Gertrudis Gomez de Avellaneda - Diario Íntimo
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- Libro:Diario Íntimo
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- Año:1945
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GERTRUDIS GOMEZ DE AVELLANEDA
DIARIO INTIMO
Compilación de
LORENZO CRUZ DE FUENTES
⁕ ⁕
Biblioteca AZUL
EDICIONES UNIVERSAL
ENTRE RIOS 460 BUENOS AIRES
Edición digital: Sargont (2019)
Queda hecho el depósito que previene la ley N° 11.723.
Todas las características gráficas de
esta colección han sido registradas en
la oficina de Patentes y Marcas de la Nación.
IMPRESO EN ARGENTINA
PRINTED IN ARGENTINE
DE LA R EAL A CADEMIA E SPAÑOLA , SIENDO P ONENTE EL E XCELENTÍSIMO S R . D. F RANCISCO R ODRÍGUEZ M ARÍN .
«Por designación del excelentísimo señor director de esta Academia he examinado el libro intitulado La Avellaneda. — Autobiografía y cartas de la ilustre poetisa hasta ahora inéditas, con un prólogo y una necrología, por D. Lorenzo Cruz de Fuentes (Huelva, 1907), quien, como catedrático del Instituto General y Técnico de Huelva , solicita que esta obra le sirva de mérito en su carrera.
Contiene tal libro, entre los dos mencionados trabajos del señor Cruz y a continuación de una franca autobiografía de la insigne poetisa, documento de valor verdaderamente inestimable, hasta cuarenta cartas de la misma, dirigidas, como aquélla, en los años 1839, 40, 43, 45, 47, 50 y 54 a D. Ignacio de Cepeda y Alcalde, joven osunés a quien amó con mucha vehemencia luego que se conocieron y trataron en Sevilla, en cuya Universidad cursaba sus estudios. Tenía él entonces veintitrés años, y ella los veintitrés que decía y dos más, que por venial y común pesadilla mujeril ocultaba y ocultó siempre. Estas interesantísimas cartas, que sólo podrían serlo más si se conocieran, y con ellas hubieran salido a la luz pública las de su inspirador y destinatario, contienen (sobre todo, las muy apasionadas de los años 1839 y 1840) la luminosa explicación de una recóndita particularidad biográfica, que causó extrañeza a los críticos de antaño, y que aun los de nuestros días no habían acertado a explicarse satisfactoriamente. Nadie, hasta ahora, había llegado a saber qué misterioso acontecimiento determinó y fijó el carácter de la Avellaneda: sus primeros biógrafos notaron con extrañeza aquella honda melancolía, aquel no disimulado tedio, que rebosa de muchas de sus composiciones poéticas. «Al lado de las ideas nobles y de la elevación de espíritu que distinguen a nuestra poetisa —escribía en 1841 su prologador D. Juan Nicasio Gallego —, se notan ciertos suspiros de desaliento desengaño y saciedad de la vida, que harán creer al lector que son fruto de la edad madura, de esperanzas frustradas, de ilusiones desvanecidas por una larga experiencia. ¡Cuál fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos con una señorita de veinticinco años, en extremo agraciada, viva y llena de atractivos!».
Más cerca de dar en el hito anduvo, aun escribiendo muchos años después, en 1869, nuestro doctísimo compañero D. Juan Valera, quien, habiendo comparado a la Avellaneda con la célebre Victoria Colonna y manifestado que zambas cantan y ensalzan en su primera juventud a algún sujeto mortal, por quien sentían el más vivo afecto», inclinábase a creer que aquélla se había visto obligada «a conservar con frecuencia su ideal en abstracto y en vago por no poderle fijar, ni concretar, ni determinar en persona alguna de las que ha encontrado por el mundo».
