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Presentación
Una de las preocupaciones de la Iglesia ha sido siempre la preparación de sus presbíteros, consciente que de ello dependen muchos aspectos de la transmisión y vivencia de la fe de sus fieles. Esta dimensión formativa ha tomado carices muy particulares. En el mundo de hoy, más que nunca, existe la necesidad de ministros cualificados y competentes.
El esfuerzo que en este camino se ha hecho en estos años ha sido grande. Se pueden recordar los documentos Pastores dabo vobis de 1992, la doble versión del Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros de la Congregación para el clero 1994 y 2013, o la celebración del año sacerdotal 2009-2010, todos orientados desde el marco de fondo de resaltar la importancia de los presbíteros para la nueva evangelización.
En lo referente a la formación presbiteral en cualquier tratado o documento aparecen diversas dimensiones y sin duda que una de ellas es la formación ética que necesita ser educada. Esa es la intuición de este trabajo, ofrecer pistas para buscar esa cualificación ética en las diversas competencias que tendrá que asumir el ministro ordenado; consciente de que esta idea tiene raíces muy profundas, llegando incluso a tocar la esencia del ministerio presbiteral expresada con diversos matices en los documentos del Concilio Vaticano II (Lumen gentium, Presbiterorum ordinis y Optatam totius) que la teología ministerial postconciliar ha leído en clave ontológico-sacramental o funcional-eclesial.
1. Punto de partida
1.1. Situación de crisis
Según el nuevo Directorio, la situación del presbiterado se puede definir como una situación de crisis. Algunos síntomas que permiten identificarla así serían los escándalos que aparecen en relación con la vida de los ministros eclesiales, especialmente en la gestión de las relaciones afectivas, del uso del dinero y del poder. Entre aquellos que pertenecen a la denominada vida religiosa se añaden las dificultades para trabajar en equipo y vivir el presbiterado en comunidad.
No obstante, antes de la crisis atribuida a la práctica ‘moral’ se habla de una crisis anterior, más profunda, que es la crisis teológica que afecta a la comprensión misma del ministerio y de su espacio en la Iglesia. Con la inclusión conciliar del ministerio en la estructura eclesial a servicio del mundo, la segregación sacerdotal pierde sentido. Al recuperar otras funciones (la profética y real), en clave de igual dignidad con los laicos lleva a un oscurecimiento de la dimensión profesional del ministro, que se pregunta por la especificidad de su sacerdocio al que le afecta el fracaso de muchas de sus iniciativas pastorales. Es por lo tanto una crisis de identidad del ministerio sacerdotal que mucho ha tenido que ver en el enorme número de abandonos tras el concilio. Con esas vacilaciones teológicas de fondo, en general parece claro que los candidatos que alcanzan el ministerio ordenado lo hacen llenos de buena voluntad e ilusionados por el servicio a la Iglesia.
También se observa la existencia de ministros que, tras haber realizado la etapa de formación satisfactoriamente, han tenido actuaciones que en el seminario serían impensables, por las actitudes tomadas a la hora de resolver conflictos o situaciones difíciles y por el modo de gestionar las responsabilidades que se les han encomendado. Se detecta algún tipo de desajuste entre las actuaciones de su periodo de formación y las decisiones tomadas al sentirse con la responsabilidad de guiar una parroquia o recibir encargos de primer orden.
Esos cambios producidos en muy poco espacio de tiempo no han sido fruto de una actitud de enmascaramiento en la casa de formación. Probablemente una de las razones ha sido la debilidad de sus convicciones éticas tal vez no asumidas y reflexionadas en profundidad.
Los presbíteros son hijos de su tiempo, siempre lo han sido, y en una sociedad del éxito, del ascenso rápido, la tentación del ‘carrerismo’, ya denunciada por el papa Francisco, parece planear sobre el ministro ordenado, llevándole a abusar de su poder tanto en los aspectos económicos como en otros órdenes de la vida.
Además, los presbíteros deben ejercer una multitud de servicios eclesiales: aconsejar pastoralmente, acompañar a los enfermos, reconfortar en los duelos; otros son de orden educativo, económico… lo cual dificulta tener una visión de conjunto de su misión y hace mucho más difícil conseguir unos criterios de acción adecuados para acciones tan diferentes. Esta situación les hace más vulnerables y expuestos a las equivocaciones y la mera formación inicial de tono intelectual no parece ser suficiente para tomar decisiones en la propia vida.
De manera que no se puede dar por supuesto en los días de hoy que los ministros ordenados, por el mero hecho de haber terminado sus estudios y haber recibido el sacramento del orden, sean conscientes de sus múltiples responsabilidades morales, ni estén preparados en la práctica del modo más adecuado para asumirlas. Es probable que sí lo sean de la grandeza y dignidad teológica, pero no tanto de la ética y de la necesidad de cultivarla.
No solamente tienen dificultades los presbíteros. Al mismo tiempo se encuentran obispos con problemas jurídicos entre ellos, con sus propios ministros o instituciones de la misma Iglesia con el escándalo subsiguiente entre los cristianos que recuerdan a san Pablo “No tengáis pleitos entre vosotros y no vayáis a la justicia ordinaria” (1 Cor 6, 7).
Esta necesidad de renovar la sensibilidad ética afecta también a las instituciones regidas por los religiosos. La Curia Vaticana y las diócesis han tenido que gestionar problemas con contenido ético, situación que parece haber explotado en las manos del papa Benedicto XVI. Recordemos las diversas denuncias de los Papas (tanto Benedicto como Francisco), advirtiendo a los curiales que su labor no tiene que tener las perspectivas del medrar; la insistencia en la necesidad del servicio, y la entrega; la denuncia de los lobos en el seno de la Iglesia, el ya citado “carrerismo”…
1.2. Presencia de exigencias morales
Sin embargo es del presbítero de quien se espera mucho más que nadie, que tenga una actitud moral adecuada. Más que un juez, o un político o un CEO, el que provoca más escándalo con sus acciones no ajustadas a la moralidad es el presbítero. Es una prueba de que se sigue esperando de él una rectitud moral profunda.
Se advierte que las personas continúan confiando en ellos. Esa confianza puede ser un arma de doble filo. Pues la ingenuidad o la desatención son puertas abiertas para peligros sutiles, casi imperceptibles, que van generando tentaciones y descuidos que terminan en acciones fuera de la moralidad y a veces del derecho. En general, los fieles confían en los presbíteros aunque el papa Benedicto XVI tras la gran crisis de los abusos sexuales ha proclamado en el año 2012 que su mala conducta ha minado su credibilidad y la credibilidad de la Iglesia.
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