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Ángel Béltran - La historia de la ciudad sin arboles

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Ángel Béltran La historia de la ciudad sin arboles

La historia de la ciudad sin arboles: resumen, descripción y anotación

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CAPITULO 1
PENSANDO EN ISABEL

A quella gran ciudad que silenciosa y lentamente se había ido convirtiendo en un sólido bloque de hormigón. Adoptando dócilmente desde años atrás, un feo y triste tono grisáceo. Sin saber cómo, los árboles habían ido desapareciendo uno a uno. Las macetas de los balcones, los arbustos de los jardines. Las palomas fueron abandonando sus nidos y ya dejaron de volar por las calles y el cielo de la ciudad. Y los revoltosos gorriones dejaron de dar saltitos (porque los gorriones se desplazan a saltitos por el suelo) en las aceras en busca de alguna migaja que llevar a sus crías que aguardaban impacientes en los nidos.

Los niños se fueron acostumbrando desde muy pequeños a que el verde natural ya apenas se viese en las calles. Solo en navidad, cuando las grandes empresas y los propietarios de los grandes almacenes decoraban tanto el interior como las puertas de sus establecimientos con fríos pinos de plástico llenos de luces parpadeantes. Y cuando esos niños crecían, de adultos simplemente… ignoraban todo a su alrededor. No se preguntaban porque no había nada verde. Incluso los parques, que antaño habían sido agradables lugares en donde pasear, hacer ejercicio y punto de encuentro de amantes, de vecinos, de amigos, dejaron sitio a bastos parkings para todo tipo de vehículos. Era como si el verde, como si la naturaleza hubiese sido prohibida por ley en aquella ciudad y nadie hubiese dicho absolutamente nada. Como si la naturaleza no fuese necesaria para vivir. Para sobrevivir.

Y en medio de ese frío y gris paisaje, R se sentía más que cómodo. Paseaba por las calles de aquella ciudad, con las manos en los bolsillos percatándose de que aun faltando el toque de naturaleza que todo bloque de hormigón necesita, la gente continuaba con sus vidas como si nada. Él mismo, descubría, que no necesitaba parques ni árboles, ni palomas que manchasen la pintura de su coche con sus molestas y destructivas heces. Acudía cada mañana a su trabajo, una pequeña oficina en la que hacía ya diez años había abierto su agencia de detectives. Nada sofisticado, nada lujoso, sin empleados, solo él. En sus archivos solo había casos de “cuernos” como solía decir en privado y con todo el respeto hacia los perjudicados, algún que otro caso de espionaje industrial a baja escala, y timos a seguros.

Terminadas las aburridas jornadas de papeleo u horas sentado en el asiento de su coche siguiendo a tal marido o tal esposa para poder obtener pruebas, sobre todo fotográficas, de sus infidelidades matrimoniales, regresaba a su pequeño piso en el centro. El cual estaba a más o menos cuarenta minutos andando. Mientras esperaba el ascensor, deseando no coincidir con ningún vecino para no tener esa incomoda y molesta charla vecinal que tanto odiaba, marcó el número de Isabel en su móvil y se lo pegó a la oreja.

-¿Te apetece cenar esta noche en mi casa?- Preguntó cuándo ella respondió a la llamada. Entró en el pequeño ascensor y pulsó el número siete. Vivía en el séptimo piso. Siempre había preferido un piso alto. Cuanto más alto mejor. No quería nada por debajo de un quinto. Pensaba que si algún día su mente se volvía al revés y le daba por acabar con su vida y tirarse por el balcón quería asegurarse de que la caída acabase con él al instante. Si se arrojaba de un tercero o un cuarto la muerte no estaba asegurada al cien por cien. Y no querría arrastrar las consecuencias de tan desastroso y patético intento de suicidio.

