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Hugo de Azevedo - Misión cumplida: Mons. Álvaro del Portillo

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Hugo de Azevedo Misión cumplida: Mons. Álvaro del Portillo
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    Misión cumplida: Mons. Álvaro del Portillo
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    2012
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Misión cumplida: Mons. Álvaro del Portillo: resumen, descripción y anotación

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¿Cómo se ha forjado este carácter tan sencillo, amable y, al mismo tiempo, tan fuerte y decidido, que le capacitó para cumplir la difícil misión que le tocó desarrollar? En estas páginas, llenas de vida y amenidad, el lector encontrará la explicación. Don Álvaro del Portillo (1914-1994) es una personalidad notable en la vida de la Iglesia por dos motivos principales: por haber sido el primer sucesor del Fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, y por su larga y prestigiosa labor jurídica y teológica en varios e importantes dominios: en el Concilio Vaticano II, como Secretario de la Comisión que llevó a cabo el Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros; y en la Santa Sede, como Consultor de diversas Congregaciones y particularmente como miembro de la Comisión para la reforma del Código de Derecho Canónico. Presidente General del Opus Dei y Prelado (desde 1983) durante más de 18 años y Obispo ordenado por Juan Pablo II, recorrió el mundo llevando a cabo una intensa labor pastoral. Lo que llama particularmente la atención del autor respecto de don Álvaro es la armonía de dos facetas supuestamente antagónicas; una inmensa y afabilísima bondad y una indómita energía. Quien trató alguna vez con don Álvaro recordará siempre su semblante sonriente y bondadoso, la serenidad y la amabilidad en persona. Su mirada límpida, azul transparente, profunda, inteligente, atenta... Una mirada que nos hacía sentir muy cerca de Dios pero, al mismo tiempo, una mirada firme, de caminante seguro de sus pasos, junto al cual hemos de aprestar los nuestros para poder acompañarle.

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MISIÓN CUMPLIDA

Mons. Álvaro del Portillo

Mons. Hugo de Azevedo

EAN: 9788498406399

Editado por: Palabra Ediciones

Materia: Religión

Colección: Testimonios MC

Idioma: Castellano

Fecha de Publicación: 5 Marzo 2012

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

Álvaro del Portillo ha sido una personalidad notable en la vida de la Iglesia por dos motivos principales: por haber sido el primer sucesor del Fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, y por su larga y prestigiada labor jurídica y teológica en varios e importantes dominios: en el Concilio Vaticano II, como Secretario de la Comisión que llevó a cabo el Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros; y en la Santa Sede, como Consultor de diversas Congregaciones y particularmente como miembro de la Comisión para la reforma del Código de Derecho Canónico.

Más importante aún, pero imposible de calcular, fue su profunda vida interior, puesto que, a fin de cuentas, la santidad -o su carencia- es lo más decisivo en los destinos del mundo. «Estas crisis mundiales son crisis de santos», afirmaba lapidariamente san Josemaría en «Camino». Y Álvaro del Portillo vivió, sin duda, en tiempos de una gran crisis mundial: la misma que todavía atravesamos y que reconocemos como un giro civilizacional de largo espectro y de orientación imprevisible.

No osaré analizar su vida espiritual, de la que no nos dejó notas escritas, pero me gustaría penetrar de algún modo en su personalidad, convencido de que será provechosa para todos. Cada santo -cada persona, ciertamente- trae consigo un carisma peculiar, y su descubrimiento siempre nos enriquece, sea para hacerlo nuestro también, sea para admirar la inmensa variedad de dones que Dios derrama sobre la humanidad.

«Desgraciadamente» para un escritor, Álvaro del Portillo mantiene su personalidad casi inalterada desde la infancia hasta la muerte. Es tan difícil de diseñar como un rostro de líneas perfectamente regulares, aunque el tiempo las vaya acentuando, primero con el vigor juvenil, después con la marca definitiva de la madurez, suavizándolas de nuevo en la vejez. Así sucede con todos cuantos jamás pierden el equilibrio, atravesando las más distintas circunstancias y las más duras experiencias con la simplicidad de quien parece haberlas esperado desde siempre.

Lo más frecuente en estos casos, sin embargo, es que la comprensión de la naturaleza humana adquirida a lo largo de los años se convierta en paciente mansedumbre, y esta venga a dominar de tal manera la personalidad que le disminuya la capacidad de exigencia, de lucha y de mando. Ahora bien: lo que nos llama particularmente la atención respecto a don Álvaro es la armonía de dos facetas supuestamente antagónicas: una inmensa y afabilísima bondad y una indómita energía. ¿Cómo se ha forjado este carácter tan sencillo, amable y, al mismo tiempo, tan fuerte y decidido?

Quien trató alguna vez con don Álvaro recordará siempre su semblante sonriente y bondadoso, la serenidad y la amabilidad en persona. Su mirada límpida, azul transparente, profunda, inteligente, atenta... Una mirada que jamás se nos olvida y siempre nos hará bien, porque nos dará paz, nos llevará a ser más transparentes también, sinceros con nosotros mismos; a ser buenos, a ser mejores... Una mirada que nos hacía sentir muy cerca de Dios pero, al mismo tiempo, una mirada firme, de caminante seguro de sus pasos, junto al cual hemos de poner los nuestros para poder acompañarle.

