INTRODUCCIÓN
“La ciencia de la etimología es clarísima y muy certera. Por ejemplo, de equus proviene cheval, porque es obvio que de e- deriva che-, y de -quus procede -val.” De esta forma tan poco elegante y tan poco científica se burlaba a finales del siglo XVIII Voltaire, muerto de risa, de la evolución de las lenguas y del estudio de la etimología. Sin embargo, la etimología puede considerarse una ciencia en el sentido de que si se conocen determinadas leyes fonéticas y otros cambios debidos a factores sociales o psicológicos, a partir de un étimo, es posible descubrir con cierta fiabilidad la palabra derivada o, al contrario, partiendo de una palabra que conocemos en nuestra lengua llegar a saber de qué étimo latino proviene.
Querer conocer el origen de las palabras que pronunciamos es muy legítimo, e incluso lógico, es casi como querer saber de dónde venimos, preguntar a quienes los conocieron cómo eran nuestros padres, o nuestros abuelos, a qué se dedicaban, etc. También nos gusta saber el origen de nuestro nombre propio y de la ciudad donde vivimos, y en este punto a veces la imaginación echa a volar.
Esta curiosidad por el origen de las palabras no es una novedad surgida en nuestros días. A lo largo de los siglos se han sucedido eruditos o lingüistas que han indagado en esta parcela. Ya Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.) escribió un tratado sobre la lengua, De lingua latina, en el que rastreaba el origen de las palabras en latín. Tras él muchos autores latinos se plantearon la procedencia de algunos términos. Entre ellos habría que citar a Cicerón o a Higino (siglo I a.C.), quien a propósito de un libro de mitología (Fábulas) explica por qué decimos esta palabra o aquella otra. Verrio Flaco (muere en 14 d.C.) escribió De significatu verborum, obra de la que no se ha conservado nada, pero que conocemos gracias al resumen que hizo Pompeyo Festo en el siglo II .
De esa época son ya las etimologías populares, es decir, aquellas que carecen de fundamento lingüístico y se basan en una fonética parecida... En nuestra lengua podemos rastrear varias. Habremos oído más de una vez y más de dos decir mondarinas, porque se mondan; las andalias con un falso corte entre artículo y nombre, porque sirven para andar; el alquilino del 5.º, porque está de alquiler; o el frío severiano en vez de siberiano con cruce con severo, etc. En ocasiones la etimología popular ha llegado a lexicalizarse. Así del latín veruculum, el instrumento de hierro que servía para cerrar una puerta, deberíamos tener ‘verojo’ o ‘berojo’, pero la influencia del verbo cerrar, que era para lo que servía, terminó por dar ‘cerrojo’. Es curiosa, por ejemplo, la etimología que a veces se oye de ‘cadáver’, tan popular, a partir del acrónimo ca(ro) da(ta) ver(mibus), “carne dada a los gusanos”; tan curiosa como inverosímil.
A finales del siglo VI surge en nuestra península un erudito, que será nombrado obispo de Hispalis a la muerte de su hermano Leandro. En efecto, Isidoro de Sevilla escribió esa obra monumental del saber medieval que son las Etimologías, una auténtica enciclopedia en la que reúne y sistematiza todo el saber de su época. Sí es cierto que algunas pueden ser inventadas o creadas con más o menos fortuna, pero en la base de su obra hay un enorme conocimiento de latín, griego y hebreo.
Dando un gran salto y citando solo de pasada la obra en conjunto de Nebrija (fines del siglo XV ), llegamos al siglo XVII , en que aparece el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias (1611), que proporciona amplias explicaciones etimológicas, porque en esta época se creía todavía que rastreando la etimología se podía encontrar el sentido original y verdadero de la palabra. En el siglo XVIII , con la creación de la Real Academia Española, se llevará a cabo el Diccionario de Autoridades (1726-1739), que tendrá muy en cuenta la obra de Covarrubias.
