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Julio Rodríguez - Mi patria es la gente

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Julio Rodríguez Mi patria es la gente
  • Libro:
    Mi patria es la gente
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Mi patria es la gente: resumen, descripción y anotación

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1. Razones para dar un paso al frente

RAZONES PARA DAR UN PASO AL FRENTE

La reunión: Julio, hemos pensado en ti como candidato para las elecciones

LA REUNIÓN: «JULIO, HEMOS PENSADO EN TI COMO CANDIDATO PARA LAS ELECCIONES»

Los militares sabemos por experiencia que afrontar situaciones imprevistas y resolverlas con decisión, firmeza y eficacia forma parte de las atribuciones propias de nuestro oficio. En el campo de operaciones, igual que en el frente de batalla, a veces tu plan de acción, aunque viene definido por una hoja de ruta muy clara, de repente ha de enfrentarse a esa emboscada que no esperabas, esa avería que con la que no contabas, ese contratiempo que ni a ti ni a tus superiores se os había pasado por la cabeza. Y ahí hay que ser tan valientes como prudentes y tan rápidos como certeros. En cuestión de segundos has de analizar el escenario, barajar las posibles soluciones, evaluar los riesgos y, sobre todo, tomar decisiones. No vale mirar hacia otro lado ni escurrir el bulto. No puedes postergar el golpe de mano necesario ni delegar tu elección en nadie. Es hora de actuar y la responsabilidad es tuya. Salga bien o salga mal, depende únicamente de ti.

Esa eventualidad, que exige tanta frialdad en la mente como tensión en el músculo, la conocen bien todos los que visten o han vestido un uniforme militar. En el caso del personal del Ejército del Aire, el coraje para tomar decisiones rápidas y acertadas delante de imprevistos forma parte de nuestro día a día y es la naturaleza última de nuestra supervivencia. Cuando vas al mando de un avión reactor monoplaza, tu salvación depende de tu diligencia y capacidad de reflejos para hacer frente a ese motor que ha dejado de funcionar de repente. Tu agilidad mental y reactiva para anticiparte y dar una respuesta instantánea es decisiva para que atines a esquivar esa montaña que ha aparecido de pronto tras la masa de nubes que estabas cruzando a mil kilómetros por hora y así evitar empotrarte en ella. Y siempre es igual: estudio rápido de la situación, evaluación de riesgos, claridad en el objetivo y actuación. No hay vuelta de hoja ni marcha atrás posible.

Ese vértigo, esa asunción de la responsabilidad propia con capacidad analítica, valentía y decisión, constituye uno de los elementos que más me han atraído de mi oficio en los casi cincuenta años que he vestido el uniforme militar. Me gusta la acción. A lo largo de mi vida me he sentido bien tomando decisiones ejecutivas y definitivas en escenarios que no estaban previstos. También en aquellos en los que mi vida o la de algún subordinado mío estaba en peligro. Y en ninguno de esos momentos sentí que la mano me temblara ante el envite.

Los que han trabajado a mi lado saben que, entre mis múltiples defectos, que los tengo en abundancia, no se encuentra el de esconder la cabeza debajo del ala cuando la situación reclama una respuesta clara por mi parte. Si he tenido que cesar a un miembro de mi equipo en quien ya no confiaba, lo he hecho hoy sin esperar a mañana. Si he visto conveniente dictar una orden arriesgada que dependía única y exclusivamente de mi criterio y mi cargo, no me he escudado en responsabilidades ajenas: lo he hecho y he asumido las consecuencias, fuera acertada o errónea mi elección. Y cuando he tenido que dar ese golpe de mano en un escenario imprevisto, he procurado analizar la situación con rapidez y la cabeza fría, he barajado las posibles soluciones, he evaluado los riesgos y he actuado. No soy de los que silban al aire cuando el destino me está apuntando a la cabeza, aunque esa situación no hubiera entrado en mis planes un minuto antes de ese envite.

Y no, decididamente no estaba en mis planes oír la propuesta que me hicieron en la cafetería Mür de Madrid, próxima a la plaza de España, el 19 de octubre de 2015, día en el que empezó todo. Cuando me dirigía hacia allí, lo último que imaginaba era que aquel encuentro, al que me habían conducido un par de emails, una conversación telefónica y un encuentro personal al que no había dado mayor importancia, iba a tener las consecuencias que ha tenido en mi vida.

