Prólogo
Es comprensible que Julio Cortázar se resistiera a recoger en volumen estos artículos, ensayos y reseñas de crítica literaria desperdigados en revistas y publicaciones periódicas. Estaba demasiado volcado a su obra de creación y a su vida (también de creación) para dedicar tiempo a estos escritos primerizos y sin el sello idiosincrásico de sus ensayos maduros recogidos en La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Último round (1969) y Territorios (1978). Habían cumplido con los propósitos del momento y Cortázar no creyó en la necesidad de reproducirlos. La prueba de que fue así me la dio su reacción, en Norman, Oklahoma, en noviembre de 1975, cuando le recordé la cuarentena de reseñas publicadas en la revista Cabalgata de Buenos Aires, entre 1947 y 1948. Me miró como quien ve un fantasma y seguramente había algo de afantasmado en esa revista que había permanecido ignorada y casi secreta. «Me había olvidado de que esas reseñas existían» —me dijo—, pero cuando le pedí que me permitiera publicarlas, accedió con la generosidad de siempre. No repetiré lo que dije en la nota que acompañaba la publicación de esos 42 textos. Basta subrayar que esas reseñas forman algo así como un mapa de isobaras que registran lecturas, afinidades y preocupaciones y que son fundamentales como radiografía de su formación literaria e intelectual.
Algo semejante puede decirse de los demás textos incluidos en esta colección: son instrumentos de trabajo indispensables para el estudio del desarrollo de su obra y de su visión literaria. De su primera prosa publicada en 1941, «Rimbaud», puede decirse que es a la vez una profesión de fe literaria de la generación de 1940, casi su manifiesto, y también un microcosmo de lo que será la visión de mundo de Cortázar, o la semilla de esa visión, si se quiere, pero conteniendo ya sus ingredientes esenciales. Es un primer bosquejo, una versión muy simplificada todavía de una cosmovisión dispersa en toda su obra y que da su medida mayor en Rayuela, pero no deja de sorprender que a diez años de Bestiario y a veintidós de la gran novela, Julio Denis definiera, desde un artículo que quedará sepultado en las páginas de una oscura revista, el blanco más pertinaz hacia el que Julio Cortázar apuntará lo más venturoso de su obra.
Antes de publicar su primera novela (Los premios, 1960), Cortázar reflexionó sobre la situación y direcciones de ese género en dos ensayos fundamentales: «Notas sobre la novela contemporánea», publicado en Realidad en 1948, y «Situación de la novela», aparecido en Cuadernos Americanos en 1950. Estos ensayos revelan sus vastas lecturas en el género y una conciencia muy lúcida respecto a los límites, alcances y posibilidades de la novela. Demuestran también, mucho antes de los Cuadernos de Morelli incluidos en Rayuela, que para Cortázar novelar y teorizar sobre el instrumento expresivo constituían el anverso y el reverso de una misma operación. «No hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje» —escribe en Rayuela—, y aunque Los premios está salpicada de observaciones sobre la novela como género, habrá que esperar hasta Rayuela para que la novela se convierta en su propio comentario y la ficción se defina, como un espejo, en ese relieve que hemos dado en llamar metaficción. Y si en Rayuela «terminan las fronteras y los caminos se borran», hasta su aparición, Cortázar hace de la crítica y del comentario su ruta de acceso al género, una forma de reflexión teórica y su trampolín para el salto hacia sus propias novelas.
Hay tres manifestaciones de la modernidad, en su sentido lato, que incidieron decisivamente en la formación intelectual de Cortázar: el romanticismo, el existencialismo y el surrealismo. Hasta la publicación de su libro inédito —Imagen de John Keats (1952)—, el largo ensayo aparecido en la Revista de Estudios Clásicos de Mendoza en 1946 —«La urna griega en la poesía de John Keats»— continuará siendo el documento más importante para el estudio de la deuda de Cortázar con el romanticismo y con la mitología clásica. Allí figuran algunas de las claves para comprender el insistente uso de los mitos en su obra y su compromiso con la modernidad desde una de sus primeras embestidas. Representa también el contexto más pertinente para leer un texto inaugural y seminal —Los Reyes— escrito en esa misma época. Y hasta la publicación del texto inédito Teoría del túnel, de 1947, sobre el existencialismo y el surrealismo, sus reseñas aparecidas en Cabalgata, por esa misma época, sobre Temor y temblor de Kierkegaard, La náusea de Sartre y Kierkegaard y la filosofía existencial de León Chestov, más el ensayo polémico «Irracionalismo y eficacia» aparecido en Realidad en 1949, constituyen las evaluaciones más concentradas de Cortázar del existencialismo y definen el papel catalizador que ese movimiento tuvo en su propia cosmovisión.
El otro gran catalizador fue, por supuesto, el surrealismo, que Cortázar definió en 1949 como «la más alta empresa del hombre contemporáneo como previsión y tentativa de un hombre integrado». Sus notas «Muerte de Antonin Artaud», de 1948, y «Un cadáver viviente», de 1949, aparecidas en Sur y Realidad respectivamente, representan un verdadero deslinde de sus diferencias y simpatías con ese movimiento y constituyen el esfuerzo más concentrado por definir su deuda con el surrealismo. Aunque a estas alturas resulte ocioso, hay que recordar que la relación de Cortázar con el surrealismo no fue una adhesión de etiqueta y banderines sino parte de su propia búsqueda humana, que se expresó desde el arte y la literatura. De ahí su resistencia a todo encasillamiento fácil, de ahí su distinción entre el fruto y la cáscara. El surrealismo que suscribió fue aquel que ya desde Rimbaud había proclamado la necesidad de cambiar la vida y que todavía bajo el seudónimo Julio Denis había glosado en su nota juvenil «Rimbaud», aparecida en Huella en 1941.
La relación de Cortázar con la obra de Poe es tan temprana como su descubrimiento de lo fantástico. Se remonta a su infancia y a su sospecha de que «todo niño es esencialmente gótico». En su conferencia sobre literatura fantástica incluida en La isla final comentó que, aunque llegó a conocer a los maestros del género ya entrado en su primera juventud, «la admirable excepción a ese retraso fue la obra de Edgard Allan Poe, que sí entró por la temerosa puerta de mi infancia». En la misma conferencia reconoció su deuda con Poe con una reserva: «Son innegables las huellas de escritores como Poe en los niveles más profundos de muchos de mis cuentos y creo que sin Ligeia o sin La caída de la casa Usher, no me hubiera sentido con esta predisposición hacia lo fantástico que me asalta en los momentos más inesperados y que me impulsa a escribir, presentándome este acto como la única forma posible de cruzar ciertos límites, de instalarme en el territorio de “lo otro”. Pero algo me indicaba desde el comienzo que el camino formal de esa otra realidad no se encontraba en los recursos y trucos literarios de que depende la literatura fantástica tradicional para su tan celebrado “pathos”». Si a esta temprana lectura de Poe se suma su traducción de las