Ya en el siglo XX Joan Corominas, a quien le ayudará en sus últimos años J. A. Pascual, sacará a la luz esa monumental obra en seis tomos llamada Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico (Madrid, 1980), donde cada voz supone un estudio concienzudo de la materia. Varios diccionarios habían salido ya con este afán etimológico, como el Diccionario Etimológico Español e Hispánico de V. García de Diego (1956). Hubo también diccionarios temáticos, como el Diccionario secreto de C. J. Cela (1968), que tuvo el afán de desvelar las raíces de las que provenían las palabras obscenas de nuestra lengua.
Etimologicón no es, sin embargo, un diccionario, ni un tratado técnico, ni entra en disquisiciones lingüísticas o filológicas. En lugar de un listado frío de palabras, una detrás de otra, trata de explicar los orígenes y la evolución —muchas veces curiosa, inesperada o hasta divertida— de una serie de palabras del español, hiladas en torno a un tema determinado y con un estilo narrativo. Historias de palabras que iluminan la lengua que empleamos todos los días. Por ejemplo, en todos los diccionarios nos aparece la doble acepción del término ‘panteón’, pero no se nos dice por qué razón un templo dedicado a todos los dioses se convirtió con el tiempo en un lugar de enterramiento colectivo. Nosotros intentamos aportar una breve historia de estos cambios semánticos.
¿A quién va dirigido este libro? No cabe duda de que será de gran utilidad a profesores, estudiantes y amigos de las lenguas clásicas, ya que el latín y el griego son las dos lenguas de origen de las etimologías presentadas. Servirá a quienes enseñan y aprenden Lengua y Literatura española. Pero, sobre todo, agradará y fascinará a todos los amantes de la lengua, de las curiosidades, ya que muchas palabras nos pueden sorprender por el azaroso itinerario que han realizado para llegar al significado actual. A veces efectuando un salto prodigioso, como el hecho de que del latín percontari, que tiene como base la pértiga (contus) con la que un marinero intenta descubrir la profundidad de un río o fondeadero para ver si es vadeable, proceda nuestro ‘preguntar’, que en realidad significa sondear, intentar llegar hasta el fondo de un tema. O cómo la ‘bruma’, ese clima propio de los días invernales, procede del dies brev(iss)uma, es decir, el día más corto del año, el solsticio de invierno (21-24 de diciembre), y luego se extiende a la neblina propia de ese día o de cualquier otro. O ‘zozobrar’, procedente de subsuprare, es decir, dar la vuelta a la embarcación colocando lo que debía estar debajo (sub) encima, y lo que debía estar encima (supra) debajo. Que ‘septentrional’ es norteño porque septentrio es la constelación formada por los septem Triones (siete bueyes, siete estrellas) que tiran del carro mayor, y esta constelación ha estado siempre junto a las que contienen la estrella polar e indican, por ello, el norte...
Ver la relación con el camino que hay entre ‘vía, trivial y obvio’; comprender que entre ‘habladuría, inefable y nefasto’ hay una relación etimológica estrecha; saber que ‘cabo, capitán y caudillo’ proceden del mismo étimo, nos ayudará a usar mejor las palabras y, sin duda, a hablar también con más propiedad, con mejor conocimiento de nuestra lengua.
El libro que ahora presentamos no es el primero ni será el último que aborda el tema de las etimologías, pero lo hace de una forma distinta. Las palabras se ofrecen en racimos, agrupadas en familias léxicas, a partir de una raíz, encadenadas; las hemos marcado en color azul para mejor captarlas en un golpe de vista. Sabemos que la forma en que la persona almacena el vocabulario en el cerebro es así, ligando las palabras unas a otras. Las aprendemos por familias léxicas, por sinónimos (dar-entregar), por antónimos (morir / vivir), o por palabras que se relacionan semánticamente. Aprendemos el concepto ‘cuchara’, y la ponemos inmediatamente en relación con ‘cuchillo’ y ‘tenedor’. Y a veces relacionamos ese término con otras lenguas, en que se asemeja mucho.