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A Paqui, por sobrevivir
I NTRODUCCIÓN
Ciencias de la vida... Vidas de la ciencia
¡Atención, este es un libro de ciencia! Hay que empezar así, a las bravas, para que nadie se lleve a engaño. Porque es posible que quien tenga la amabilidad de leer algún capítulo empiece a pensar que no se parece a un libro de ciencia. No hay en él una sola fórmula matemática, un problema, un cálculo complejo. No hay velocidades, masas, protones, equivalencias, curvas, derivadas, logaritmos, sumatorios, reducciones, estadísticas, tablas, coordenadas... y todo eso que uno recuerda como típico de los libros de ciencia.
Las próximas páginas están a punto de llenarse de dudas, de aventuras, de miedos, de amores. De hombres que pierden la cabeza y mujeres que se juegan la vida salvando jóvenes soldados en el frente de batalla. Hay seres humanos temerosos de ofender a Dios con su inteligencia, personas que se ríen a carcajadas en medio de una disertación matemática, sabios que se arruinan y doctores que convencen al mundo entero de que hay que lavarse las manos. Hay historias de amor truncadas, raptos de generosidad que traspasan fronteras, hombretones que se echan a llorar ante la belleza de lo que contemplan al otro lado del telescopio. A todos ellos les une una condición: son científicos y científicas. De hecho, son algunos de los científicos y científicas más importantes de la historia, los que más han contribuido a cambiar el mundo en el que vivimos. Pero eso, en el fondo, quizás sea lo de menos. Porque todos son hombres y mujeres cuyas vidas, tan distintas o tan iguales a cualquier otra, resultaron fascinantes.
Por desgracia, mucha gente pasa por la enseñanza de las ciencias sin dejarse atrapar por ellas. Las clases de matemáticas, de física, de química y biología son, para demasiados alumnos, un pequeño suplicio de fórmulas y listas memorizadas. Estudiamos la ciencia como una sucesión de ideas que tuvieron unos personajes generalmente muertos hace mucho y de los que no sabemos nada. Nos acercamos al conocimiento a través de sus escritos y sus cálculos, en lugar de hacerlo a través de sus ojos. Einstein no es Einstein; es E = mc.
Pero qué distinta sería nuestra relación con las ciencias si alguien nos ayudara a viajar al tiempo en el que aquellos sabios tuvieron que luchar contra la tendencia de la naturaleza a esconder sus secretos. Si alguien nos introdujera en la piel de los hombres y las mujeres que lograron los mayores hitos del conocimiento humano. Puede que sea el momento de dejar de enseñar en las aulas el «teorema» de Arquímedes y empezar a mostrar cómo era Arquímedes, el del teorema.
Las vidas de los científicos y científicas que van a pasar por estas páginas son absolutamente fascinantes. No dejan de ser vidas de «científico», pero quizás por eso mismo nos resultan cautivadoras.
Imaginarse a Marie Curie proyectando su delgado perfil sobre las paredes de su laboratorio en París, iluminado fantasmagóricamente por la radiación de los minerales que manipulaba, como si fuera un espectro en medio de la noche, produce asombro. Saber que, mientras lo hacía, era consciente de que se estaba matando poco a poco, estremece.
Asistir a las discusiones de Arquímedes con el rey Hierón en Siracusa sobre la naturaleza de la corona de oro que acaban de confeccionar sus orfebres es la excusa perfecta para aprender un poco de densidades y líquidos derramados.
Contemplar cómo Johannes Kepler tiene que abandonar sus estudios de los astros para defender a su propia madre acusada de brujería por la Inquisición nos enfrenta a la verdadera intimidad de los sabios.
No todos los personajes que han pasado a la historia de las ciencias son admirables. Los hay mezquinos, taciturnos, egoístas, vividores, socialmente torpes. Las pendencias y la ira de Tycho Brahe lo llevaron a perder la nariz en un duelo. Pero nadie le negará que gracias a sus observaciones de las estrellas hoy entendemos mejor el modo en el que funciona el cosmos.
No todos los comportamientos de aquellos ilustres gigantes del saber serían hoy socialmente aplaudidos. A Jocelyn Bell le robaron un premio Nobel por ser mujer. Williamina Fleming trabajaba en pésimas condiciones cotejando sin luz millones de fotografías de astros y compaginando su labor con la crianza en solitario de un bebé mientras el jefe de su laboratorio en Harvard se jactaba de tener un «harén» de calculadoras de estrellas. Pero a Jocelyn nadie le quitará la gloria de haber descubierto los primeros púlsares y ni a Williamina la de haber confeccionado uno de los más valiosos catálogos de eventos astronómicos de la historia.
La vida de todos estos personajes no ha sido vana. «Ne frustra vixisse videar!» (¡Quizás no haya vivido en vano!), gritó Brahe en sus últimas horas antes de morir, quién sabe si envenenado.
La muerte de algunos de ellos, tampoco. La guillotina acabó con Lavoisier, pero no con su química. Su paseo por el cadalso solo sirvió para agrandar su leyenda y para ofrecer a la historia un ejemplo más de cómo la sinrazón siempre anda presta a la vuelta de la esquina para robarnos nuestro derecho a ser más libres y más sabios.
Todas estas peripecias vitales no habrían servido de nada si no fuéramos capaces de transmitir todo cuanto descubrieron. Por eso, al tiempo que participamos de sus aventuras, estará bien que recordemos lo que aportaron al conocimiento humano, esa parte de su obra que es lo que generalmente se limitan a enseñar en las escuelas.
Entremos en la habitación de Cambridge donde Darwin se obsesionó por coleccionar escarabajos, pero aprovechemos para recordar la belleza de su teoría de la evolución de las especies. Temblemos con la visita a aquella maternidad vienesa donde morían más mujeres embarazadas de las que lo hacían pariendo en la calle, pero recordemos que entre aquella indignidad un hombre se jugó la vida para conseguir que las mujeres del planeta dieran a luz de manera más segura. Disfrutemos con las excentricidades de Tesla, uno de los genios más alocados y espectaculares de la historia, pero no olvidemos los conceptos físicos que nos legó y gracias a los cuales hoy tenemos luz en nuestras casas. Conozcamos que Einstein montó una de las primeras oficinas de ayuda a los refugiados durante la Segunda Guerra Mundial, pero no dejemos de aprender lo que significa para el mundo su teoría de la relatividad.
Vamos a reírnos, sí, con la cómica escena de un viejo Arquímedes corriendo desnudo y mojado para gritar al mundo «¡Eureka!». Porque puede que así nos entren unas ganas locas de estudiar sus principios y teoremas. «Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical...»