Lara - La patria insospechada
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Rodrigo Lara Serrano
LARA SERRANO, RODRIGO
La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile/ Rodrigo Lara Serrano
Santiago de Chile: Catalonia, 2017
ISBN: 978-956-324-392-5
ISBN Digital: 978-956-324-419-9
HISTORIA DE CHILE
983
Arte y fotografía de portada: Carla Mckay
Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.
Edición de textos: Cristine Molina
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.
Primera edición: noviembre 2015
ISBN: 978-956-324-392-5
ISBN Digital: 978-956-324-419-9
Registro de Propiedad Intelectual N° 260.377
© Rodrigo Lara, 2017
© Catalonia Ltda., 2017
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros
Una vez leí que los mapuches usaban un hongo para pescar. ¿Cómo? Lo secaban, molían y lanzaban a los pequeños riachuelos que corren por esos bosques como nubes verdes estacionadas para siempre sobre sus tierras. A poco de hacerlo, aguas abajo, los peces envenenados con aquel polvo misterioso emergían flotando guata para arriba. La toxina del hongo no afectaba a las personas, así que los animales eran perfectamente comestibles. Recuerdo la sensación de asombro frente al dato: aquello era fabuloso. Y también la extrañeza: ¿cómo no se enseñaba en los colegios o, por lo menos, no era un dato, por lo singular, conocido?
Años después, disfrutando de unas crónicas tan juguetonas como vitales del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, apareció una “poma lúcida” escondida dentro de La Araucana. Una que “en el aire por sí se sostenía”, con la forma de “bola trasparente, donde vi dentro un mundo fabricado tan grande como el nuestro y tan patente como en redondo espejo relevado”. Sí, aquella esfera flotante en medio del salón secreto del mago mapuche Fitón “compostura es del mundo el gran término abreviado”. Versión apenas un poco más modesta del “Aleph”, de Jorge Luis Borges: si no todo el Universo, al menos todo el planeta —cual desde un satélite de alta definición y múltiples cámaras— resulta accesible desde allí. Tan cierto (y extraño) como esto fue descubrir que Alonso de Ercilla inventó tal aleph como excusa para describir con lujo de detalles la Batalla de Lepanto. Y, peor, que con aquello se dedicó a hacerle promoción a su rey Felipe II de manera tan escandalosa y chupamedias que resultaba evidente que buscaba una recompensa o el aprecio del hombre a quien, de niño, había servido como paje. No lo obtuvo. El monarca lo despreciaba por tímido. Sí lo quiso, en cambio, su amigo Cervantes, quien, en El Quijote, salva del fuego La Araucana. Aunque aquello pudo ser un chiste encubierto: el cura quema las obras que excitan la imaginación y enloquecen.
Como sea, el primer poema occidental escrito en Chile era, y es, un largo recitado de propaganda política monárquica.
¿A qué asombrarse? Luego de cierta edad en la vida uno se da cuenta de que el pasado se encuentra tan abierto como el futuro. No porque los hechos ocurridos puedan ser cambiados, como sí pueden serlo los que nos podrían suceder mañana (aunque menos de lo que creemos), sino porque el tiempo opera al modo de esos detergentes casi perfectos que tanto nos aconsejan adquirir en la televisión: no deja casi nada en pie. Primero, borra las memorias vivas sobre quienes hicieron y dejaron de hacer. Y, más tarde, destruye cartas, actas, libros, filmes y grabaciones de todo tipo (y cuando no puede acabar con ellas las esconde en bibliotecas, archivos y museos que nadie visita). Finalmente, con los cambios mentales que traen las épocas que se suceden, simplemente elimina del campo de lo imaginable la noción misma de que algunas cosas pudieron haber ocurrido. ¿Qué mejor ejemplo de esto es saber que donde hoy se asienta Santiago antes hubo una ciudad inca llamada Mapochó? El descubrimiento reciente resulta tan increíble que la mayor parte de los santiaguinos y chilenos ha preferido volver a olvidarlo vía considerarlo irrelevante, aunque explica por qué Pedro de Valdivia se instaló a orillas del Mapocho y no en el más favorable, fértil y comunicado valle del río Aconcagua (cosa que siempre lamentamos los sufrientes del esmog santiaguino).
Así, nuestro Santiago no comenzó de cero, sino que desde algo que preferimos convertir en cero. Tales elecciones no son inocentes. Opere a nivel de una familia, de un país o de una civilización, la Sra. Amnesia en realidad suele ser una dama interesada en mejorarle el pelo al pasado. O cortar los que no se consideran acordes al peinado de moda del presente. En nuestro caso, desvaneció de esa manera, tapándolo con su estela, el que los desayunos chilenos alguna vez fueron de mate y chocolate y, en no pocas ocasiones, acompañados de un buen pedazo de carne y un copón de vino (1822); y que antes de ser admiradores demasiado incondicionales de EE.UU. fuimos vistos como un competidor intolerable, lo que llevó a que estuviéramos al borde de una guerra con ellos (1892). También el que José Miguel Carrera fuera un bromista cruel, además de inventor de los golpes de Estado latinoamericanos, y que nuestro proverbial antagonismo con Perú partiese por algo tan patético como no saber qué hacer con un gran préstamo de dinero (y desear que los peruanos fueran los medios pollos en el pago de los intereses).
¿Por qué no ser mansos y aceptar tales extravíos? ¿Acaso la sanidad mental y el perdón real de ofensas y dolores no dependen muchas veces de ello? Una razón es la curiosidad por conocer algo de todas esas personas que hicieron posible que nosotros estemos aquí. La verdad es que muchas de ellas, de tratarlas de cuerpo presente, nos resultarían verdaderos villanos. De otras, igualmente extrañas —y por tanto inquietantes, si no desagradables—, descubriríamos que intentando ser decentes y justas fueron las constructoras de lo mejor que tenemos; de aquello que nos parece tan natural y obvio (como que vender gente es una canallada, cosa que sabía aquel soldado español honrado que murió de los bastonazos que le dieron por negarse a mentir para justificar el secuestro y venta de una india). Existe otra razón: ver que somos el presente realizado de varios presentes posibles nos entrega la conciencia de que nuestras vidas no son totalmente fútiles, a los chilenos del futuro no les será indiferente lo que hagamos o dejemos de hacer.
Esperando juicio tras enredarse en un intento de golpe de Estado, el guerrillero más famoso de la historia chilena intuye que la dictadura del Rey será reemplazada por otras nuevas dictaduras que no por cercanas serán menos duras.
Tirado en la cama de su celda, Manuel Rodríguez lee una novela. Hace unos días lo han detenido varios soldados por órdenes directas del hombre que manda en Chile. Ese hombre cree que el lector de novelas es parte de un complot que cocina un golpe de Estado en su contra por ser él lo que todos saben que es: un dictador. Si alguien cree que el dictador en cuestión es uno de pelo rojo y de antepasados irlandeses, se equivoca. Se trata de José Miguel Carrera. Corre enero de 1813 y el sumario —previo al juicio— que se le instruye al futuro guerrillero, a sus dos hermanos y un puñado de personas más, establece que “se llegó a la conclusión de que existía conspiración, la que habría consistido en la toma de los tres cuarteles (de Santiago) y la muerte de los Carrera”, escribe Ricardo Latcham en
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