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Robert P. Crease - Los científicos y el mundo

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Robert P. Crease Los científicos y el mundo

Los científicos y el mundo: resumen, descripción y anotación

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¿Cuándo un descubrimiento científico se convierte en un hecho ampliamente aceptado? ¿Por qué cuando se producen despiertan tanta controversia y son negados con facilidad? Robert P. Crease, filósofo e historiador de la ciencia, responde en este libro a estas preguntas buscando los orígenes del aparato científico moderno a través de la historia de diez pensadores que, a pesar de la oposición feroz a la que se enfrentaron, contribuyeron a modelar la percepción pública de la ciencia y a forjar una nueva autoridad dominante. Francis Bacon, Galileo Galilei y René Descartes, en un momento en que la Iglesia Católica ostentaba un gran poder, articularon los primeros discursos que otorgaban autoridad a la ciencia. Giambattista Vico, Mary Shelley y Auguste Comte usaron sus escritos para advertir del peligro que suponía el distanciamiento entre la ciencia y las humanidades. Max Weber, Kemal Atatürk y Edmund Husserl aportaron su perspectiva sobre la compleja relación establecida entre el aparato científico y la sociedad, y Hannah Arendt apuntó nuevas formas de reafirmación de la autoridad científica en un contexto de profunda desconfianza. Estas historias representan una exploración esencial y oportuna de lo que significa practicar la ciencia por el bien común, así como el riesgo que puede suponer una acción política divorciada de la ciencia para la vida y la cultura humana. Los científicos y el mundo nos ayuda a comprender los orígenes de la retórica anti-científica que se esconde tras algunos discursos políticos actuales y qué podemos hacer al respecto para evitar que el mundo moderno se desmorone.

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Agradecimientos

La idea de este libro se me ocurrió en otoño de 2014, después de que me pidieran dar una conferencia TEDx en CERN, el acelerador de partículas internacional de Ginebra, Suiza. El tema general de esta maravillosa serie de presentaciones, coincidente con el sexagésimo aniversario del centro de investigación, era hacer «flotar ideas», algo que venía simbolizado por los pequeños barquitos de papel que se habían repartido generosamente por el auditorio. Me eligieron para ser el primero en hablar y dejaron el contenido de la conferencia a mi elección. CERN es una de las joyas de la corona del taller científico global, un triunfo en el empeño de la humanidad por comprender la naturaleza. Pensé emplear los catorce minutos que me correspondían para intentar explicar por qué algunos políticos y sus votantes rechazaban los descubrimientos de este taller y qué se podía hacer para solucionarlo, pero no fui capaz de resumir mis planteamientos en tan poco tiempo. Entre otros errores, se me olvidó mostrar la diapositiva que tenía de un amenazante tiburón, del tipo que protagoniza la película del mismo nombre, y que quería representar los peligros que no se pueden evitar sin recurrir a la ciencia. A los pocos minutos de empezar la presentación me acordé de mostrar la diapositiva. Pulsé el botón en el mando a distancia y la imagen del terrorífico escualo apareció de repente en la gran pantalla que había detrás de mí. Un periodista que estaba cubriendo el acto y cuyo nombre no puedo recordar tuiteó con sorna: «¡Vamos a tener que hacer flotar una idea más grande!». Este libro es mi versión a tamaño ampliado de esa idea. Por lo tanto, mi primer agradecimiento es para James Gilles y Claudia Marcelloni, de CERN, que me invitaron al acto.

Como cualquier idea, esta se ha compuesto, parcialmente, a partir de retazos que ya existían. Muchos pasajes del libro tienen su origen en mi columna en Physics world, titulada «Punto crítico», que he escrito durante los últimos diecinueve años. Publicada por el Instituto de Física, Physics world es una revista excelente, amena y asequible, que edita Matin Durrani. He contraído una enorme deuda con Matin, por invitarme a escribir la columna, en primer lugar, pero también por su destacada labor como editor y por haberme permitido adentrarme en un amplio espectro de temas en mis contribuciones. Varias de estas aportaciones se han incluido en el libro. Entre los capítulos que contienen material publicado primero en la columna se cuentan los capítulos 1 (« Cooking Bacon », noviembre de 2015 y « Diversifying Utopia », marzo de 2016), 2 (« Entry denied », mayo de 2017), 3 (« In praise of Descartes », agosto de 2016), 5 (« Franken-physics », diciembre de 2016), 6 (« Storytelling matters », abril de 2016), 7 (« Why don’t they listen? », mayo de 2014) y las conclusiones (« Fighting science denial », septiembre de 2016 y « This time it’s different », enero de 2017). Agradezco la autorización para revisar y adaptar este material.

