Álvarez - Los tres secretos del samurai (Spanish Edition)
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Los tres secretos del samurai (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Los tres secretos del samurai (Spanish Edition) — leer online gratis el libro completo
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Índice
A mis amigos más leales: Isobela, Joao, Günter y Geneviève.
A Didier y Fefo, in memóriam.
A mis padres, que me amaron en tiempos duros.
«Vencerá aquel que sabe cuándo puede pelear y cuándo no».
Sun Tzu, El arte de la guerra
«A menudo son las personas que pasan, y no las que permanecen,
las que juegan un papel decisivo en nuestras vidas».
R. Menéndez Salmón, Medusa
Mucho antes de que se abrieran las puertas en la gran casa del señor Susanô, el rumor recorría todos los dominios del feudo de Yamato, cuando los brotes de arroz esperaban su primera cosecha y la primavera encendía cerezos y almendros. El calendario señalaba el mes de shigatsu, el de las promesas. El rumor se posó sobre la belleza del paraje tiñendo los cielos de gris y cerniendo alas negras sobre los campesinos y artesanos del lugar.
Un rumor estridente como una maldición.
Los dioses cobraban la calma de los últimos años, las fecundas cosechas, la paz de los caminos libres de salteadores y la abundancia de hijos.
La fuga de Chikako despertó el miedo y abrió las heridas de los secretos olvidados.
Los criados de la casa, al alba, cuando la serpiente regresa al nido, se levantaron sobresaltados, como si el rugido de aquel rumor hubiera llegado hasta sus aposentos. La hora del Conejo se inició con el sonido de la pequeña campana que llamaba a las tareas diarias desde el arco principal de la mansión donde habitaba el señor Susanô. Sin embargo, aquel día, pareció dar cuenta de un incendio cuyas llamas no podrían ser apagadas ni con toda el agua de los ríos.
Cuando la joven sirvienta Keiko sirvió el primer té de la mañana al gran señor, temblaba imaginando la cólera del amo en forma de lenguas de fuego lanzadas por su boca.
Las puertas del mal se abrieron para todos.
Sobre sus cabezas, caería la venganza de honor del amo.
Unos rezaban, otros maldecían y escupían el nombre de la traidora. Los niños se escondían entre las faldas de sus madres. Los viejos relataban historias olvidadas de malos tiempos.
Todos temblaban.
Tal vez la próxima cosecha se pudriera antes de ser recogida y llegase, junto con la venganza del amo, el hambre, esa vieja compañera de los campesinos.
En boca de todos estaba el nombre, ahora odiado, de la mujer capaz de transformar la bondad del amo en justa cólera.
¡Chikako!
Pero incluso su nombre terminaría prohibido en aquellas tierras.
¡Chikako!
Y las viejas lo masticaban tratando de deshacer con sus dientes incluso el recuerdo de cada sílaba. Pronto se convertiría en uno más de los diablos fantasmales escondidos en las grutas y las cuevas.
A los cuarenta mil dioses de la vieja religión habría que añadir el suyo en el lado oscuro.
Incluso el aire parecía anunciar esa mañana el huracán que provocaría aquel nombre.
Incluso los pájaros escribirían, con su perfecta caligrafía, el anuncio de la maldición con su nombre.
Incluso...
La joven y bellísima esposa de Susanô había desaparecido esa misma noche, probablemente al final de la hora del Buey, tal vez en la hora del Tigre, cuando más densas son las sombras de la noche. Nadie la vio partir, sin embargo, todos recordaban algún detalle premonitorio:
Yo escuché los pasos de un zorro, lo juro, aun antes de llegar la hora del Buey.
Desperté a la hora de la Rata y escuché el siseo de unos abanicos.
Yo sentí una ráfaga de aire helado, sí, seguro, al inicio de la hora del Tigre.
Todos creyeron que habían advertido el momento de la huida.
Todos se hacían cábalas sobre el destino de la joven y bella Chikako.
No se abandona impunemente al esposo. Y menos si resulta ser un hombre importante, amigo personal del Shogun, respetado por nobles y sacerdotes, cuyas riquezas nadie podía contar y a quien visitaban magistrados y abades llegados desde Nagasaki o Kioto; a quien frecuentaban samuráis emisarios desde Edo.