Es verdad que vivió cuarenta años al lado de otro hombre de grandes e incluso superiores cualidades: el Fundador del Opus Dei. Pero que era de muy distinto temperamento. Y el mismo hecho de seguirle tan de cerca, a pesar de eso y durante tantos años, revela en él una gran fortaleza; no una debilidad de carácter. En primer lugar, la fortísima personalidad de san Josemaría no se coadunaba con personalidades flojas, y él mismo esperaba de sus hijos que cada uno desarrollase la suya y lo siguiese siempre con plena y «actual» voluntariedad. Un hombre titubeante, tímido o complicado «no le servía»: «Sé fuerte. -Sé viril. -Sé hombre. -Y después... sé ángel». No le «servía» un hombre que se encogiese ante otro cualquiera, aunque de mayor autoridad; no soportaba el servilismo, el seguidismo fatuo o adulador; ni el mimetismo, a lo que llamaba también «anonimato» por ocultar la persona auténtica, en su singularidad diferenciada e irrepetible.

No. Junto al Fundador, el espíritu de libertad personal -y de personal responsabilidad- era una exigencia absoluta. Es evidente que Álvaro del Portillo le debió mucho de su manera de ser, pero justamente por haber sintonizado perfectamente desde el primer día con ese espíritu; y jamás pretendió ser su «alter ego».

Por otra parte, cuando conoció y pidió la admisión en el Opus Dei ya no era un chico; era un hombre hecho: aunque todavía estudiante de Ingeniería, ya se había licenciado en una Escuela técnica y se ganaba la vida como Ayudante de Obras Públicas en una Dirección General del Estado.

¿De dónde le vinieron, entonces, la firmeza y la suavidad de carácter que hicieron de él un hombre de Dios sereno y fuerte, prudente y audaz, «bueno y fiel» -loor evangélico que el Fundador del Opus Dei consideraba una fórmula de canonización? De la Providencia divina, sin duda, a través de muchas personas y circunstancias. Nuestro Señor tiene sobre cada uno de nosotros «designios de misericordia», como decía el Ángel a los tres pastorcitos de Fátima. Sobre cada hijo suyo forma un proyecto ambicioso, como cualquier padre y más que ningún padre, porque es de Él que «toda paternidad toma el nombre»; un proyecto de felicidad, o de santidad, que es lo mismo; un proyecto de servicio al prójimo, o de amor, que son sinónimos; unas veces, brillante como estrella, otras veces, obscuro como un yacimiento de diamantes; y otras veces, entre sombras y luces... Y para la realización de ese proyecto personal concede todas las gracias, naturales y sobrenaturales, que sean necesarias a cada alma. Solo se requiere que cada uno de nosotros libremente les corresponda.

No le faltaron esas gracias a Álvaro del Portillo. Además del propio temperamento (y todos los «temperamentos» son buenos) y además de tantos auxilios interiores inescrutables, que solo Dios sabe, el ambiente familiar fue decisivo para él, como lo es para todo el mundo. Lo que nos llama la atención es que desde muy temprano Nuestro Señor le va exigiendo heroicidad, a lo que él responde con mucha llaneza, con aquella simplicidad evangélica recomendada por Cristo: «Somos siervos inútiles; no hicimos más que lo que debíamos hacer».

Esta es, pues, la historia de un joven normal, bien dotado, con la perspectiva de una buena carrera -si las circunstancias del tiempo no lo impidiesen- y que Dios lanza a una grandiosa e inesperada aventura.

Capítulo I

ITINERARIO DE SU VOCACIÓN

(1914-1936)

Infancia y adolescencia

Nacido en Madrid el 11 de marzo de 1914, es bautizado seis días después con los nombres de Álvaro José María Eulogio (por ser el santo del día) y apadrinado por un tío materno, Jorge, y una tía paterna, Carmen. Y, como era frecuente en esa época, recibe la Confirmación muy niño, a los dos años, el 28 de diciembre de 1916, siendo sus padrinos en la ocasión el Conde de las Almenas y la Duquesa de la Victoria.

A los siete años hace la primera Confesión y la primera Comunión el 12 de mayo en la iglesia de su parroquia, la de Nuestra Señora de la Concepción. A pesar de no ser obligatorio, se acostumbró desde entonces a la Misa diaria en el Colegio de Nuestra Señora del Pilar, que frecuentó hasta el final de la secundaria, levantándose más temprano y guardando el riguroso ayuno eucarístico de ese tiempo. «Esto significaba marcharse al colegio todas las mañanas sin probar bocado. Es duro para un chico joven empezar el día sin desayunar. Sin embargo, él lo hacía todos los días sin darle importancia: se iba sin tomar nada, sonriente, solo con un pedazo de pan que guardaba, envuelto, en el bolsillo (recuerda una hermana suya). -Álvaro, ¿no desayunas?, le preguntábamos. -No, no, me basta con esto, nos decía, señalando el panecillo. Y así, un día y otro, desde muy pequeño».

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