Manuel Tuñón de Lara - España.La quiebra de 1898
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- Libro:España.La quiebra de 1898
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1986
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España.La quiebra de 1898: resumen, descripción y anotación
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El historiador español Manuel Tuñón de Lara tiene una extensa producción historiográfica centrada en la España de los siglos XIX y XX. Esta obra se ocupa de uno de los períodos más interesantes de nuestra historia reciente: la célebre crisis del 98, en la que culminó un proceso de deterioro nacional que venía de siglos atrás. Con la pérdida de las últimas colonias España deja de ser un país imperialista en el que ya no tiene sentido el espíritu militar de conquista.
Con el lenguaje claro, el estilo sencillo y racional que caracterizan al autor, se analizan los años de la Restauración, la progresiva erosión de la España arcaica durante la última década del siglo XIX, el desastre del 98 y sus principales consecuencias a nivel militar, político e ideológico. En este último apartado destacan las importantísimas figuras de los intelectuales Costa y Unamuno como teóricos del «Regeneracionismo», la principal corriente cultural surgida de los trágicos acontecimientos nacionales. Su aportación ideológica es analizada en profundidad por el autor, así como su puesta en práctica pocos años después. El resultado es un libro clave, que esclarece los principales puntos oscuros de la época estudiada, con rigor y amenidad.
Manuel Tuñón de Lara
(Costa y Unamuno, en la Crisis de fin de siglo)
ePub r1.0
jasopa1963 16.08.14
Título original: España.La quiebra de 1898
Manuel Tuñón de Lara, 1986
Editor digital: jasopa1963
ePub base r1.1
LOS TIEMPOS DE LA RESTAURACION
O LA ESPAÑA «TRADICIONAL»: SU QUIEBRA.
La cuestión planteada, que da origen a este trabajo, se articula en dos partes: a), quiebra de la España tradicional; b), función que en ella pudieran haber desempeñado las ideas de Costa y Unamuno en la crisis llamada del 98. Naturalmente, esa bipartición se transforma en una problemática más compleja según nos acercamos al tema. Surge, en primer lugar, la pregunta sobre el alcance del 98 y sobre si la quiebra en cuestión no es un proceso mucho más largo que se viene produciendo y que se hace netamente perceptible el 98. Surge, sin duda, qué se entiende por España «tradicional» (y ponemos el entrecomillado porque Unamuno y Costa nos enseñan que tradición y tradiciones son conceptos ambivalentes), qué es una quiebra, qué es un punto de ruptura, etc.
Adelantemos que hemos identificado la España oficial de la Restauración, sus instituciones, sus prácticas, sus ideas y gustos dominantes, a la España «tradicional» o arcaica, a sabiendas de que no es exactamente la misma sociedad que la del antiguo régimen. No obstante, la permanencia de muchos factores esenciales nos inclina a dar por buena esa analogía: estructuras económicas apenas cambiadas; preponderancia de población y producción agrarias; intangibilidad de latifundio y minifundio; centros decisorios en manos de los grandes propietarios, unos nobles de antaño y otros recién ennoblecidos a los que se integra la alta burguesía naciente; constitución doctrinaria con sufragio censitario hasta 1980, pero sobre todo, falseada enteramente por la práctica del caciquismo; escala «tradicional» de valores, importancia de la moral externa (el «¿qué dirán?»), etc.
Por todo ello, la España «tradicional», cuando llega el último decenio del XIX es, para nosotros, la del sistema montado por Cánovas, la de la doble faz de Constitución legal y Constitución real = caciquismo, la del dominio de minorías oligárquicas, aquélla cuya crítica harán Costa y Unamuno, o el mismo Macías Picavea al decir —tal vez exageradamente— que «todos los males están reunidos en el sistema vigente desde 1874».
Si ahondamos un poco más, comprenderemos fácilmente que los males vienen de lejos. Tanto Costa como Unamuno no comienzan su crítica a partir del momento en que Martínez Campos proclama rey a Alfonso XII a la sombra de un algarrobo saguntino. Ambos critican la vacuidad de una llamada revolución, la de septiembre de 1868, que según ellos no lo es sino de nombre. Para Costa y Unamuno no cambió la sociedad española anterior a 1868; en el fondo, no hay tal restauración como no sea del trono de los Borbones, ya que, según ese punto de vista, eso fue lo único derribado. Sin duda, y dicho sea de paso, el sexenio 1868-1874 es demasiado complejo como para darle carpetazo con cualquier esquema perentorio; pero no es menos cierto que los objetivos (económicos y políticos) de una revolución enteramente burguesa no fueron alcanzados por las fuerzas de distinto signo social que ejercieron el poder en el citado sexenio. Ello explica suficientemente la decepción de nuestros autores.
El siglo, pues, tendía hacia sus postrimerías, y mientras el capitalismo se desarrollaba en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, etc., no vencía su raquitismo en una España que casi parecía petrificar sus antiguas estructuras. En 1887, la población activa parecía dividirse (decimos parecía por la poca fiabilidad de las estadísticas, censos, etc.) en 66, 5 por 100 de población agraria, 14, 7 por 100 de industria, 18, 8 por 100 de servicios. La industria fabril, la extracción minera y sus derivados no llegaban a reunir 250 000 personas. El número de artesanos, de pequeños comerciantes, etc., era considerable, pero también el de esas personas difíciles de clasificar, sin un trabajo estable ni un oficio definido, bordeando y hasta franqueándolas fronteras entre la vida laboral y la del pícaro, cuando no la de la delincuencia menor; jornaleros que no se sabe si eran del campo o de la ciudad y, naturalmente, la inmensa cohorte de criadas de servir en el sector terciario (así como la del clero secular y regular).
Cierto es que en el censo de 1900 la industria llega al 64 por 100, a costa de los servicios (el agrario apenas varía en porcentaje). Y da a reflexionar que el 51 por 100 del llamado sector industrial estuviese formado por la construcción y por las confecciones y que el 26 por 100 del terciario lo formasen las sufridas «chicas de servir».
España era un país agrario, pero ¿de qué agricultura? Recordemos que las cuotas de contribución de grandes propiedades no pasaban de 8000 en todo el territorio nacional, número inferior al de propietarios, pues la contribución se estipulaba por fincas y no por relaciones nominales de propietarios (lo que siempre fue un favorable factor de enmascaramiento para los latifundistas). Pensemos igualmente que, según la contabilidad de la recaudación de cédulas personales, en el año 1890 solamente 121 778 personas tenían sueldos superiores a 1230 pesetas al año o pagaban contribuciones directas de más de 300 pesetas. La política estaba tan reservada como la economía a grupos minoritarios. Todavía en 1886 no había más que el 2, 1 por 100 de la población que poseyese derechos electorales. La ley de sufragio universal de 1890 había sido votada con el propósito de no respetarla (y aunque se hubiese respetado, las zonas y distritos rurales necesitaban, de hecho, menos votos por diputado que las urbanas). Creo ocioso detenernos, una vez más, en detalles sobre un hecho incontrovertible: las palancas de mando del país se hallaban en manos de unas cuantas decenas de familias, cada cual con su «clientela» política y económica proyectada en jerarquía piramidal.
¿El caciquismo? Y a sabemos lo que escribía don Gumersindo de Azcárate: «Feudalismo de nuevo género… y por virtud del cual se esconde, bajo el ropaje del Gobierno representativo, una oligarquía». Y ya veremos cómo para Costa no hay caciquismo sin oligarquía, e incluso considera los partidos políticos como «gremios de oligarcas».
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