A desatar todas las dudas, a poner en claro de una vez para siempre la causa principal de aquella tristeza y de aquel hastío, ocurre la publicación del libro objeto del presente informe, colección preciosa de cartas íntimas, en donde la autora, con gentil sinceridad de enamorada, mostró su alma toda; aquella alma grande y poética que, en frase de nuestro inolvidable compañero y amigo D. Marcelino Menéndez y Pelayo, «aunque sea honra imperecedera de América por su origen, pertenece enteramente a Europa por su educación y desarrollo y ocupa en justicia uno de los primeros lugares del Parnaso español de la era romántica». Desde hoy, pues, gracias a la cultura y a la diligencia del señor Cruz de Fuentes, que ha dispuesto para la estampa este epistolario, anotándolo con esmero y escribiendo un muy discreto prólogo y un buen artículo necrológico del dicho don Ignacio, no se dudará quién era Él, el adorado Él a quien la inmortal poetisa se refirió a menudo, y señaladamente en aquella ingeniosísima composición, cuyas hermosas quintillas, leídas una vez, no se van jamás de la memoria:
Y trémula, palpitante,
En mi delirio extasiada,
Miré una visión brillante,
Como el aire perfumada,
Como las nubes flotante.
...................
¿Qué ser divino era aquél?
¿Era un ángel o era un hombre?
¿Mi visión no tiene nombre?
¡Ah! Nombre tiene... ¡Era Él!
Lo ligeramente expuesto basta para estimar que es de verdadera importancia el servicio que D. Lorenzo Cruz de Fuentes ha prestado a nuestras buenas letras y a la cultura nacional con la publicación del mencionado libro, lo cual puede y debe servirle de mérito en su carrera con arreglo a las disposiciones legales vigentes .»
Corría el año 1839 cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda, que ya había acreditado el seudónimo La Peregrina, con que firmaba algunas de sus producciones poéticas, conoció en Sevilla, entre la buena sociedad que le aplaudía y le admiraba, a Ignacio de Cepeda, joven, entonces, de veintitrés años, hijo de noble familia ursaonense, estudiante de la Facultad de Derecho, tipo de hermosura varonil, culto sin presunción, bondadoso y afable por naturaleza y, para llenar las aspiraciones del más exigente corazón femenino, rico por su casa, que poseía cuantiosos bienes en la dicha ciudad, en Osuna, en Villalba de Alcor y en Almonte. Con estas raras cualidades, difíciles de reunir en un solo sujeto, no es de extrañar que la eminente poetisa, que también se hallaba en la exuberancia de la juventud, empezando por ser su amiga más sincera, no tardase en ver prendida en su corazón la llama del amor y que aceptase como un don del cielo a aquel su amigo, que satisfacía los anhelos de su alma de fuego y en el cual se armonizaban y se sintetizaban las realidades de la vida con los ensueños de la mujer que en su ardiente imaginación se había forjado.
Pero esas ilusiones, ese férvido entusiasmo de que están llenas las cartas de aquella época, fueron para la genial cubana como el heno, verde a la mañana, seco a la tarde, o cual gentil amapola tronchada al nacer por un rudo arado. La revolución operada en su espíritu fué súbita y dolorosa: el ídolo cayó de su profanado altar y se destruyó el culto. ¿Cuál fué la causa de tanta desventura? No se sabe a ciencia cierta. Los celos, tal vez; la pasión absorbente, avasalladora, que no conocía límites, de la poetisa; y la templanza sostenida de Ignacio de Cepeda, ante el temor instintivo de entregarse totalmente a aquella inteligencia de fuego, que algún día podría anularle, debieron hacer el milagro. El hecho es que en los primeros meses de 1840, las cartas pierden su acento apasionado, para reducirse paulatinamente a una correspondencia entre dos amigos muy íntimos, muy queridos, pero nada más que amigos , como antes lo habían sido; y tal transformación de afectos costó a Gertrudis Gómez de Avellaneda una de esas crisis morales que dejan en el alma huellas imborrables.
se lo he ofrecido; y, pues, no puedo dormir esta noche;, quiero escribir; de usted me ocupo al escribir de mí, pues sólo por usted consentiría en hacerlo.
»La confesión, que la supersticiosa y tímida conciencia arranca a un alma arrepentida a los pies de un ministro del cielo, no fué nunca más sincera, más franca, que la que yo estoy dispuesta a hacer a usted. Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien, o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido.
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