Jaime Bedoya
En aparente estado de ebriedad
Literatura Random House
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“¡Todo es una mierda!”
ENRIQUEZILERI
durante un cierre de edición.
N OTICIA
Los textos que integran este volumen han sido extraídos de los tres libros editados por el autor: Ay qué rico (1991), Kilómetro cero (1995) y Mal menor (2004). A ello se ha añadido una selección de sus columnas publicadas bajo los nombres Trigo atómico (portal web “Terra”) y Disculpen la pequeñez (diario “El Comercio”), así como otras piezas aparecidas en la revista “Caretas”, lo que conforma un proyecto de obra casi completa. Esta antología, que ha tenido el permiso del autor, ha privilegiado ordenar los textos por categorías, en vez del previsible criterio cronológico, con el fin de hacer notar ciertas obsesiones y afinidades.
P RÓLOGO
Con Jaime Bedoya he frecuentado unas cuantas cantinas de aserrín y el neón prestigioso de un bar de pacharacas, una banda de enanos trapecistas, una cuadrilla de novilleros bufos y un antiguo torero japonés, un par de niños genios, alegres camposantos, playas con tallarines y sin sol, gendarmes, boleristas, viejas glorias del balompié y el saxo, bellezas gay, matronas, transformistas, locutores de radio, curanderos, monarcas de la chicha, pirañitas, vírgenes prudentes que lloran sin cesar.
Todo eso antes de conocerlo. Por entonces me lo imaginaba con los modos orondos de Broncano, delictiva versión del buen Zambo Martínez, y el misterio mortal de algún pianista esbelto y amarillo que solía animar las madrugadas del Café Marcantonio y a quien todos tenían por vampiro.
Tiempo después me lo encontré, por primera vez, en esa larga y celebratoria mesa de un restaurant. Aquel muchacho de aire casi deportivo poco tenía que ver con Drácula o Broncano. Su silencio ensordecedor contrastaba con la algarabía de los otros comensales. Era un silencio tímido y socarrón. Al término del ágape me presenté como, lo que era, su ferviente lector.
Pocos han asumido, como Jaime Bedoya, el venerable oficio de cronista. Esas prosas impecables delatan a un escritor que, más allá del periodismo semanal, pertenece a la literatura. Y aunque sus personajes, empezando por él, existen en la vida cotidiana, tan solo cobran carne y realidad en los festivos usos del lenguaje. Lenguaje que proviene de todas las canteras y suele convertirse, con frecuencia, en pasto de relato o poesía.
Un mundo marginal, sórdido a veces, ocupa los decires del autor. Historias de la especie, fauna nuestra, viajan entre la burla y la piedad. Sarcasmo que no cede ni concede. Y, sin embargo, también algunas veces la melancolía asoma como los olores más importantes de la infancia o ese sol tristón del arenal.
Antonio Cisneros
De la primera edición de Ay qué rico
(1991)
I
E NCUENTROS CON HOMBRES NOTABLES
L OS N EW K IDS DE Z ÁRATE
L OS MISMOS, PERO DIFERENTES
“¿Zarati? ¿Where the fuck is that?”, se preguntó a sí mismo Brian Mercey, gerente ejecutivo de una casa discográfica norteamericana, al fijarse en el remitente de la breve carta redactada en pésimo inglés que tenía en la mano. La respuesta la encontró en la nota añadida por la eficiente Nancy, su secretaria pelirroja: (Zarate, Lima, Peru, South America). ¿Perú? Mercey recordaba haber probado alguna vez cocaína.
Según lo que podía entender, un grupo de muchachos que imitaba a las más grandes estrellas de su compañía manifestaba sus deseos de entablar correspondencia y recibir toda la información oficial acerca de las últimas actividades del grupo. Inicialmente, en gesto instintivo, pensó en un memo destinado al departamento de promociones para que les enviasen un par de calcomanías. Pero, al detenerse en las faltas ortográficas y la pobre calidad del papel aéreo, Mercey empezó a pensar. Aún más. Orientando su sillón giratorio hacia la ventana que le permitía una formidable vista aérea de la ciudad de Boston, Mercey sintió un ligero escalofrío recorrer su saludable cuerpo de treinta y ocho años.