—La muerte, eso le espera —decía uno.
—Una muerte que nos alcanzará —añadían otros.
—¡A todos!
—Nuestras cabezas valen menos que las piedras del camino —se lamentaban.
—¿Cómo pudo cometer semejante injuria? —se preguntaban.
—¡Un demonio disfrazado, eso era! —afirmaban algunas mujeres.
Un rumor de muerte anunciada recorría todos los rincones esa mañana.
Como si lo hubiera presentido, la joven Keiko, al final de la hora del Tigre, había despertado sintiendo en los labios el cosquilleo de un antiquísimo poema que cantaba las bellezas del palacio del amor dibujando un tapiz celestial.
Los cabellos negros se conservan difícilmente,
el cutis dorado cambia fácilmente,
los hombres no son como los pinos siempre verdes...
Ahora, Keiko imaginaba terminados para siempre los buenos tiempos al servicio de la dulce señora y el amo justo que jamás abusaba de su poder.
Suspiró. No sólo pensaba en ella. Se tapó la boca para no pronunciar otro nombre.
Ella había sido feliz en la casa del Samurái Calígrafo, antes cantado por los juglares como Samurái del Dragón; tan sólo hambre, golpes y miseria había conocido hasta entrar a su servicio. Aquí, pese a no ser más que una simple sirvienta, no comía restos y sobras, sino comida igual a la de los amos. Y la extravagante costumbre se extendía al resto de los criados. Además, dormía sobre un futón, no sobre el suelo o en el establo; Chikako le regalaba su propia ropa, incluso le compró un hermoso kimono en su decimoséptimo cumpleaños.
Regresarían las lágrimas de los años negros, cuando, huérfana y sola en el mundo, mendigaba unos granos de arroz y recibía insultos y palos.
Además, el joven caballero que llegó con el señor, aquel con orejas de zorro, Hanzaburo, siempre cerca de su amo como si sólo su sombra pudiera cobijarlo, le sonreía y ella sentía el rubor subiendo desde sus tobillos hasta la punta de sus cabellos.
Hanzaburo era un misterio.
Un hermoso rostro de boca casi femenina y cercado por dos puntiagudas orejas y un cuerpo perfectamente dibujado en músculos elásticos contradecían sus cabellos blancos, azules de tan blancos, propios de un anciano. Hablaba poco y gozaba con la costumbre de desaparecer durante días, incluso semanas. A su regreso, con las ropas en perfecto estado, sin un arañazo, parecía un novio tras visitar a su amada, salvo por su mirada de ojos dorados que, en cada regreso, mostraban una turbadora y plácida fiereza.
Hanzaburo poseía la mirada hechizante de un animal.
Keiko lo veía sonreír y temía un futuro lleno de malos presagios donde se disolverían, para siempre, los luminosos días de felicidad.
Toda esa felicidad se iba para siempre tras los pasos de la dulce y bella señora.
¿Qué sería del niño?
Se lo preguntaba sin palabras: no debía atraer nuevas desgracias sobre la casa.
Keiko daría su vida por la dulce señora; también por su generoso esposo. De nada serviría.
Al menos, que se libre él.
Rogaba pensando en Oki.
Ahora, se miraba impotente las manos: la desgracia no hace sonar trompetas para anunciarse, llega a lomos de silenciosas hormigas.
¿Qué infortunios caerían sobre sus frágiles hombros? Y, sobre todo, ¿qué sería de su hijo Oki?
Keiko mezcló sus lágrimas con el agua a punto para preparar el té de Susanô.
Para unos, la desaparición no había sido voluntaria; en realidad, la mujer cumplía el deseo del esposo, harto de ver cómo no le concedía descendencia, sobre todo a la vista de lo hermoso que crecía Oki, hijo del señor y de Keiko, una simple criada de la casa.
Todos aseguraban que el niño lucía el aplomo del padre en cada gesto.
El amo lo acogió desde su nacimiento y lo nombró su heredero.
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