Isabel era una chica algo más joven que él. Trece años más joven. La conocía desde hacía tiempo, desde que ella tenía dieciséis años, y siempre había existido un “tira y afloja” entre ambos que a veces a él le resultaba incomodo, pero que al final fue aceptando con el paso del tiempo. Isabel se había convertido en su particular “perra del hortelano”. La chica no tenía pareja. De vez en cuando si salía con alguien, pero nunca nada serio y apenas llegaban a estar ocho o diez semanas juntos. Al final, siempre surgía cualquier tema (por tonto e insignificante que fuese) que hacía que ella cortase aquello de raíz. Y entonces visitaba a R por sorpresa y terminaban en la cama después de una tranquila cena en la que la chica se despachaba a gusto contándole sumida en un estado de bastante frustración, que nunca más se enamoraría, que nunca más se comprometería con ningún tipo porque todos resultaban ser unos verdaderos cabrones. Y él, terminaba mirándola a los ojos y cerrándola la boca dulcemente con dos dedos. A continuación la cogía en brazos y se la llevaba a la cama. Lentamente la desnudaba. Y ella se dejaba hacer. Se abandonaba a sus manos y sus labios. La despojaba de la parte de arriba y acariciaba sus bonitos y pequeños pechos. Le quitaba los pantalones, y después lentamente deslizaba sus braguitas a lo largo de sus piernas hasta que salían por sus pies descalzos. Las dejaba caer lentamente en la cama, justo casi a la vez que empezaba a ascender de nuevo por sus piernas besando y acariciando su suave piel. Y terminaba entrando en ella lenta e incansablemente. Sin dejar de mirar sus ojos de color chocolate y sin dejar de oír como ella repetía su nombre.

Al final, terminaban el uno tumbado junto al otro. Ella con su brazo izquierdo rodeándole el cuello en forma de abrazo, y mirándole a la cara, sonriendo. Y eso era precisamente lo que R buscaba aquella tarde al llamarla por el móvil. Había tenido un día bastante aburrido en la oficina. Todo papeleo. A la hora del café había ido a la misma cafetería de todas las mañanas, justo al otro lado de la calle. Le atendió la misma camarera de todas las mañanas. Una chica joven de pelo rubio y enormes pechos. Atractiva dirían algunos. Si la miraban solo de cuello para abajo. Que trabajaba como camarera, según le contó un día, mientras terminaba la carrera de bellas artes. Le encantaba dibujar. Y decía que adoraba la ciudad porque le ofrecía líneas rectas allí donde mirase. Tonalidades de grises en perfecta armonía. Y varios motivos más que el detective no llegó ni a comprender ni a oír bien porque no prestaba mucha atención. Aunque la mirase con una forzada sonrisa.

-Buenos días- le saludó con su habitual sonrisa- ¿Café y tostada?- Porque al final aquella estudiante de bellas artes resultaba ser una persona muy amable. No porque su puesto de trabajo le obligase a ello. Si no porque era amable por naturaleza.

-Sí. Gracias.

Pero justo en ese momento había empezado a pensar en Isabel. Tuvo una erección. La joven tenía un verdadero cuerpazo y sabía qué hacer entre sabanas, y como moverse. Recordaba que cuando la conoció tenía dieciséis años, casi diecisiete como decía ella casi ofendida. Al principio no quiso hacer nada. ¿Y tus padres? Preguntaba R. Pero ella movía la cabeza de un lado a otro, no quería oír hablar de ellos. Los quería, por supuesto que sí. Pero quería estar sola. Y el detective dejó pasar el tiempo. Evidentemente sospechaba que la chica ya no era virgen. Pero él espero. Hasta que finalmente cuando ella tenía casi los dieciocho se la llevó a su apartamento. Y desde ese primer momento el piso del detective fue seguramente lo más parecido que Isabel tuvo como hogar.

Además, estaba enamorado de ella. Siempre había estado enamorado de ella. Y sintió que volvió a darle ese momento en el que se tiraba días en los que no dejaba de pensar en ella. Si había semanas enteras en las que no pensaba en la chica, incluso en las que ni se acordaba de su existencia, había otras que lo invadía el “momento pareja” como lo llamaba. No podía dejar de pensar en su presencia. Incluso se preparaba mentalmente un pequeño discurso en el que le pediría que se trasladase a vivir a su piso. Juntos los dos, como una pareja normal. Que eso era lo que realmente deseaba R: vivir con Isabel como si de un matrimonio se tratase.

-Por fin te encuentro- Una voz masculina y ronca le arrancó de cuajo los pensamientos que tenía en esos momentos puestos en Isabel y su vida en común. Un incontrolado cabreo lo inundó. Si no fuese porque tenía que trabajar para hacer frente a la maldita hipoteca del piso y del local, se hubiese levantado y le habría abierto la cabeza a golpes al cabrón que acababa de sentarse en la mesa frente a él. Pero se trataba de un cliente. Y pagaba bien. Otro “cornudo” que quería fotografías de su mujer follando con otro. En este caso con otra. Esbozó una falsa sonrisa de bienvenida y le estrechó la mano.

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