona como un títere. En el caso de Orlac, al final se descubre que es su propia mente la que provoca inconscientemente el extraño comportamiento de sus manos, ya que está convencido de que son las de un asesino. Cuando se entera de que la persona decapitada, y cuyas manos ahora le pertenecen, en realidad era inocente, sus miembros vuelven a obedecerle y la ilusión se esfuma.
Los espectadores de aquella época fueron enfrentados al problema de la oposición entre determinismo y libertad. ¿Hasta qué punto el cuerpo —y especialmente el cerebro— permite que la conciencia decida libremente? ¿Qué límites impone la materia cerebral al libre albedrío de los individuos? El problema tenía —y tiene todavía hoy— implicaciones políticas y morales, pues se insinuaba que el control del cerebro mediante ciertas técnicas o mecanismos podía conducir a un comportamiento irracional inconsciente, como había sucedido durante la primera Guerra Mundial, cuando el Estado alemán enviaba a los ciudadanos a una lucha criminal, y como ocurriría después, cuando una gran parte de la población alemana fue impulsada a las más nefastas actitudes y conductas asesinas.
Las manos de Orlac parecen estar determinadas por el espíritu extranjero del asesino a quien habían pertenecido. Si pasamos del territorio de la ficción a la realidad podemos acercarnos al problema del libre albedrío desde otro ángulo. El ejemplo más conocido del trastorno obsesivo-compulsivo es la irresistible manía que impulsa a las personas a lavarse constantemente las manos, poseídas por la idea fija de que cualquier contacto las contamina peligrosamente. A los individuos aquejados por este trastorno les parece que todo cuanto les rodea está sucio. No pueden dejar de lavarse las manos después de tocar el pomo de la puerta, coger un billete, tomar un cubierto, abrir un grifo, estrechar otra mano o rozar una tela. Creen que el mundo a su alrededor está contaminado y viven en una Otras expresiones de este trastorno son aquellas que mueven a las personas a coleccionar obsesivamente objetos insignificantes, a verificar todo excesivamente por miedo a que algún mecanismo o proceso falle, a repetir incansablemente ciertos actos, a ordenar compulsiva y repetidamente el entorno, a buscar maniáticamente un significado en los números con que se topan y a evocar mentalmente las mismas imágenes, sin descanso.
Los casos patológicos y anormales destacan con fuerza la presencia de una cadena determinista. Aquí la persona no ha elegido libremente que su voluntad quede encadenada a causas biológicas. Pero los humanos suponemos que bajo condiciones «normales» somos seres racionales capaces de elegir libremente nuestros actos. Suponemos, por lo tanto, que no todo lo que hacemos tiene una causa suficiente que determina nuestros actos. Creemos en el libre albedrío. Pero siempre flota en el aire la sospecha o el temor de que los casos anormales en realidad descubran el mecanismo determinista oculto que nos rige a todos bajo cualquier circunstancia. Este problema, que incansablemente han querido resolver los filósofos durante muchas generaciones, hoy es abordado con nuevas herramientas por la neurobiología. Vale la pena reflexionar sobre las consecuencias de esta nueva perspectiva.
La neurobiología también ha invadido otro territorio custodiado tradicionalmente por los filósofos: la ética. Podemos comprender que buena parte de la moral moderna se funda en la aceptación de que existe el libre albedrío. La noción de pecado y de culpa se sustenta en el supuesto de que las personas son capaces de elegir libremente sus actos, lo cual las hace responsables de las consecuencias que acarrean. Por supuesto, los psiquiatras hace mucho que han delimitado un área de comportamiento que no debe estar sujeta a consideraciones penales (ni morales) porque está determinada por una etiología patológica que define estados de disturbio mental. Pero si asumiésemos que en realidad no existe el libre albedrío, tendríamos que ceder el terreno a los psiquiatras y a los neurobiólogos para que buscasen en las redes deterministas los mecanismos que definirían el comportamiento moral. ¿Cuál es la causa que mueve las manos asesinas o sucias? ¿Hay un culpable o solamente una cadena causal? Las manos sucias de Orlac o del enfermo obsesivo son una metáfora que permite ubicar el problema que quiero abordar. Cuando las personas se ensucian las manos —en la política, en las finanzas, en el hogar— nos enfrentamos a un problema ético. Jean-Paul Sartre, en