Desde mi salida de la Jefatura del Estado Mayor para la Defensa (JEMAD), ocurrida el 30 de diciembre de 2011, mi vida se parecía a la de cualquier militar de alto rango jubilado y en la reserva. Mi actividad profesional se limitaba a atender las cómodas labores de miembro de la Asamblea de la Orden Militar de San Hermenegildo, un órgano consultivo por el que, según marca el reglamento de la carrera militar, han de pasar todos que cesan al frente del máximo cargo de las Fuerzas Armadas o de la jefatura de cualquiera de los tres ejércitos: Tierra, Mar y Aire. En la práctica, la Asamblea es una suerte de cementerio de elefantes de militares con galones ideado para que tengamos una ocupación, y también un sueldo, cuando abandonamos nuestro puesto en la cúpula de la administración castrense mientras dura el plazo en el que nuestro régimen de incompatibilidades nos incapacita para ocupar otros destinos profesionales en la vida civil. Esa prohibición, por ley, es de dos años, aunque a la Asamblea se puede pertenecer hasta un máximo de seis ejercicios. La mayoría de mis predecesores no agotaron el plazo completo y, tan pronto como pudieron, renunciaron a sus plazas, la mayoría de las veces para ocupar cargos en empresas del sector militar que les aportaban mayores rendimientos económicos.

No era mi caso. Creo firmemente en las instituciones públicas y pensaba, y sigo pensando, que la experiencia profesional de aquellos que han servido al país en puestos de alta responsabilidad constituye un capital que hay que proteger y atender en beneficio de todos, igual que considero útil que los presidentes del Gobierno formen parte del Consejo de Estado cuando abandonan su cargo.

Lo cierto es que me sentía feliz y satisfecho, y también útil, con mi labor en la Asamblea y con mi implicación en el Foro Milicia y Democracia, la asociación a la que me afilié en 2012 y que pasé a presidir a partir de 2014. A este colectivo militar me unía la cercanía personal con la mayoría de sus miembros y la plena identificación ideológica en sus postulados. El Foro es un centro de debate dedicado, entre otros fines, a promover los valores democráticos en las Fuerzas Armadas y preservar la memoria de la Unión Militar Democrática (UMD), la organización clandestina que en los últimos meses del franquismo intentó, infructuosamente, acelerar la llegada de la democracia a España y, sobre todo, evitar que el Ejército fuera un instrumento para prolongar la dictadura. Como explicaré en páginas posteriores, en los días en los que este grupo estuvo activo no llegué a formar parte de él, pero compartí y comparto su ideario progresista y su profundo talante democrático. Por eso, en la etapa postrera de mi carrera profesional, ya cercano mi pase a la reserva, me parecía justo contribuir a mantener vivo el mensaje y las ideas que habían promovido aquellos militares valientes que sacrificaron su libertad y sus propias carreras profesionales por cumplir con el espíritu democrático que llevaban dentro.

Fue a través del Foro y de la Asociación Unificada de Militares Españoles (AUME) como recibí, a finales del verano de 2015, la primera comunicación de Podemos. A menudo mantenía reuniones con Mariano Casado, Jorge Bravo, Gómez Rosa, buenos amigos y miembros de las dos asociaciones, y a veces viajábamos juntos para celebrar actos del Foro. En esas conversaciones les había hecho ver, con sinceridad y sin tapujos, mis ideas acerca de la política española y del momento histórico que atravesaba nuestro país, y sabían también qué medidas consideraba más justas y razonables para solucionar los problemas de los ciudadanos. Nunca llegué a contarles que en las últimas elecciones europeas había votado a Podemos, pero creo que podían deducirlo de mis reflexiones.

Imagino que esas confesiones acabaron llegando a oídos de alguien del partido. No lo sé. Lo único que sé es que un buen día, en septiembre de 2015, recibí una inesperada llamada de Rafael Mayoral, secretario de Relaciones con la Sociedad Civil y Movimientos Sociales de Podemos. Me contó que estaban preparando su programa electoral de cara a las elecciones del 20 de diciembre y quería asesoramiento en materia militar. En concreto, quería saber cómo veía yo las Fuerzas Armadas y qué cambios creía que debían aplicarse en esta institución para adaptarla a los nuevos tiempos. Sorprendido por aquella propuesta, acepté la invitación y me comprometí a enviarle un documento que reuniera las líneas generales de mi visión sobre el Ejército español y su futuro.

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