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I NTRODUCCIÓN
S I NO SE TE OCURRE NADA AGRADABLE QUE DECIR , VEN A SENTARTE A MI LADO
Por Peter Schickele
El Repertorio de vituperios musicales probablemente sea la obra de consulta más entretenida que existe. El hecho de que se le ocurriera compilarla es una prueba de la vivacidad de la mente de Slonimsky y la picardía de su alma; el hecho de que se pusiera a hacerlo y la concluyera demuestra la endiablada capacidad de trabajo de quien también creó un catálogo exhaustivo de escalas y patrones melódicos, y el hecho de que el producto final sea a un tiempo divertido e instructivo encaja con la personalidad de un hombre que en una ocasión escribió una reseña de su propia autobiografía. Lo que tenemos aquí es una antología sensacionalista de la crítica de la música clásica, pero gracias a las impecables credenciales de Slonimsky, nadie tiene que fingir que lo compra para regalo.
Es bien sabido —o, al menos, es una creencia ampliamente difundida— que las críticas negativas son más entretenidas de leer que las que muestran un respaldo entusiasta. Desde luego, no hay duda de que muchos críticos escriben reseñas muy agresivas con un afán desenfrenado del que parecen carecer sus alabanzas, que además suelen ser mucho menos frecuentes, y estos reseñistas muchas veces alcanzan una fama mayor, aunque no necesariamente mejor, que la de sus colegas menos cáusticos.
Los críticos que no sienten ningún respeto por el objeto de sus críticas no tienen el menor reparo en alardear de su ingenio incendiario a costa de sus víctimas desventuradas y más o menos indefensas, que saben que responder por escrito a una reseña negativa (salvo para corregir errores fácticos) nunca es buena idea. (Aunque hay que decir que algunas víctimas no están del todo indefensas. Los grandes estudios de Hollywood, según se sabe, han organizado espléndidas fiestas para algunos críticos selectos —en platós de cine, en restaurantes elegantes e incluso en cruceros—, y haría falta ser extraordinariamente inocente para no sospechar que esta práctica anima a ciertos críticos a que tengan una actitud similar a la de mi hijo, que a los ocho años dijo: «Nunca he visto una película que no me haya gustado»).
Casi todos nos sentimos obligados, cuando nos encontramos cara a cara con un artista, a decirle cosas educadas y agradables, pensemos lo que pensemos de su obra; tal vez esta tendencia otorgue a las reseñas más despiadadas una fuerza catártica que nos hace leérselas en voz alta a los amigos, incluso aunque no estemos de acuerdo con la opinión del crítico. «¡No me puedo creer lo que dice este hombre!». (O «esta mujer», como cuando Dorothy Parker, bajo el pseudónimo de Constancia Lectora, reseñó en The New Yorker el último libro de A. A. Milne y concluía así su comentario: «Y es la palabra “chuli”, queridos míos, la primera de La casa de la esquina de la calle Pooh que hizo que Tonstancia Fectora gomitara»).
En este libro, por lo tanto, hay suculento veneno en abundancia. Es una medicación fuerte y, ante una dosis tan potente de vituperios, el farmacéutico responsable haría bien en incluir un par de advertencias en la etiqueta: 1) No debe ingerirse de una vez, y 2) Conviene tomarse con un grano de sal. Creo que vale la pena distinguir entre las emociones baratas y la sorprendente lucidez que puede aportar este festival de dispepsia.
Las emociones más baratas —que tienen su encanto, quizá, pero que sin duda son baratas— son las que consisten en disfrutar malévolamente de las profecías erróneas. ¡Qué tonto, el tipo ese que no se dio cuenta de que La consagración de la primavera es una obra maestra! ¿Qué clase de zoquete hay que ser para pensar que Rigoletto «tiene escasas posibilidades de pasar a formar parte del repertorio»? Uno de los ejemplos más egregios (y, por ello, más satisfactorios) de los errores de juicio colosales procede del mundo de la música no clásica, cuando un ejecutivo de una compañía discográfica británica rechazó a una nueva banda llamada The Beatles afirmando que «los grupos ya no están de moda».
Estos pequeños casos de miopía, incrustados en el ámbar de la historia, nos permiten sentirnos superiores mientras soltamos unas carcajadas, pero hay algunas cosas que habría que señalarle al lector que se deja seducir con demasiada facilidad, más allá de la observación de Slonimsky de que a mucha gente le resulta complicado aceptar lo desconocido.
En primer lugar, como deja claro el título de la obra y como su compilador señala correcta pero muy brevemente en la introducción, las entradas han sido seleccionadas de entre las muchas que forman el inmenso tesoro de críticas negativas feroces. No hace falta decir que casi todos los compositores que aparecen en este libro recibieron también numerosas críticas positivas; de hecho, parte del valor de este Repertorio es que sirve de antídoto contra la idolatría que suele profesarse hacia los compositores muertos y contra la creencia de que Moisés bajó un día del Monte Sinaí con las obras maestras del canon de la música clásica y que estas fueron aceptadas al instante como ley. Sin embargo, las características inherentes a este libro hacen que no sea fácil situar su contenido en el contexto que le corresponde, por lo que parece posible que un lector profano pueda leerlo sin tener en cuenta que, por ejemplo, Beethoven, a pesar de ser uno de los compositores más iconoclastas de todos los tiempos, era tenido en tan alta consideración que cuando hizo algunos comentarios sobre la posibilidad de marcharse de Viena, los miembros de la aristocracia abrieron una suscripción para crear un estipendio anual para el compositor con el propósito de que se quedara en la ciudad. O que veinte mil personas asistieron a su funeral. O que La consagración de la primavera de Stravinsky fue la única obra de un compositor vivo —de hecho, la única obra escrita en el siglo XX — que se incluyó en Fantasía , una película de Walt Disney, el productor de espectáculos musicales más populista y espabilado que ha habido; y esto ocurrió una década antes de la fecha en la que Slonimsky considera que al fin se aceptó su estatus de obra maestra. (El hecho de que Fantasía no fuera un éxito económico inmediato no es atribuible, desde luego, a la presencia de la música de Sravinsky; la parte de los dinosaurios es una de las más memorables y valoradas de la película, salvo, por supuesto, por el compositor).
En segundo lugar, el trabajo de los críticos musicales (pese a lo que puedan decir ellos mismos y algunos de sus lectores) no consiste en predecir con exactitud cuáles de los estrenos de hoy serán las obras maestras del mañana. Una de las ideas que aparecen con más frecuencia en estas páginas es algo como «Si esta es la música del futuro, me comeré mi sombrero» o «espero estar muerto». Pero el mercado de futuros musicales es, o debería ser, irrelevante. Lo que esperamos de la música es que nos conmueva, y hay cierta música, es cierto, que solo es capaz de conmovernos cuando hemos superado nuestra falta de familiaridad con ella. Pero ¿a quién le importa qué piezas conmoverán a nuestros nietos? La música, para bien o para mal, no es un producto que interese a los inversores, como sucede con las artes plásticas. Puesto que leer una partitura no es la forma más satisfactoria de disfrutar una obra musical, ni siquiera para los pocos que son capaces de hacerlo (por supuesto, habrá algunos superestetas ultraplatónicos que no estén de acuerdo), los manuscritos de los compositores, por muy valorados que estos sean, nunca valdrán tanto en el mercado como un cuadro o una escultura de primera categoría. Qué pena: nos vemos obligados a escuchar música por el mero hecho de escucharla, no porque comprarla ahora pueda hacernos ricos más adelante.