Creo que este libro es un ejemplo del papel que pueden y deben tener las humanidades en la conservación de la salud cultural en un mundo impregnado de ciencia y tecnología. No podría haberlo escrito sin la inestimable ayuda de colegas en el campo de las humanidades que leyeron y comentaron algunas de sus partes. David Dilworth lo hizo con la introducción, mientras que Joseph D. Martin, Peter Pesic y Robert C. Scharff revisaron el material sobre Bacon. Peter Carravetta, Ariane Nicole Margolin y Mark Peterson me ayudaron con el capítulo de Galileo. De hecho, fue Margolin quien me señaló los libros de geometría ardiendo en el cuadro de Le Sueur. Scharff y Andrew Platt leyeron el capítulo sobre Descartes, Carravetta el de Vico y Peter Manning y Elyse Graham el de Shelley. Scharff, que es el comentarista filosófico más perspicaz en lo que se refiere a Auguste Comte, fue quien me hizo darme cuenta por primera vez de la importancia de este pensador. Mary Pickering, la biógrafa de Comte, tuvo la amabilidad de comentar la vida del filósofo conmigo y Daniel Labreure me mostró el museo que este tiene dedicado. Linda Catalano, una lectora excepcionalmente atenta, además de crítica perspicaz y apasionada profesora, aportó sus sugerencias para el capítulo sobre Weber, mientras que Scharff y Anthony Steinbock leyeron el de Husserl y Anne O’Byrne y Phillip Nelson hicieron lo propio con el de Arendt. Agradezco a Lauren Fairweather que me haya permitido emplear la letra de su canción « It’s real for us ». Delicia Kamins me ayudó a tomar la fotografía en la que salgo yo, con mi perro Dashiell, en las vías del tren. Sin duda, soy responsable de cualquier error que haya sobrevivido a la diligente revisión de estos académicos. Querría dar las gracias a Robert C. Scharff en particular, cuya costumbre de devolver los textos que se le pide que comente con un generoso uso del seguimiento de cambios y extensos comentarios ha dado lugar a un nuevo término entre sus corresponsales: scharffing.

La invitación de Jennifer Gaffney para pronunciar una conferencia en el Círculo Arendt me dio la oportunidad de presentar el material sobre esta autora a los académicos que se habían reunido allí y agradezco la autorización para emplear algunos pasajes de la conferencia, que se publicó en el primer número de la revista Arendt Studies (vol. 1, n.o 1, 2017, pp. 43-60). Del mismo modo, la invitación de Eoin Gill y Sheila Donegan para hablar en la Escuela de Verano Robert Boyle me permitió presentar en público la introducción, que acababa de escribir. Alissa Betz, la increíblemente capaz secretaria del Departamento de Filosofía y tenaz asistente personal del director, hizo que fuese posible escribir este libro al mismo tiempo que ocupaba el cargo. Charles C. Mann, un amigo de muchos años y destacado escritor, estuvo siempre disponible para aportar ayuda y aliento cuando me fatigaba, desesperaba o quedaba atascado. También Edward S. Casey estuvo dispuesto en todo momento a escuchar y comentar mis ideas. También quiero agradecer a mis alumnos de los diferentes cursos de filosofía en la Universidad Stony Brook por su paciencia ante mi obsesión por leer y discutir muchos de estos infravalorados autores. Mi esposa, Stephanie Crease, leyó el libro completo varias veces y se aseguró de que fuese sencillo y comprensible. A su propia manera, también ella fue un estímulo. En una ocasión, a la caída de la tarde y cuando las nubes amenazaban lluvia, me dio un ultimátum para encontrar la tumba de Comte en el cementerio de Père Lachaise, en París, antes de quince minutos, lo que conseguí en el último instante. También querría dar las gracias a mi hijo Alexander, por su idea de contar los escalones que llevaban hasta la Mer de Glace, y a mi hija India, porque suya fue la propuesta de volar en parapente sobre el glaciar. Mi perro Dashiell siempre estuvo dispuesto a llevarme de paseo cuando ya había agotado la paciencia de todos los demás.

He contraído una gran deuda con Maria Guarnaschelli por encargarme este libro, con la confianza de que podría hacer algo con más enjundia de lo que la propuesta original daba a entender, y con Quynh Do, que se hizo cargo de la edición donde la dejó Maria. Quynh leyó el manuscrito con más atención que ningún otro editor que haya tenido jamás y me enseñó mucho con sus comentarios. También estoy en deuda con las editoras de proyecto de Norton, Amy Medeiros y Dassi Zeidel, con la encargada de producción, Lauren Abbate, y con el corrector, Gary von Euer.

Recuerdo vagamente una ocasión en la que escuché a William H. Gass decir algo al efecto de que la rabia es un motivo importante, y tal vez necesario, para acabar un libro. Creo que ya sé a lo que se refería. Durante el proceso de escribir este, me poseyeron dos tipos diferentes de cólera. Una iba dirigida a los políticos que se llenan la boca hablando de los valores estadounidenses, o incluso cristianos, pero que luego actúan de forma interesada para beneficiar al 1 % de los ciudadanos, mientras destruyen este país y el resto del planeta para todos los demás. La otra forma de ira estaba destinada a ciertos colegas del campo de las humanidades que consideran que los verdaderos académicos humanistas no interactúan con las ciencias, porque eso sería venderse y actuar servicialmente en el mejor de los casos. Pero en un mundo que está impregnado de ciencia y tecnología, los académicos del campo de las humanidades tienen que relacionarse con las ciencias, porque eso es parte del deber fundamental de sus disciplinas de no perder la conexión con la realidad. Tengo una última y especial deuda con estos dos tipos de personas, porque sin ellas tal vez hubiera surgido la idea del libro, pero sin duda habría tardado mucho más en acabarlo.

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