¿Acaso tan fácil resultaba manipular las voluntades de jóvenes de cualquier rincón del mundo? ¿Serían sus hijos algún día víctimas del consumismo inducido por el cual él trabajaba? ¿Podía sentirse moralmente tranquilo sabiendo que el nuevo CD para su carro lo obtendría gracias a los ahorros de millones de jóvenes tercermundistas?
La lenta entrada felina de Nancy en su oficina lo rescató de sus divagaciones éticas, las segundas en cuatro años de exitosa carrera en el mundo del márketing empresarial.
- “Mr. Mercey, su esposa pregunta si lo espera a comer”, decía Nancy sentándose sobre el escritorio y cruzando atrevidamente las piernas.
- “Reunión de trabajo”, respondía el ejecutivo guiñando un ojo mientras la pelirroja le tocaba la corbata con la punta del zapato. En su mano derecha que iba cayendo hacia un lado, Mercey apretaba la carta de Zárate convirtiéndola en una masa amorfa que, sin duda, tendría como destino final un basurero negro de moderno diseño que se ubicaba bajo su escritorio.
Una suave brisa fluvial, proveniente de las orillas del Rímac, peculiariza el ambiente de Zárate. La convierte en una urbanización donde la vida es sinónimo de frescura, en permanente renovación y festejo. Por eso a nadie extraña, dada la abundante cantidad de fiestas –o tónicos, en travieso lenguaje juvenil– que ahí se celebran, así como el masivo y disciplinado consumo de videoclips y programas afines, que cada nuevo baile o moda musical que aparece –independientemente de su intrínseca naturaleza efímera– es inmediatamente asimilado por la juventud zaratina con un atavismo ejemplar. Fue de esa manera que pasaron por Zárate –sin dejar huella alguna– el fenómeno footloose, el breakdance, Chayanne, Magneto y Pablito Ruíz. Es más, un joven de Zárate llamado Beto Chira acabaría consagrándose en un concurso televisivo como “El Pablito Ruíz Peruano”. Es decir, era cuestión de tiempo el que la obsesión imitativa por las últimas mega estrellas internacionales –cinco mocosos anodinos de Boston, Massachusetts– se difundiera sobre Zárate con la misma naturalidad con la que la brisa fluvial desperdiga sobre sus calles y jardines los penetrantes aromas del Rímac.
Con total aplomo y exquisito profesionalismo, Rulito Pinasco realizó a través de la televisión la convocatoria nacional para iniciar la búsqueda de los mejores imitadores de los New Kids on the Block. La automática y sensata reacción de César, Walter, Andrés, Franklin y Gustavo, ex compañeros del colegio Antenor Orrego, no se hizo esperar. Ellos serían los New Kids de Zárate. Franklin sería el último en unirse, en reemplazo de otro integrante invitado a retirarse de la agrupación pues no demostraba la seriedad suficiente. Desde un principio, una férrea disciplina, no necesariamente reñida con una sana espontaneidad, fue considerada como indispensable a fin de poder responder con dignidad al reto de Pinasco.
Contaron con la solidaria y desinteresada colaboración del barrio. Unos vecinos les prestaron la sala de su casa para los maratónicos ensayos diarios. Otros amigos estilistas y maquilladores ofrecieron, voluntariamente, lo mejor de sus conocimientos. Además, Johnny, muchacho del barrio que trabajaba en un barco, acababa de regresar de los Estados Unidos trayendo en su memoria los más recientes pasos de los New Kids que había podido ver. Tras horas de estudio minucioso gracias al acceso a una videocasetera, llegó el día de la presentación. Estaban preparados. Fue un éxito. No solo pasaron a la final haciéndose acreedores del premio de cien dólares, sino que además entablaron franca amistad con el hijo de Rulito Pinasco. Inclusive se tomaron una foto con él.
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