AA.VV. - Crítica y rencor
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L legó la hora en que la crítica se plante en el centro de la conversación. Que abandone su lugar como ruido de fondo, aplausos entre amigos o supuesta “estrategia editorial”, para reintegrarse como una discursividad que busca el diálogo y las formas soterradas de la conversación finísima. No hay necesidad de citar a Octavio Paz. Menos aún a Alfonso Reyes. Traer una cita para machacar el asunto sería conceder oxígeno a las murmuraciones usuales; dar espacio a los titubeos de quien la intenta con el temor de ser considerado apenas un “crítico”.
El flujo inclemente de productos culturales sobrepasa las horas que cualquier persona pudiera dedicar a organizarlos. Atravesamos una época de incontinencia. Quien se imaginó poeta en la adolescencia saca sus originales del cajón y los entrega a un editor que no tiene reparos en reproducirlos por miles. La sensación de asfixia es permanente. Así con novelas, obras de teatro y libros que persiguen denominaciones anfibias pero cuya patria no es la insolencia ni la radicalidad, sino el desparpajo y la afasia embutida con palabras huecas. Esto por lo que hace al formato impreso. A su lado habitan los infinitos contenidos multimedia que fluyen con la velocidad de una hemorragia de vena mayor y no hay cómo detenerlos. Cualquier astuto se inscribe a un curso de del software al uso e inicia una secuencia de “poemas visuales”, “intervenciones”, “apropiaciones”. La democratización de la producción cultural no ha creado un desconcierto significativo, pero se podría entrar con facilidad a un periodo de confusión generalizado, en donde sólo es visible aquello que recibe difusión a través de espacios pagados en medios de comunicación hegemónicos.
Organizar, por tanto, es una labor perentoria. Aquí el crítico –y esto no queda limitado al crítico literario– tiene una geografía al frente para extender los brazos y ordenar un paisaje con una forma determinada. Las modalidades de ejercer la crítica no pueden quedar como privilegio de unos cuantos y resulta necesario que las nuevas generaciones se arremanguen para saltar al ruedo sin reparos. Pensar la literatura es una asignatura pendiente del escritor y no sólo crear vendavales y agitaciones con las obras. No hace falta ser un crítico incendiario para ser escuchado, además. El olor a gasolina repele a sensibilidades más tersas. Su proximidad trae consigo peligro de incendio. Quemarse es más fácil que entregarse a las comodidades de la desidia, por otra parte.
La naturaleza entrópica del entorno obliga a la falta de atención. Todos producen y se imaginan creadores: artistas plásticos, cineastas, escritores, dramaturgos y demás. La calidad de espectador del crítico lo orilla a trenzar contenidos y referentes. ¿Cuál es la relación que existe entre el performance y la bisutería, por ejemplo? ¿Es posible una relación semejante? La actual fusión entre los contenidos mercadológicos y las estrategias creativas del artista vuelve indistinguible la frontera entre unos y otras. Llegó la hora en que todo está en relación con todo y las parcelas reservadas y por tanto específicas queden en el olvido. Volvemos a la esencia: intervenir para transformar. El escritor utiliza las palabras para edificar una constelación personalísima, pero ésta no queda aislada dentro de su marco de acción. Después esa historia se hace película y luego novela gráfica. Las capas de creación de sobreponen y de esa novela gráfica surge un relato paralelo de secuelas o precuelas, de la mano de otro escritor/artista. La colectividad dedicada a elaborar objetos inserta dentro de su proceso de creación todo lo que existe. De la misma forma, el crítico se nutre de Dionisio de Halicarnaso y Aristóteles, George Steiner y Gaston Bachelard, encíclicas olvidadas y revistas del corazón, reportes biológicos y el suplemento dominical del periódico de izquierda. Cualquier objeto puede ser utilizado como testimonio del fluir actual. Los criterios de segregación confiesan miopía y los andamiajes inmóviles no ayudan a valorar un objeto creado. El imaginario crítico se amplía, según la curiosidad quien se propone la tarea.
Este modo de ejercer la crítica nada tiene que ver con producir contenidos destinados a ser una brújula social. Son una necesidad que deriva de un proceso de clarificación personalísima. La diferencia es que se publican y, entonces, esto podría derivar en usos orientativos. Pero esta finalidad es una consecuencia de la continuidad en la labor del crítico. La desgana y el desparpajo, la nota suelta y el tiro al aire, se deducen del modo en que, tal o cual crítico, articula su mirada. Es posible acertar con un disparo en la noche, pero es una anomalía. Lo natural es que una secuencia de actos relacionados terminen por relevar un continente en expansión permanente. El trabajo tesonero aún es la moneda de cambio del crítico fiable. Aproximarse a comprender y relacionar, son dos de sus tareas diarias.
La crítica es una herramienta de construcción para integrar un diálogo social, pero no queda inmovilizada dentro de los límites de esta razón instrumental. Sin una aproximación al porqué de su razón de ser, la manufactura de objetos deriva en un flujo pujante e igualmente perpetuo. La producción de libros no se detendrá en tanto haya que transmitir el pensamiento. Mismo caso de la producción en otras disciplinas. Lograr una geografía de interpretación –porque es un logro, a menos que la tarea crítica implique una adhesión a un sistema preexistente con aspiraciones de verdad–, es una de las tareas primarias del crítico. Conservar la entereza en los lapsos de movilidad es otro mérito. Vendrán modas que se estacionen en la mentalidad del intelectual promedio y luego emprenderán la fuga. La salud de una sociedad nada tiene que ver con la profusión creativa, como se ha pensado. La indigestión es una patología. Se logra un punto de equilibrio cuando los críticos conversan entre ellos, de manera respetuosa, alrededor de obras significativas.
No es difícil explicar por qué la crítica añeja terminaba en distanciamientos y anulaciones mutuas. Se mezcla el tema humano con el creativo y entonces inician los señalamientos y el lanzamiento de dardos cruzados. Esto alimenta la vida literaria –su modalidad de espectáculo, al menos–, pero evita que los discursos se rocen, articulen y, de ser el caso, subsistan. El solipsismo no es una estrategia despreciable, pero enfrenta más riesgo de dormir en el estante. Aún la reafirmación comunitaria estiliza las ideas y las deposita en la cabeza de las generaciones venideras. La crítica redux lanza las redes al mar para recoger las mejores piezas y devolver el resto a un océano que no deja de agitarse. El crítico dedica sus horas al tejido de redes, al arte del nudo, a leer cómo se aproxima o aleja la tempestad. Es un meteorólogo que aprendió su arte de lectura a partir de mirar las nubes, objetos inestables que se mueven a criterio de los vientos.
El revival del arte conceptual y experimental obliga al crítico a redoblar esfuerzos, lo mismo por entender las manifestaciones más radicales de la creación, que por atenuar el entusiasmo que genera lo novedoso. Engancharse al arte nuevo es tan fácil como postular que la novela que recién leímos de tal o cual autor es la mejor que éste haya escrito. Esto es: la cercanía es una sierra eléctrica. Las redes sociales y el avance pasmoso de internet nos asombran cada día con diferentes herramientas para la creación de objetos de intención estética. El goteo parece no tener fin y, a fuerza de pegar en el mismo sitio, termina permeando al fondo. El tiempo actual es una excelente prueba de vuelo para que los nuevos críticos logren una panorámica de conjunto.
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